
        Presentación  del libro: “Los amores del mal” de Damaris Calderón
            Por Javiera Miren Hidalgo
         
        Si por casualidad mis tonterías
  leéis y no sentís pavor alguno
  de acercar vuestras manos hasta mí, 
<Dejad el ceño en casa, que ahora vienen
algunos versos más desvergonzados>
                                          Catulo
         
        Los amores del mal, como  las flores y las diezdeldía, da cuenta de la finitud y el acabóse, de la muerte  no sólo del amor, sino de los cuerpos, del amor como un cuerpo que se pudre en  la forma de una pequeña y, a la vez gran derrota personal, que se une a las  antiguas pérdidas, a las ciudades saqueadas, de la misma manera en que un  corazón se destruye, a las guerras, a las grandes catástrofes y horrores  históricos. 
        Y Roma fue, 
              Cartago fue.
              Tu perdiste mi amor
              Y las gasolineras ya son ruinas románticas.
          
        
        Entre la lid y un lied hay  un solo paso, y ese avanzar se llama dolor, se llama henchirse de poesía para  hacer restallar las piedras con una voz bárbara y prometeica de una mujer  dispuesta a destruir lo instaurado a partir de una revolución personal, para  volver a crearlo con su lengua en el beso, con su sexo en el acto, retomando la  tradición, mascando hierro como Safo, metiendo toda la pasión del cuerpo en los  versos que ya fueron escritos y, por lo mismo, dotándolos de una desesperación  recogida, no sólo en todos los caminos del mal de amor literario, sino también  desde la vida misma, considerando todos los amantes anónimos, cotidianos, que  se funden y cosen al suyo propio y desesperado: 
        
          
            Si te dicen que estos versos
              se parecen demasiado a otros versos
              diles que es cierto, 
              que puse en ellos la pasión 
              de todos los amantes
              y en nada disminuyó mi amor
              ni el fervor de mi mano
              cuando escribe tu nombre.
          
        
        Se trata de cantar un  silencio melódico, que adquiere matices significativos, en la medida que va  callando, mordiéndose las cortezas y raíces hacia adentro en una batalla campal  interna, cuando de repente, la literatura explota, cuando el cuerpo ya no puede  sostenerse y quiere salir corriendo a las calles del deseo, en ese extraño  ímpetu que guía a la poetisa hacia los versos, aún sabiendo que servirán para  inmortalizar, contradictoriamente, un amor que deseaba ser olvidado, enterrado  y roído, como dice Damaris, tragado como el polvo enamorado . 
        Ahora bien, existe un  elemento paradojal que adquiere una significación circular, puesto que a la vez  expresa un nuevo comienzo que, es también un retroceder, un voltear la mirada  hacia el pasado, en ese vaivén que es la vida en su Despedazarse para reconstruirse y reconstruirse para despedazarse una  y otra vez y para siempre, como el destino de Sísifo, como un murciélago que  ansía ser un Fénix en un nido de cenizas, pero a la manera de Propercio, enamorado  de los huesos, conciente de la finitud del amor: El amor, dure lo que dure, nunca es  demasiado largo. 
        Después de la caída vale la  pena reconstituirse y remontarse a los inicios, revisar el génesis, la creación,  en la que la poesía adquiere su poder transformador. Si en un principio no fue  la palabra y fue la música surgiendo de  las aguas, entonces, esa canción se torna capaz de trastocar todo lo creado,  de conmover lo inconmovible, como el canto de Orfeo. Los versos, al igual que  el amor, fueron escritos en el viento, como un abrazo de Damaris y Catulo, en  los cuerpos, en las murallas de un baño que el vapor y el detergente borrarán  de un soplido. Vale la pena reescribirlos, borrarlos, para así parir el mundo,  nuevamente, a nuestro antojo, para que vuelva a desaparecer, concientes de su  destrucción y creación al mismo tiempo, enamorados  de lo que se extingue, como bien afirma mi Juno querida:
        
          
            En las paredes de un baño público, 
              frotando nuestros cuerpos
              como la lapicera en el papel.  
          
        
        En el poemario, la  contrapartida de la muerte y la finitud de amor queda expresada en su carácter  fundacional y creador, donde se patenta un desborde primitivo, femenino,  ancestral, no sólo rememorado, sino también re actualizado en una especie  surtido de versos de ayer y de hoy, de un ayer olvidado, que vale la pena  develar, revelar.
        
          
            Riéndonos de la vieja Safo, 
              del mirón de Pierre Louis, 
              nosotras,
              las muchachas en flor
              que un día seremos segadas.
          
