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EN LA  TIERRA DEL ENTRE, GOLPEADA POR LAS AGUAS.

Damaris Calderón


 

 

.. .. .. .  

Hay rostros en mi rostro divididos (me acuerdo, me plagio). Abro los ojos. Despierto. Está “garuando” aquí, afuera, allá estaría lloviznando, pero en esta tierra de nadie, sólo me muevo en el entre, en el entresijo. Las gotas caen delicadas sobre el techo de zinc. Mis perros duermen. Los pájaros cruzan la mañana. Yo, poeta anónima dentro de algunos años, entono con el poeta anónimo precolombino el canto a las bellezas del nuevo  día:
“ Bellezas del día/ Maestros Gigantes/ Espíritus del cielo/ Espíritus de la  Tierra/ Dadores del Amarillo/ Dadores del Verde (…) Volveos hacia nosotros/ Esparcid el Verde…el Amarillo!  ”

Tan viejo el canto, tan reciente, tan vivo, que puede enlazar a un hombre y a una mujer, separados por siglos y reunidos en el instante de la celebración. Y este nuevo día te traerá también a ti. Comerte un poco de amarillo, de verde, del rosado púrpura de tus pezones, pasto, rosa, flor, espiga rozándome los labios, hundiéndote en mí.
Desde mi ventana he visto un pájaro posado sobre el clavel del aire (tú sobre mí). Un instante y se va. Una cuerda de locura.

Nuestras casas de madera en esta otra isla, otra expresión de nuestra fragilidad. Que veremos arder. Pero la voz de Safo, en la mañana, me recobra, es tan potente como el canto de los pájaros: “No tengo quejas/ de la prosperidad que/ las musas doradas/ me otorgaron/ no fue ilusión/ muerte, no voy a ser olvidada”.

Mirando las hojas puntiagudas, filosas, la falta de raíces del clavel del aire, le he dicho, como si me dijera a mí misma: “No eres de nadie”, pero esto, que podría ser una autosuficiencia, una suficiencia, es también una cierta tristeza, una exclusión.
He hecho una gran olla de tallarines, para mí y para mis perros. De igual a igual.

A veces recibo mensajes de Cuba, como mensajes de otro mundo, del mundo de los muertos.
La frágil franja entre la razón y la locura. Yo, al mismo tiempo, el leñador, el verdugo y el árbol caído. Y también la hoja arrastrada por el viento, que se levanta, con el viento, y se va.

“La locura de Virginia Woolf”, como si no fuera la locura de toda una época, las guerras mundiales, los aliados, las bombas, el desarraigo aunque se tuviera un cuarto propio. Tan precario todo, tan frágil, ante la guerra, la vida. La angustia por las palabras, por encontrar un lenguaje que exprese y reconcilie con lo humano.

Me prestas, sobre Virginia Woolf, “El vicio absurdo”, y colocas entre sus páginas, recogidas por ti, pequeñas flores blancas de la pradera. El “vicio absurdo”, ¿la escritura, la locura, el suicidio? adquiere la fragancia, la determinación de una flor.

He dedicado mi vida (yo también), al “vicio absurdo”.

Soy una mujer que se apoya en dos perros, como antes me apoyé en dos muletas y en una estación; primavera, verano, el amor, esperando los primeros brotes. Pero en lo profundo del amor, cada uno está solo. (Me voy quedando con la jauría). Esta flor se llama lobelia blanca y esta, lobelia azul y aquella, petunia. Todo adquiere de pronto una crueldad vegetal.

Mi vida de circo pobre, de animal de circo pobre. Y la “consagración de la pobreza” termina con la soga en el cuello, la danza pataleada del ahorcado o el cuerpo hundiéndose, con los bolsillos llenos de piedras en el río.
(No hablo con ángeles, hablo con perros, de igual a igual).

Nada de introspección. Anoto la frase de Henry James: Observa sin pausa. Observa la llegada de la edad. Observa la avidez. Observa tu propio agobio. Y así todo será útil. Así lo espero, por lo menos. Insisto en sacar de este tiempo todas sus ventajas. Naufragaré con la enseña izada. Advierto que esto bordea la introspección, pero no cede totalmente a ella.(…) Estar ocupado es esencial. Y ahora con cierto placer descubro que son las siete y que debo hacer la cena. Bacalao y salchichas. No cabe duda de que se consigue cierto ascendente sobre el bacalao y las salchichas al escribirlas.

