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“Rec” de David Bustos: el lápiz en el ojo
Editorial Cuneta, 98 páginas
Por Malú Urriola
Publicado en http://www.eldesconcierto.cl 15 de Enero de 2019
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David Bustos es poeta y guionista. Como poeta ha publicado los libros Nadie lee al otro lado, Zen para peatones, Peces de colores, Ejercicios de enlace, Jardines imaginarios, Hebras viudas, Dos cubos de azúcar y Arial 12. Rec es el primer libro de narrativa que leo de su autor. Un libro que funde ambas destrezas: la de la pluma poética y la habilidad de contar una historia humana y desgarradora como lo fue la dictadura militar.
Bustos inicia su libro Rec con una cita en inglés de una letra de PJ Harvey que se traduce como: perdí mi corazón en el puente. Pienso en qué puente, el puente entre los géneros: poesía, guión y narrativa, donde nos muestra su virtuosismo lírico o tal vez la cita alude al puente entre el autor y el trazo diario.
El libro contiene siete cuentos y el primero de ellos es “La Funa”. Recordemos la frase sin justicia hay funa. Funa, por cierto, viene del mapudungun, y se interpreta como lo que se arruina o termina por pudrirse. Pero también es un acto recordatorio y acusatorio que se usa para desenmascarar a políticos corruptos o torturadores que de un modo u otro burlaron la justicia.
Vanesa, la mujer que acaba con la cabeza rota –metáfora del trauma– forma parte de un grupo dedicado a no olvidar y a desmantelar un aparto militar que se visibilizó en su vanidad fascista en la dictadura y donde torturado y torturador se enfrentan cuando la vida da la vuelta.
La belleza con que Bustos describe las acciones que van entretejiendo las historias es sobrecogedora. Hay frases memorables que es lo que al menos yo busco en los libros. Torturado y torturador se vuelven a encontrar en un estado irresuelto del trauma, el narrador, Villagrán –apellido tomado tal vez como homenaje a Camila Villagrán, guionista con quien compartimos un año de trabajo– le entierra un lápiz en el ojo a su ex torturador.
Pienso en esa imagen: un lápiz clavado el ojo, pienso en Bataille, pienso en Mistral, pienso en el punto ciego de la mirada, pienso en Hernández y también en Droguett con la figura de el perro. Bustos va construyendo y deconstruyendo a victimas y victimarios con la lucidez de un narrador testigo que no juzga ni polariza los discursos, sino más bien entrega una mirada humana y flexible sobre el descalabro. Pienso en la mirada de Chile a su historia –quien ejecuta la venganza reparatoria del daño no lo hace con un arma sino con un lápiz–, pienso en la fatídica Noche de los Lápices Caídos en Argentina. Bustos me hace pensar en el lápiz como un arma y en el lápiz como otro de los fantasmas que recorren este libro.
El cuento “El guionista”, ancla su trazo en el famoso guión Barton Fink, película escrita y dirigida por los hermanos Joel y Ethan Cohen, un tema recurrente entre los que hemos sido obreros del guión en la industria televisiva, repudiados por los escritores puristas que no entienden que puede ser también otro amor. Muchos poetas en la historia de la literatura han sido además guionistas, porque el guión es un ensamblaje entre la poesía (la mirada), la narrativa y la dramaturgia. Escribir 60 páginas editadas, diarias, como una costurera es un ejercicio solitario y riguroso que van forjando plumas resistentes a los vientos de lo estanco. El terror de la página en blanco recorre como un fantasma los laberintos del hacer diario.
No puedo leer este cuento sin recordar mi ya vieja amistad con David Bustos y nuestras conversaciones por los oscuros pasillos de los canales donde los escritores somos un mal necesario, menospreciado y prescindible, a quien nadie conoce, salvo, claro está, cuando no te acompaña la gloria fugaz del rating. Entonces sí se aprenden tus nombres para menospreciarte.
Pienso en el desmantelamiento que de por sí es un movimiento que acompaña a toda escritura que se piensa.
Luego vienen “Cámara”, “Higiene del sueño” –dedicado a Laura, su compañera–, “El cielo con las manos”, “Rec” dedicado a Federico Galende y “Lennon” dedicado a Bruno Cuneo.
Termino el libro con una sensación de dulzura y ferocidad. Los relatos hilvanan por debajo varios fantasmas que erran por el libro: el fantasma de la dictadura y el fantasma del desastre en “Rec”, al subirse el personaje a una escalera enclenque para instalar una bola de espejos y pensar en su inminente caída. El fantasma de la pobreza y la simpleza de la vida del barrio norte a quien la virgen del San Cristóbal le da la espalda.
Es curioso leer en Bustos muchas las reflexiones de infancia o juventud en esas calles de Independencia y Conchalí. Sin saberlo entonces, ambos vivíamos nuestra vigilada juventud en aquel barrio. Una llovizna de reminiscencias comienza a caer fresca y lenta mientras leo página a página Rec, porque en esos tiempos de la juventud y la inocencia que se perdía diariamente, los vinilos y las radios de casete serían también el fantasma de la memoria. Con el botón de Rec se grababa, sin embargo lo que consigue Bustos es rebobinar de manera bella, contundente y brutal una parte de la historia de nuestro país que aún transita como un fantasma en el territorio del desconsuelo y donde el autor escribe y juega a solas con su sombra. Qué mejor metáfora que esta para describir un oficio, un hacer fantasmal en medio del neoliberalismo brutal de hoy, ensalzador del olvido y la ignorancia.
Con este libro, Bustos no hace sino engrandecer la mirada panóptica de su escritura, fundiendo géneros y elaborando una propuesta sólida y perfectamente bien escrita, que nos deja un sabor agridulce como de neorrealismo italiano, que repiensa la identidad cultural del país con pequeños y logrados mundos. Desde el primer cuento hasta el último, trabaja con la obsesión meticulosa de la costura, hilvanando uno de los libros más bellos que haya leído este último tiempo. Pienso -y tal vez me equivoque- porque toda lectura termina siendo insoslayablemente subjetiva, que Bustos, después de Eltit, o siguiendo la línea de Eltit, ha tomado el camino de la buena narrativa, que me recuerdan también a Rojas en Hijo de Ladrón o a Brunet en Aguas abajo. No puedo saltarme la brillantez enternecedora de los remates de cada uno de sus cuentos.
Una vez más, nos sorprende con una escritura fina, cuidada y meticulosa que se arrebata poéticamente, emociona, reflexiona y pone en cuestión y en tensión la identidad de un país sin memoria.