La escritora y profesora de filosofía chilena, integrante del colectivo Mapuche Rangiñtulewfü, publicó Chilco, una novela atravesada
por el desgarro de las migraciones y el apetito voraz de un extractivismo sin límites.
“Al sol no le interesan nuestros dolores, lo mundano es inherente a la condición humana”, dice Marina Quispe, “Mari”, nieta de una migrante peruana que sobrevive en el centro de la Ciudad Capital de un país que avanza hacia la destrucción junto a su pareja Pascale, de familia lafkenche (“gente de mar” en mapuzungun). El desgarro de las migraciones, el apetito voraz de un extractivismo sin límites, las lenguas manchadas, la crisis habitacional y la sublevación de un movimiento que empieza a destruir los departamentos vibran en el eco amplificado de una hermosa novela de cadencia oceánica titulada Chilco (Seix Barral), de la escritora y profesora de filosofía chilena Daniela Catrileo, integrante del colectivo Mapuche Rangiñtulewfü, que estuvo en Buenos Aires para participar de varias charlas en la Feria Internacional del Libro.
Catrileo (Santiago de Chile, 1987) forma parte del equipo editorial de la revista Yene y ha publicado los libros Río herido (2016), Guerra florida (2018) y los relatos de Piñen, reconocido como mejor obra literaria en la categoría cuento de los Premios Literarios otorgado por el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio de Chile. “En el fondo, nos siguen viendo como una pieza de museo, como una anécdota turística o, peor aún, como su salvación espiritual”, dice Mari en Chilco. “Más allá de que sea la voz del personaje, es algo sobre lo que reflexiono. Y no solo yo, sino varias personas que pertenecemos a pueblos originarios. Hay distintas formas de acercarse hacia las poblaciones indígenas y una de ellas tiene que ver con una manera folclorizada, como si fuéramos parte de un pasado inamovible y no formáramos parte de un presente vivo”, plantea la escritora a Página/12.
—Mari no encaja con los chilqueños y tampoco con los capitalinos. ¿La escritura permite encajar más o, al contrario, escribir contribuye a no encajar en ningún sitio? —Es bonito verlo así, esa es la manera que encontramos de asumir una cierta responsabilidad con la imaginación o la creación. Ocupo un lugar en el mundo y ese lugar tiene que ver con el pueblo al que pertenezco y mi manera de contribuir es a través de la escritura. En la escritura se puede expandir la forma sensible de un conocimiento, acercarse mediante el lenguaje para tratar de asombrarse ante el mundo.
—En un momento de la novela se habla de “las lenguas manchadas por otras lenguas”. ¿Cómo es la relación entre el mapuzungun y el castellano?
—En el mundo mapuche quienes son hablantes mapuzungun también hablan castellano, un castellano que está manchado de otras lenguas indígenas, de palabras que se van deformando coloquialmente. Por eso el mapuzungun sigue vivo, y por eso también las formas más coloquiales de hablar en castellano también. Una lengua se va transformando a medida que el territorio hace algo con ellas. En gran medida el mapuzungun está manchado también de otras lenguas indígenas y eso lo hace más interesante. Como en algunos diálogos de Chilco, hay palabras del mapuzungun que vienen del quechua, muchos números y el nombre de algunos animales. Entonces creo que ese intercambio en el fondo nos va testimoniando vestigios de encuentro. Esos vestigios tienen que ver con cómo se convivió previamente y de qué manera las lenguas manchadas siguen siendo parte de nuestra cotidianidad. En Chile hay palabras que vienen del mapuzungun, pero de pronto las personas no lo saben. Por ejemplo la palabra piñen, que es de mi libro anterior, es una palabra que se utiliza en Chile para hablar de la mugre que tienes adherida en el cuerpo. Pero muchos chilenos no saben que viene del mapuzungun.
—¿Por qué se invisibilizó de dónde vienen las palabras?
—Hay políticas institucionales que están instaladas desde el Estado Nación, chileno y argentino, a través de expoliaciones que no solamente son territoriales, sino que son culturales. No hay educación por la memoria, ni siquiera en la educación por los derechos de los pueblos indígenas, pueblos originarios que viven en los territorios que hoy son estos países. Entonces parte de la invisibilidad es no evidenciar que nuestro lenguaje está manchado porque las raíces de los territorios son indígenas.
—La protagonista va teniendo una revelación a propósito de las palabras expoliación, colonialismo y genocidio. ¿La evolución de Mari se parece un poco a tu historia o es distinta?
—Es muy distinta; en esta novela quise jugar mucho con la ficción tratando de crear una protagonista que tuviera una visión diferente sobre la posibilidad de ser indígena. Yo nunca tuve una negación de mi identidad porque mi familia se reivindica como indígena; obviamente no toda la espiritualidad o la lengua se traspasó de la misma manera que con mi papá en su comunidad o con mi abuelo. Durante estos años de recorrido como escritora y de acciones políticas en los lugares en los que me desenvuelvo, muchos se me acercan desde una posición de ternura para explicarme por qué sienten esa incertidumbre, casi como una pregunta existencial que les persigue. Entonces cuando me tocó imaginar a Mari, la pensé desde ese lugar, mucho más desorientada y perdida, pero que de alguna manera se va fortaleciendo al conocer a otros personajes que sí tienen la certeza del lugar político que ocupan.
—¿Te gustó que dudara más de su identidad?
—Sí, duda pero que en el fondo tiene huellitas a las que aferrarse: tener una abuela quechua que no reconoce que es quechua. Muchas personas jóvenes se me acercan y me dicen: “Mi abuelita es aymara, pero mi mamá no se reconoce como aymara”. Frente a esas preguntas existenciales de la identidad creo que es interesante pensar a Mari como alguien más común en nuestra sociedad que aquellas personas que sí podemos reivindicar nuestras raíces porque tenemos certezas del lugar que ocupan.
—Un personaje de la novela advierte que resistir y luchar cansa. ¿Por qué no se habla de ese cansancio?
—Las personas necesitan un relato heroico para mantenerse en la lucha; hay pasiones tristes de cuerpos que se ven cansados. Para encender la fuerza colectiva también se necesita un relato. A veces para movilizar los cuerpos se requiere de valentía, de energía, de una furia acumulada. Pero también es cierto que en los relatos hegemónicos muchas veces las pequeñas historias, todo lo que queda a contrapelo, no siempre es parte de una memoria que se ensalza. Me gustaría pensar en cómo fueron los cansancios de la resistencia anticolonial en estos territorios y cómo resistieron a pesar de todo. Creo que es mucho más común vernos cansados, pero de eso no se habla porque mancha la heroicidad.
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Daniela Catrileo: "Nos siguen viendo como una pieza de museo"
Por Silvina Friera
Publicado en Página/12. 12 de mayo 2024