Hace un tiempo atrás, en la imposibilidad súbita de escribir sobre Emma comencé a obsesionarme con sus palabras. Esto a causa de una petición desde Bolivia el año pasado. Aquel encargo se vinculaba en reconstruir aquella hoguera que se volvía prontamente ceniza. Sin embargo, me parecía irrealizable en la práctica transferir a escritura, la madeja oscura que tenía en mi cuerpo. Es por esa primera motivación del luto, que retomé una y otra vez los versos, apilando texturas mientras deshilachaba retazos, intentando aunar coincidencias en conjuntos que encerraba con lápiz grafito.
Subrayando, tachando, anotando manuscritas a pie de página, a modo de conjuros. “Trazos más que escrituras, grafías y garabatos delirantes, apuntando sólo ante aquella inabordable condición de albañil de sílabas. Más bien, engendraba el ademán de inventar una estructura de fonemas que pretendían articularse para arrimar aquella voz, pero se iba prontamente diluyendo en el ruido del movimiento.
Ante aquella demanda me fui avecinando frente al susurro dominante de la seña y del silencio, que bajito me proponía ir más allá de levantar las vigas, hasta hundirme, profundamente en la gradación del polvo que aún ardía y arde desprendiendo la estela de su composición.
Aquella brasa que calcina y destella a su vez, se transformaba en un nuevo poemma, que invocaba la voz inconclusa de nuestra querida Calíope —apelando tanto al mito griego de Καλλιόπη, como al correo electrónico que utilizaba Emma—. Afianzada a la fijación de ocultista, fui desmembrando el lenguaje hasta recopilar entre pewmas y ouijas, la réplica de transmisión. Entonces descubrimos un diálogo que en la urgencia de la muerte, volvía una y otra vez para responder mensajes al ritmo material del gesto.
Esto que podría llamarse un aspaviento de traducción, una manifestación de sus ventoleras que entre línea y línea, revelamos para comunicarnos en ese relámpago que a veces se torna la noche. Donde el trance es el ritmo de volverse, travestirse otra en el verso. Nuestro oficio al leerla es ir a la frecuencia de lo médium, transcribiendo el respiro de aquella máquina de palabras que Emma inventó. Al menos pude percibir esa tarea cuando el aliento de sus versos se transmitía hoja tras hoja, mientras yo intentaba vagamente escribir una especie de ensayo. Pero finalmente, sus fibras textiles se consolidan como arpas que confabulan a la memoria, en un soplido que estalla más allá de lo fugaz.
Este instrumento no queda fuera de lo que es Temporarias y otros poemas. De hecho aquí se torna más clara aquella idea productora, que puede combinar desde estrellas puntudas [retrato de mar, 31] hasta cuadrículas de excell [cuadrícula y estrellas, 11]. Un artefacto con energía propia para cazar historias y atrapar el murmullo y los retratos- monólogos de esa otra que se plasma reiteradamente en el libro, incluso abriendo con la cita de Antonio Silva.
Ese encuentro es lo que se muestra definido en el juego de este artilugio creador de imágenes. Un río abierto, cuyas corrientes bracean hasta la división de aquellas aguas, que aunque tijereteadas comparten su caudal. Incorporando la mención de aquel inmenso brazo inquieto que cruza bocas y nombres hasta lo audible: “vadear ese río / lenta y crudamente / hasta infectar la boca /con las algas de lo /que no se dice y vence” [el río y lo audible, 39] Aquí, nos arrojamos a la vibración de fonías que penden de las cuerdas de aquel aparato, un silbido de discursos que atraviesan el campo laboral, una especie de escenario diseñado a semejanza de los personajes en la mano de obra.
Preguntas, en un gran cuestionario formativo donde la posibilidad de vivir incendiada se repite, y nos exige la atención de que a pesar del silencio, mantengamos la escucha de todas aquellas agujas enterradas letra tras letra, desde los relojes hasta la vibración textil de esa urdimbre. Sobre lo temporal y lo permanente, apuntando a desbaratar aquella mudez en la denuncia de los cuerpos que tejidos ante su venta de la fuerza [11], caminan absortos bajo la orden del laburo capitalista.
Una escritura montada entre dos fábricas: la de su poesía y la de aquellos territorios mercantilizados que braman la confidencia del sistema ante la explotación. Ambas envueltas en la visión portátil de experiencias como repertorio de potencias, donde el lenguaje es el viaje expuesto ante nosotros como protesta.
¿Y qué más puede hacer esa máquina que deleitarnos ante el baile de sus composiciones? Pues entre la of. de contabilidad [bicicleta o estufa, 16] y sus palabras construidas de aire, la experiencia manda, emite y remite al encuentro de obreras. Sumergidas bajo el falso sueño de la independencia en un contrato a plazo fijo, cuya respuesta visceral es nombrarse ante la memoria, ante la amenaza de invisibilización.
Como aquello que desaparece ante la vista, pero sigue allí enviando luces como resplandores, hay que saber reutilizar aquella máquina de alientos como lumbre, o como bien nos anuncia su escritura. En el lamento de una Jenny [monólogo de otra, 48], señalando la historicidad que da inicio a la revolución industrial. Algo así como Rachel de Blade Runner, cuya fotografía colgó muchas veces del imaginario virtual de Emma. Un futuro de variaciones cyborgs donde nuestra comunicación está situada ante aquellos cuerpos impuros e instrumentales con un ritmo poético que desborda cualquier panfleto, como también rebosa cualquier tipo de imagen diáfana. Su propuesta es inscribir fragmentos de lo que ya se encuentra completamente roto, e intenta desplegar el tiempo desde aquella pérdida.
De este modo nos quedamos nosotros, nosotras, intentando recuperar, reconstruir; sin embargo hay espacios únicos a los cuales debemos adherir con esa deuda. Desde la ceniza que pueda retornar árbol y reescribir en cada lectura del artificio de hablas que nos delega Emma. Cuya densidad es lo inconcluso de ese instante donde el motor es la huella que amplifica, página a página su [nuestro] delirio.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Réplica de transmisión:
máquina de palabras a Emma Villazón
Por Daniela Catrileo
Publicado en MAR CON SOROCHE, N°21, diciembre de 2017