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Daniela Catrileo:
"Escribo, pero con las historias que me cuentan mi papá, abuelos, mis tías"

Por Antonia Domeyko
Publicado en revista Sábado de El Mercurio. 6 de marzo de 2021




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Daniela Catrileo, 33 años, escritora de ascendencia mapuche, feminista, nacida y criada en la periferia de Santiago, es una de las voces más llamativas de la nueva generación de escritores, ganadora a fines del año pasado de los Premios Literarios 2020 por su obra Piñen, que habla entre otras cosas de la pertenencia al pueblo mapuche. Aquí relata sus inicios en la escritura, sus primeras publicaciones en un disruptivo colectivo literario y su principal inspiración: las historias y archivos que ha ido recolectando de sus familiares y se han transformado en la base de sus textos.

Tuvimos una profesora de historia reemplazante, Al pasar la lista, se detenía en cada apellido mapuche. El mío era el primero: Calfuqueo. Luego nos llamó uno a uno, diez estudiantes en total. Todos vivíamos en los blocks o las casas pareadas de las poblaciones vecinas. Nos preguntó sí conocíamos el significado o la procedencia de nuestros apellidos. Nosotras respondimos con timidez, negando con la cabeza. Pensábamos que nos iban a retar. Sin embargo, la profe sacó de su cartera una especie de librito fotocopiado. Al parecer era un diccionario o algo similar: Se puso a buscar en él y nos dijo de dónde venían nuestros nombres. Dijo: “Manque significa cóndor y Calfuqueo significa pedernal azul”. Aunque nunca explicó lo que era un pedernal.

Ese día aprendimos que éramos mapuche para los ojos de los otros. Antes de ese día éramos sólo niñas y niños.

El texto es un extracto de su libro Piñen. A pesar de que es ficción, el entorno y la escenografía, dice Daniela, están basados en su infancia.

Daniela Catrileo tiene 33 años, estudió filosofía en el ex-Pedagógico y hoy cursa un magíster en estética en la UC. En paralelo a sus estudios, ha desarrollado una carrera como escritora y ha publicado varios libros, en su mayoría de poemas, como Río Herido o Guerra Florida, este último escrito en castellano y mapudungún. Su ascendencia mapuche es un tema que atraviesa sus textos. Y que en su último libro, Piñen, publicado en 2019, le valió un importante reconocimiento: entre dos mil obras postuladas, fue la ganadora de los Premios Literarios 2020, en la categoría cuento.

Daniela Catrileo creció en un sector de viviendas sociales en San Bernardo. Cuenta que su familia por el lado paterno migró a la capital desde una comunidad mapuche en Nueva Imperial, en La Araucanía, en búsqueda de estabilidad laboral. Su abuelo dejó el trabajo de las tierras donde vivía y llegó en los años 70 a Santiago, a una toma de terrenos en los bordes de la Aguada, Para subsistir vendía productos lácteos en un carrito ambulante. Más tarde llegó su padre y se construyeron una casa en un terreno. Cuando su padre se casó con su madre, accedieron finalmente a una vivienda social en San Bernardo. Allí nació y creció Daniela.

A principios de los años 90, comenzó a escribir en un diario de vida que le regalaron. De a poco le fue agarrando el gusto a la escritura, hasta que a los 10 años tomó el impulso y se inscribió en un taller literario en el colegio de su barrio.

—Algo encontré ahí. Para mí la lectura y la escritura eran como un hogar, un espacio donde yo me sentía cobijada y podía crear libremente. Creo que también se da en el caso de la precariedad: tener un lápiz y un papel no es tan difícil como acceder, por ejemplo, a un piano —dice Daniela.

En su casa, recuerda, no había muchos libros. Los que había eran clásicos como Hamlet o El Aleph y suplementos de periódicos como Icarito. Viendo el interés que ella tenía, una tía comenzó a regalarle libros y cuando tenía 12 años, su madre le obsequió una máquina de escribir.

—Me dieron la máquina con la excusa de que también era para hacer los trabajos del colegio. Más allá de la precariedad, había gestos materiales para que uno asumiera los gustos que tenía; quizá no me podían regalar otras cosas, pero era lo que podían en ese minuto.

Ya más grande, Daniela comenzó a buscar la literatura por su cuenta. Empecé a construir una especie de biblioteca propia, medio ambulante. Mis amigos y amigas de la adolescencia era gente que leía. Nos prestábamos libros, pedíamos en la biblioteca. Intercambiábamos textos y música, y los comentábamos.