        
        El carácter puro y previo a  la civilización de las muchachas en flor, da cuenta de los vacíos de la  historia que el hombre se niega a contar, por el miedo al derrumbe de las  estructuras artificiales que lo rigen, pero también expresa los espacios en   blanco en los versos de Safo, los graffitis borrados, los poemas perdidos o  quebrados, a los que hacía referencia Carla Faesler, para decirnos, que en esos  vacíos, en esos espacios silenciados, aparece Damaris para afirmar que las  mujeres se crean unas a otras, son capaces de nacer desde ellas mismas,  frotándose en las maderas, tocándose sus vientres, puesto que tienen el poder  de fundar, no sólo ciudades, a la manera de los “héroes” de la literatura  oficial, sino islas gozosas en que los  cuerpos enlazados de las heroínas conmueven más que todos los crepúsculos.
blanco en los versos de Safo, los graffitis borrados, los poemas perdidos o  quebrados, a los que hacía referencia Carla Faesler, para decirnos, que en esos  vacíos, en esos espacios silenciados, aparece Damaris para afirmar que las  mujeres se crean unas a otras, son capaces de nacer desde ellas mismas,  frotándose en las maderas, tocándose sus vientres, puesto que tienen el poder  de fundar, no sólo ciudades, a la manera de los “héroes” de la literatura  oficial, sino islas gozosas en que los  cuerpos enlazados de las heroínas conmueven más que todos los crepúsculos. 
        En Los Amores del mal, Lesbos, La Habana y Chile, en su calidad insular,  se funden y se transforman en una sola isla, en la cual el amor florido y  placentero de las niñas de Mitilene, se mezcla y funde con la pasión obscena de  los hoteles, de las gasolineras y de los baños, creando de esa manera un  presente constituido por la mixtura de lo ancestral y lo contemporáneo. El  poemario da cuenta de una búsqueda histórica, de una acumulación hambrienta e  instintiva, sedienta de pasión, de amor, de amor sexual, carnal, un recorrido  por el placer y el deseo, para mordisquearlo, para así, voraz como un perro que  roe su hueso y sus entrañas, seguir su huella, esa estela que van dejando las  grandes mujeres , a la vez, tremendas despreciadoras, como Rita, como Cintia y Clodia  Púlquer, y de esa manera, hincarles los dientes, para beber de esa agua sucia  que va a parar a las costas de nadie.
        Existe una crítica que late  en los versos, una crítica al amor que encadena, al amor en su deseo de  posesión, que dentro de los estandartes de una civilización vuelve siempre a la  edad del hierro, entiéndase de la moneda, para intentar comprar lo que ama,  retenerlo y aparentar una falsa inmortalidad amatoria, ya no a la manera de la  pasión, sino de una cárcel hasta el fin de los tiempos:
        
          
            Fui al mercado de hierros viejos
              y vi como los hombres compraban  cadenas
              tijeras
              jaulas 
              para sujetar lo que aman.
          
        
        Entendemos, entonces, que  la mujer de Los muertos de Joyce se  tornase a recordar su amor juvenil, puesto que más valioso es morirse joven  habiendo amado apasionadamente, que permitirse la mentira aburrida de una falsa  creencia en un amor convencional, más muerto que los propios muertos, la vida  muerta, peor que un cadáver caminando por las calles hacia al mercado.   
        
          
            Cuánto me gustaría volver
              con mi madre adolescente,
              mi madre niña, tímida, 
              que no sabe qué buena amante sería  yo.
              Enseñarle, paciente, a sonreír, 
              a mostrar sus dientes. 
              Dientes hermosos antes de ser  golpeados, 
              antes de ser expuestos
              como peces de feria.  
          
        
        Finalmente, el poemario, da  cuenta de una especie de fe, no en la palabra, sino en el canto: digo la palabra pezón, el pezón salta.  Nos viene a decir hoy, que todo balbuceo y tartamudeo poético es ridículo, que  no hay por qué nombrar la realidad tal cual es, que al revés: si el canto no se  condice con la realidad es porque es inexplicable. No sabemos lo que grazna un pájaro a otro en la  intrincada maraña del cuerpo, lo que decimos, lo que sentimos, es intraducible.   La poesía le saca la lengua a la vida en  su no comprensión. Hay una aceptación amorosa, jamás resignación, de la  condición y cualidad poética, no un vacío, sino un mundo que vale la pena  rellenar con lo indecible, con lo impalpable, con lo inasequible.  
        Los Amores del mal, es un libro de poemas que viaja a través del tiempo  para formar un todo presente, una pasión que sigue latiendo, aunque cambie de  nombre, aunque cambie de espacio o de isla, puesto que es un amor irracional  que se mantiene en las venas, en su deseo de una unión ancestral con un otro,  aunque la amada, las diezdeldía y las flores, no vuelvan a repetirse. Un  poemario, que en su búsqueda del deseo, no se cierra, sino que se avanza hacia todos  los caminos: de Cuba, Chile, Roma y Grecia, versos itinerantes, abiertos a  seguir creciendo como las raíces de los árboles, versos que continúan y  seguirán recogiendo ese instinto irracional que nos lleva a los Amores del mal, Damaris, a tu polvo  enamorado y a tu literatura hecha carne.