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“Los amores del mal” de Damaris Calderón, Mago Editores, 2010

Por Rubí Carreño


“Toda la noche toda, he dormido contigo, junto al mar en la isla/ salvaje y dulce eras, entre el placer y el sueño/ entre el fuego y el agua”  escribió el dueño de esta  casa clandestina,  en otro siglo  y que de casa chica paso a amparar bajo sus parras otros sueños y placeres palabreros. Gabriela Mistral no construyó su museo erótico-literario, al contrario, lo relegó a algunas cartas y lo vivió muy lejos de Chile. Tuvieron que pasar décadas para  saber quién era  la miraba para que se volviera hermosa. Desde una situación común de amor prohibido, Mistral tiene un imperio sin cama, Neruda, lo construye retozando sobre la suya.

Si suspendemos su ironía por un momento, el título del libro que hoy nos convoca y presentamos en la antigua Chimba prometería una excursión a los barrios supuestamente escondidos del mal amor. La traducción popular de este, en un Chile que alterna entre el higenismo extremo y la escatología, es el amor sucio, cochino, chancho.  Se trata de los amores que no deberían ser, pero son, y su destino de bolero  empolvado es realizarse en la transgresión, el secreto, la culpa y muchas veces, aun en el siglo XXI, en el desahogo de  la violencia de los otros.  Tirar, joder,  matar, acabar, son algunas de las expresiones cotidianas que retratan el erotismo amalgamado  a la violencia. De ahí que el cariño, casi siempre, malo en nuestro lenguaje, se transforme en el no menos masoquista, pero más aceptado,  “mal de amores”, es decir, aquel en que el placer se paga con lágrimas o enfermedad.

A pesar de perreos y ponceos  en la estrecha faja de tierra casi todos andan con la maldá en la cabeza y con depresión intermedia. El “amor del bueno”, es decir el deseo  de un  erotismo sin violencia o ser “modernos”, es decir, poder tomar, por lo menos, dos roles más o menos convencionales en el sexo, son  claves de entendidos que intentan sortear y que por ende  conocen, la obrita de teatro erótica en la que jodes o te joden.

Es quizás por esto que el deseo de todo tonto enamorado sea inventar un nuevo lenguaje que restañe las cicatrices resignificando el cuerpo propio y del amado, que reescriba el pasado o lo mime solo en sus aspectos benevolentes, que le dé un sentido nuevo a las palabras de  los otros que  me inspiraron,  que ahora son mías en virtud de la nueva vida regalada por el niño amor. Pero en esta empresa que requiere de lengua,  cabeza y corazón,  solo tenemos a mano los diminutivos, uno que otro peculiar neologismo, los animalitos, los bebes, los animalitos bebés,  las palabras sinsentido que acompañan los amorosos latidos y por supuesto, las canciones, los poemas. Es aquí, donde todos los nombres del amado pueden encontrarse y reescribirse: “Pero cuando tu lengua toca mi lengua/el Verbo se hace nulo /se diluye /en esta saliva espesa./Efímera y eterna/ eres la mujer del Principio./Todo empieza de nuevo /y se hace necesario reescribir el Génesis”.

(Paréntesis autoreflexivo
“Los críticos no saben qué hacer con la poesía”, dice la maestrísima Diana Bellesi, culpando de esto en un gesto  magnánimo, a la dictadura. Tiene razón respecto a nosotros.  Como con el amor con la poesía  quedamos balbuceantes, más sordos y mudos, que ciegos. Salvo notorias y conocidas excepciones, contamos los versos, sumamos teoría, restamos emoción, multiplicamos el lugar común y algunas veces, dividimos con reservas un campo ya bastante minado. Somos presas de humorismo involuntario. Por ejemplo, si se trata de poesía homoerótica escribiremos  un texto deforme en el que  se acumularán como en frankenstein  pedazos de Butler, Wittig, Foucault, Kristeva y Preciado, para decir, algo muy relevante, pero que podría haber dicho mi tia Sofía después de algunas sorpresas en su vida: los homosexuales no son/ somos, según sea  quien hable, monstruos. O para afirmar que la homosexualidad no es una enfermedad se recurrirá a la botica y al psicoanálisis,  volviendo a normalizar en segundos la revolución que le tomó años de vida al poeta. Es por esto que conociendo mis limitaciones me he resistido hasta hoy a escribir sobre poesía,  sin embargo, cosas de la vida, acá estoy, como el tonto enamorado con sus flores de plástico en la mano. Cierre del paréntesis)

Pero retomando la ironía del título,  este no solo remite al  erotismo y sus significaciones, y a la posibilidad cierta de volver a escribir, cuerpo, palabra y tradición,  sino también a uno de los textos fundacionales de la literatura moderna. Las flores del mal se llamo así por la censura y también como  parodia a Las flores del bien decir, un exitoso  libro de redacción usado en tiempos de Baudelarie y que origina una de las lecturas del libro proscrito: la burla a  la corrección ortopédica  del manual de estilo contra  el don generoso y supuestamente maligno de la literatura, borrar con el codo, lo que  la norma escribe con la mano.