Frecuentaba diferentes espacios, como el Centro Cultural Manuel Rojas, Balmaceda Arte Joven y también el espacio de arte Caja Negra, donde realizaban tocatas, performances o poesía en vivo. Allí Daniela mostró sus escritos.

—Hacíamos fanzines para repartirlos. Mi primera autoedición es del 2006, un plaquette chiquitito de poemas que pasábamos de mano en mano. Era algo como un casete. Para nosotros era normal fotocopiar unas 30 copias y hacerlas circular.

Al terminar el colegio, cuenta, entrar a la universidad no estaba entre sus prioridades. Tampoco, aclara, tenía los recursos. Durante dos años pasó por varios trabajos, como vendedora, secretaria, cajera y otros. Y en paralelo formó un colectivo que se llamó Florerito quebrado.

—Antes de cada intervención quebrábamos un florero y después leíamos poesía, luego venían algunos grupos que tocaban música. Lo hacíamos casi siempre en lugares okupas, en terrenos, centros culturales o espacios públicos. En algunos con permiso y, en otros, no tanto, Era una iniciativa bien punkie en realidad.

Finalmente Daniela decidió entrar a estudiar filosofía, buscando complementar su interés por la escritura.

—Las cosas que yo hacía no iban a cambiar mucho porque entrara a la universidad, porque en ese momento ya escribía y estaba autopublicándome. Estudiar literatura quizá iba a ahogar un poco mi amor por la escritura. La filosofía también me gustaba mucho y sentía que podía tejer otras cosas más reflexivas. Pero finalmente me sigo dedicando a lo mismo desde que tenía 13 o 14 años.

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Desde chica, cuenta Daniela, siempre supo que su familia era mapuche. A veces escuchaba a su padre o a su abuelo utilizar algunas palabras en mapudungún, pero no mucho más que eso. Su mayor conexión ocurría en los veranos cuando iban al sur a visitar la comunidad donde aún vivían algunos de sus primos y tíos.

—Mi bisabuela vivía ahí, Ella no hablaba castellano. Allá veía la relación con los animales, con la tierra, porque donde yo nací no había espacios en los que pudiéramos interactuar con los animales ni la naturaleza. Asistí a algunos ritos que hacía mi bisabuela, pero yo no sabía muy bien lo que significaban o lo que estaba haciendo —recuerda.

Tampoco, dice, se lo cuestionó tanto. A medida que fue creciendo fue tomando más conciencia y entendió un poco más la realidad de su familia. En un momento recuerda que le preguntó a su padre por qué había dejado de hablar su lengua.

—Ahí comprendí que tenía que ver con lo que le pasó al llegar a Santiago. Mi papá me contó el bullying de racismo que recibió cuando niño. Le pegaban sus compañeros, lo trataban distinto, le tenían sobrenombres, no fue un lugar amable para ser mapuche. Era algo doloroso y no hablar su lengua no era una decisión para chilenizarse, sino que tenía que ver con los actos racistas que había experimentado desde la infancia.


¿Personalmente has vivido discriminación o racismo por ser mapuche?
—Hay actos que he visto más de grande que cuando era más chica. Mi historia no es la de mi papá, no me tocó migrar y muchos de mis compañeros en la básica eran mapuche. Vivíamos en una población donde había más gente que había migrado. Lo que sí existía era cuando mencionaban tu apellido, cuando el apellido se hacía patente, ahí había diferencias. A veces la gente se reía porque no lo podían pronunciar bien.

Cuando Daniela tenía 19 años ocurrió un hecho familiar que la hizo ver otras dimensiones respecto a ser mapuche: un tío de su padre murió, según relata la prensa de la época, tras un enfrentamiento con carabineros.

—Los medios tergiversaron lo que sucedió en ese momento. Recibíamos fragmentos de la noticia, había mucho dolor todavía como para asumirlo de un modo distinto. A mí me fueron contando de forma anecdótica lo que había pasado. Me fui enterando cuando fui creciendo.

Sin embargo, dice, fue algo que comenzó a cambiar su mirada.