Mientras copio las palabras de Virginia Woolf (entre) corro a la cocina, veo que no se me queme el arroz, la carne de cerdo, salgo a regar las plantas, a darle de comer a los perros. Siguiendo a Virginia, al maestro zen y sobre todo, a un fuerte instinto de supervivencia, procuro mantenerme ocupada, tratándome a distancia, alejada de lo íntimo, de “la introspección” (la procesión interior). Trato de mantenerme a distancia como un púgil mantiene a su rival peligroso, a su contrincante, del otro lado. Procuro poner un poco de orden, de sosiego, para que la soledad más absoluta, sea más absoluta.

“Díos mío, cómo sufro. Qué terrible capacidad posee para experimentarlo todo con intensidad (…) ¿Cómo perseverar un año más? Pero la gente vive. No cabe imaginar lo que está sucediendo detrás de un rostro. Todo es una dura superficie. Yo misma no soy más que un órgano que recibe golpes, uno detrás de otro. Y me duelen los ojos. Y me tiemblan las manos (…) Realmente tengo que felicitar a esta mujer terriblemente deprimida…yo misma. A esta mujer por cuya cabeza ha pasado tanto dolor. Que estaba convencida de haber fracasado. Porque, pese a todo, creo que se ha recuperado y hay que felicitarla. No sabría decir cómo lo ha conseguido, con la cabeza hecha un verdadero trapo”.

Pero yo no juego a la Woolf  ni a la  Mistral ni al animal literario. Soy lo que soy y lo que hay. Un cuerpo lleno de soledad, de tristeza, de hongos. Un cuerpo donde la soledad crece como los hongos, como las enredaderas, la hiedra, entre la oscuridad y lo húmedo.
Pienso, (escribo) lo húmedo y siento de pronto, la sensación pegajosa, de asco, de las islas, su circularidad cancerosa (aquí, conmigo, el pájaro sombrío, virgiliano, la broma, la mueca colosal). Y sin embargo, acaso a nadie he amado más que a las islas, a ese pedazo desasido en el que me convierto en el rencoroso trabajo de recordar. Tan torpe como un país doy mis primeros pasos, me atraganto, no aprendo a definir. El mismo padre látigo, despótico, cerebro de segunda. La obsesión con la madre (el faro) (Al faro) y las olas, siempre las olas, restallando, rompiéndose contra los arrecifes, dentro de la cabeza.

Y en la otra isla, en el remoto país, mi madre andaba a pasitos cortos, como un pájaro herido, con una rodilla que no puede flexionar, hablando tan bajito que su voz apenas se escuchaba, como si no le quedaran fuerzas, como si fuera una vela apagándose sobre las aguas. (Aquí doy un paso y estoy siempre en el entre, andando en la orfandad, con mi madre).

Y escucho en las imágenes universales, las referencias más recurrentes sobre Chile, la  Inglaterra   de América, esa otra isla, en presunción local. Chile: Ese país que nadie sabe dónde está. Ese país donde se acaba el mundo. Ese país que queda tan lejos. Ese país donde parece tan fácil morir. Y me olvidé de leer. Y me olvidé de escribir. Me olvidé de las letras, del abecedario. En una metáfora (Isla Negra)  me creé otra metáfora, un espacio, una casa, un nido, un nicho, donde encarno (me convierto) en lo único que puedo: una mujer, una isla, no un ser acabado sino en una superficie cortante que lima sus bordes: una piedra, un molusco. No Virginia Woolf, no Emily Dickinson, no Marina Tsviétaieva. No Damaris Calderón ni D. C., sino alguien (algo) que arrastrado por el légamo de la palabra légamo, se hunde en la corriente hasta el fondo, devorada por las aguas del entresijo.

(Para Virginia Woolf, en el momento que
      alcanzó su expresión en el suicidio).

Isla Negra, 29 de enero, 2013, martes.



 

 

 

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