Política del temblor
Diamela Eltit
El País de España. 8 de mayo de 2010
Cómo pensar o qué pensar después que la naturaleza, en su sentido más material, manifestó su poder para recordarnos que tiene un poder incalculable. Activo o siempre latente. Un poder tan alucinante que su rigor concita a la muerte en su dimensión más metafísica. Un poder que se presenta para arrasar las técnicas y desactivar las tecnologías.
El extenso terremoto chileno que afectó a más de la mitad del país, seguido por un impresionante tsunami, se llevó cientos de vidas, derribó ciudades, pueblos y a parte importante de los bordes costeros. La naturaleza habló de manera implacable tal como si un conjunto de dioses furibundos, habitantes de un universo arcaico, se hubiesen propuesto un castigo que derribara la confianza o la creencia en la modernidad y el progreso humano.
Un terremoto y un tsunami que acudieron junto con la exactitud de un tiempo político agitado y paradójico. Sí, porque en la lectura que provoca la aglomeración de los signos se establece una conexión entre el fin de la era concertacionista chilena y esta dramática catástrofe "natural" que llegó con su escritura ininteligible, ya para cerrar un ciclo político y social o bien para inaugurar otro. O quizás para ambas posibilidades. Despedida y saludo simultáneamente.
Después de la dictadura chilena marcada por crímenes y abusos a la ciudadanía por agentes del Estado, y la depredación oportunista de las empresas públicas, la Concertación a lo largo de veinte años, en un proceso difícil, impuro, marcado por la perpetua negociación con la poderosa derecha nacional, intentó la reconstrucción ciudadana que había sido negada por las fuerzas militares. Se abocó a modernizar, disminuir la pobreza y a convertir a Chile en un paradigma de eficiencia y estabilidad.
Sin embargo, esa estabilidad y esa eficiencia arrastran contracaras y fisuras. El neoliberalismo como eje supremo de bienestar se sostuvo en una desigualdad incontrolable. Los ricos cada vez más ricos, encerrados en sus privilegiados barrios que les proveen de cada una de las necesidades: colegios, clínicas, universidades, restaurantes, tiendas exclusivas. Y en la otra orilla millones de chilenos sostienen a sus familias mediante deudas pagadas con intereses que pueden ser considerados usureros. Millones de vidas a crédito, despolitizadas por los pagos incesantes y el disciplinamiento multifocal de una televisión banal, esmerada en inocular sentimentalismos y convertir los chismes y las vidas privadas en instrumentos perfectos para una dominación alienante.
La ausencia de debates, el terror a la reflexión, la insistencia en una cultura comercial fundada en la decoración, la hegemonía de los lugares comunes, el centralismo de una intelectualidad funcional, fueron perforando la continuidad de la Concertación. La exclusión de los jóvenes, la marginación de los pueblos indígenas, marcaron un camino favorable a una derecha plagada de religiosidad, discursos nacionalistas y devoción empresarial.
Michelle Bachelet, la primera presidenta de Chile, carismática, inteligente, sencilla, volcada a los problemas sociales, no consiguió la permanencia de la Concertación. Aunque contó con un nivel de aceptación asombroso, las preferencias electorales se inclinaron (con una ventaja de sólo tres puntos) al candidato de la derecha que era en realidad quien mejor representaba el "alma" neoliberal en que se ha basado el intensificado modelo económico. La ciudadanía eligió a un empresario multimillonario que pregonó con optimismo sus objetivos fundados en el futuro y el cambio.
Antes de la trasmisión del mando, el presidente electo, Sebastián Piñera, mostró hasta el paroxismo su imagen más deportista, cabalgó, piloteó su propio avión, buceó, nadó, jugó tenis o fútbol, siempre luciendo tenidas exclusivas para inscribir así un mandato que se deseaba hiperpersonalista, lujoso, glamoroso, liberal pero con un discurso que citaba y agradecía constantemente a Dios. Designó como ministros a numerosos gerentes de empresas y anunció un gabinete con los "mejores".
El terremoto y el tsunami del 27 de febrero hicieron trizas la esperanza.
A sólo doce días del inminente cambio de mando, la eficiencia, el progreso, el buen curso del país experimentó los tres minutos más destructivos de su historia. En sólo tres minutos miles de edificaciones estaban en el suelo o con daños estructurales y en esos mismos tres minutos el mar, que ya no era Pacífico, iniciaba su estremecedor proceso de aniquilación. La muerte, el pánico, los saqueos sembraron la anarquía en la ciudad de Concepción que se transformó en el epicentro más alegórico de la crisis. El estupor de la caída, los errores técnicos, multiplicaron la incomunicación porque desapareció la energía eléctrica, el agua, las redes telefónicas fijas y los celulares. La tecnología mostró su fracaso frente al poder telúrico.
El sueño chileno del éxito estaba en el suelo.
El 11 de marzo la trasmisión del mando presidencial entre Michelle Bachelet y Sebastián Piñera volvió a escenificar la fragilidad. Justo en medio de una ceremonia solemne, las impactantes réplicas (algunos hablan de un segundo terremoto) alertaron a la población ya demasiado afectada y también provocaron alarma entre los invitados internacionales que nunca habían experimentado un sismo. Política, naturaleza y destrucción parecían escribir un libro asombroso para los análisis del porvenir.
Ahora hay que reconstruir parte de Chile. El presidente Piñera tuvo que renunciar al deporte y al glamour. Hoy usa un traje rojo de ferretero decorado con el escudo nacional.
Es trágico pensar en las víctimas y en los damnificados. Pero el libro todavía no se cierra. La verdad es que millones de nosotros conservamos un miedo atávico o literario o mítico ante las réplicas (políticas y naturales) que se nos avecinan.
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Diamela Eltit (Santiago de Chile, 1949) es novelista, crítica y profesora de UTEM, Chile, y Universidad de Nueva York. Su último libro es Jamás, el fuego nunca.