—Uno deja de ser más inocente respecto a la pertenencia de un pueblo, vi otras cosas y empecé un proceso de politización. Comencé a ser un sujeto político que habita un lugar donde todavía hay una violencia estructural, racista y colonial. Eso se ve en gestos prácticos: desde risas por tu apellido, hasta que cualquiera se atreve a decirte lo que quiere porque eres mapuche. Para nosotros es muy común. Si prendemos la tele hoy, vas ver que somos terroristas y narcotraficantes de forma generalizada. La chilenidad no asume que hay una heterogeneidad en nuestro pueblo y tampoco asume que no necesariamente vamos a ser catalogados de la forma en que la televisión o los libros de historia nos han querido ver.

Cuando prendes la TV, ¿qué piensas sobre lo que está pasando ahora en La Araucanía, respecto a la quema de camiones, fundos y casas?
—Creo que lo sucede es que no hay un diálogo profundo ni real. Ningún gobierno se ha querido hacer cargo de ese diálogo intercultural con el pueblo mapuche. Creo que se ha dicho durante mucho tiempo en las comunidades: por lo que se está luchando es por la recuperación territorial contra la usurpación de tierras y contra el extractivismo voraz. Más allá de que la prensa de alguna forma constate hechos que son de ciertos grupos, creo que también eso hay que investigarlo. No creo totalmente lo que dice la prensa con respecto a la quema y las acciones que se han generado el último tiempo, porque sabemos que hay muchas pruebas que no han sido investigadas, que hay hermanos que pasan presos muchos años antes de que sean dejados en libertad porque no había pruebas suficientes.

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Tras la muerte de su tío, cuenta, su familia enfrentó a través de conversaciones el duelo y lo que significó para ellos

—La conversación está ligada a los procesos de memoria, de historia y de sanación. En mi familia, como en tantas otras, ese ha sido el lugar político que tienen para poder compartir lo que sienten, Es poder sentarse en la mesa y hablar sobre su propia historia y las heridas que hay. Y al dedicarme a la escritura, al ser mucho más curiosa, por querer recabar archivos, por tratar de investigar, quizá yo he removido ahí hartas piezas para que podamos hablar más abiertamente de algunas cosas que pasan— explica Daniela.

La inspiración detrás de sus textos, dice, está en ir recolectando historias cotidianas y familiares. Hace una especie de indagación arqueológica a sus raíces. No solo desde los relatos, también con archivos, revisando desde documentos del Registro Civil hasta títulos de merced.

Cuenta que mientras estudiaba filosofía en la universidad encontró herramientas que la ayudaron a mirar con otro punto de vista los materiales de archivo y que han sido un complemento en su escritura. También su paso universitario la conectó con pensamientos más contemporáneos, como el feminismo, al punto de formar el Colectivo feminista mapuche Ranginñtulewf.

—Nuestra primera motivación era mantener puentes entre algunos feminismos que nos interesaban, sobre todo los antirracistas, comunitarios, coloniales, con la mirada del pueblo mapuche. La mayoría de nosotras trabajaba en espacios universitarios o de disidencia sexual, que estaban generando los primeros protocolos contra el acoso y secretarías de género.

A pesar de que en un inicio todas se consideraban feministas, explica Daniela, con el tiempo algunas dejaron de identificarse con el movimiento y optaron por no llamarse feministas.

—Quisimos centrarnos en lo mapuche y, por otra parte, en ser un pueblo diaspórico. Muchos no nacimos en las comunidades y queremos generar tejidos con otros pueblos.

Una de las maneras de hacerlo ha sido a través de la revista digital Yene (ballena), en la que han compartido varios escritos con otras miradas, donde lo que les interesa es la alianza entre los pueblos.

Daniela aclara que ella sí se considera feminista, y es uno de los lugares desde dónde puede escribir de forma crítica. Su último trabajo es una pieza audiovisual en la que rescata la historia de una mujer: su abuela mapuche. También está escribiendo una novela que entrecruza ficción con la historia de su tío asesinado y un libro de poemas sobre el lago Budi, ubicado en La Araucanía.

—A mí me interesan estas esquirlas de memoria que han quedado desperdigadas. Cualquier pueblo diaspórico ha perdido bastante de lo que tuvo en algún momento. Son como estas semillas que de alguna manera uno va recolectando y hace que puedan brotar de nuevo. No es un trabajo individual, sino que uno colectivo. Escribo, pero con las historias que me cuentan mi papá, mis abuelos, mis tías. Voy haciendo una reconstrucción cartográfica pero literaria. Es también un ajusticiamiento para mí. Uno hace justicia también a partir de las voces de quienes fueron anónimos durante mucho tiempo. Yo ahora puedo hablar también por esas voces.



 

 

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