Según Él (y acá escribí con mayúscula para no mencionar su nombre en vano puesto que es otro de nuestros santos lugares comunes), cuando Las flores del mal  convoca en los atardeceres parisinos a los poetas, los jugadores, los dandies, los  vagabundos y las lesbianas, que fue, efectivamente, su primer título, lo que haría sería presentar una modernidad que se rebela contra sí misma, al no ser reproductiva.  Si bien estas figuras  exhiben una faceta que los convierte en mercancías -y basta con poner la palabra lesbiana en la red para constatarlo- en ellos radicaría una disidencia, una estrella luciferina.

¿Me  pregunto cuál sería la modernidad erótica, literaria, política, del libro que nos convoca?. ¿Cuál será  su amor y su maldad a más de un siglo del libro que reinventa? ¿Cuál es el ars damaris al tomar al bello del aire?

Puedo adelantar, un poco, y ustedes lo disfrutaran cuando lo lean, que el poemario de Damaris reúne todo lo que esperamos de Cuba, desde alguna frialdad literal y metáforica. Damaris Calderón saca de las veredas crepusculares a los personajes de Baudelaire, les  quita el terciopelo y las togas y  las pone a retozar en la playa, junto al mar en la isla, toda la noche toda, todo el día, incluso.  Junto con la rutilante tradición literaria cubana, los personajes clásicos adquieren pulsión vital en el trópico. Como ocurre con Carpentier que hace revivir las caderas de Paulina las estatuas clásicas, Reinaldo Arenas que convierte la angustiada casa de las Alba en un prostíbulo caribeño y de Cabrera Infante, que transforma al  inverosímil lobo de la fabula, en el Sr. Lobo, ese, que amenaza de los pobres, viene, inoportuno, a cobrar el arriendo, así mismo, Damaris prolija, culta de amores, los  inscribe desde un latido  que la inspira, que nos inspira, en un presente  libertario. Así la cita clásica no deviene en ruina, sino que en el triunfo erótico, mas allá de los siglos, muchísimos polvos enamorados más,  como se ve en “Panóptico Habanero”: “Ella, la domesticadora de hombres,/consintió en mostrarme el fragor de sus piernas./Y al oprimirla mis caderas nunca supe /para quién eran los gemidos de su boca./Si para mí, para Catulo o para otro/de sus innúmeros amantes.”

Pero claro, usted compañero, compañera- que soy yo cuando ando con la misma y enorme  piedra en el zapato- dirá que soy frívola, que soy demasiado alegre, que  tengo que conocer su puñal envenenado, que Cuba no es puro son, ni sol, ni guaguancó, que hubo y tal vez haya una revolución,  que en la Habana hay muchas ruinas,  no literarias como en la alegoría que Obatalá-Benjamín adjudica a Chango-Baudelaire. Y yo le digo recordando,  que sí, que vi  los derrumbes sin rumba, donde viven en peligro mucha gente, los vi como no veo la reconstrucción en Chile. También le cuento, a ver si logro que  se saque los zapatos, que el libro que me encanta realiza la inscripción de lo antiguo en lo nuevo, pero sin spleen, ni cita vintage,  sin venderse a la melancolía. Pintora y escritora de la vida moderna, puede recoger  lo que se muere, como en el poema “Con Pina Baush desaparece toda una época”, pero supera la cripta predominante en los estudios críticos y literatura actual para salir al sol de la mano de las muchachas de Lesbos.   Las ruinas de la habana, las citas clásicas,  pueden leerse como  abandono y pobreza, pero también, como esperanza de que algo podrá volver a ser reconstruido, reescrito, todavía no se sabe cómo, incluyéndolas. A diferencia de Baudelaire, en la que detrás de la ironía esta la sífilis, en estos poemas, no se puede sortear la muerte, pero se la puede resinificar, por favor, escúcheme esta reescritura de a una carroña: “Los gusanos roerán tu cuerpo,/sí, con fruición,/como yo lo hago”.

Si usted me pregunta, ahora que remoja sus pies en el aire y no me mira con esa cara suya que ya ignoro, por qué me gusta el libro-que-me encanta, le cuento con total  sinceridad que es porque cumple mi deseo. Es un libro que enseña “a sonreír, a mostrar sus dientes. Dientes hermosos antes de ser golpeados, antes de ser expuestos, como peces de feria” y que devuelve, trayendo cientos de trazas a la pagina una escena primigenia:“¿Qué es una cara, mi amor,/qué es esta cara?/ ¿Una ventana, una máscara?/Una página sucia para que tú la limpies con tus dedos,/traces círculos/que seguirán los pájaros/ en las cercanas migraciones./ Yo sé lo que es un rostro/cuando me miro en ti,/temblando”.

No se trata solamente de sacar a la luz los sonetos del amor obscuro, cosa que por cierto podría hacer cualquier tipo de realismo, incluso la pornografía. Se trata de una forma literaria que obliga a disfrutar lo que por temor al contagio homosexual, los falsos universales quedan en el ámbito de lo que no se dice ni pregunta. Hoy día en esta casa que no siempre fue un museo, no tolero ni acepto,  sino que  celebro, aplaudo y festejo Los amores del mal, y a Damaris, que aunque me baño en otras aguas, sin ninguna hipocresía, quisiera llamar mi semejante, mi hermana.

 

 

 

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“Los amores del mal” de Damaris Calderón, Mago Editores, 2010.
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