
        
          Entrevista a Diamela Eltit
          Reinar en los márgenes
        Por Matilde Sánchez
 
              www.revistaenie.clarin.com/
            
        
        Un día hablarán de ella con la devoción que hoy despiertan Clarice Lispector   o Silvina Ocampo, en familiaridad plena con sus libros. Van a cubrir de elogios   a Diamela Eltit, aunque este todavía sea el tiempo absurdo de ponderar su obra y   edificar la defensa. La más audaz entre los novelistas chilenos era la segunda   finalista más firme para el premio Rómulo Gallegos, con Impuesto a la   carne. Nacida en Santiago, Eltit irrumpió en la narrativa con una   primera novela que desconcertó por sus vanguardismos. Lumpérica (1983) tiene de racconto directo y también es un guión que transcurre   en una capital machacada por la miseria: era una apuesta estética que prescindía   por completo del mercado de la denuncia, en el auge del pinochetismo. Más tarde   llegaron otras novelas y libros de género híbrido que se cuentan entre sus   páginas más perturbadoras: El padre mío, un soliloquio sobre   grabaciones tomadas a un mendigo esquizofrénico de la periferia urbana, que   acompaña imágenes de la artista Lotty Rosenfeld, y El infarto del   alma, con fotos de Paz Errázuriz, sobre testimonios tomados a internos   del manicomio de Putaendo.  
            
          Eltit conforma su poética radical en base a   la fragmentación del relato y rupturas de la sintaxis: su hilo es una voz   poética ajena al yo tradicional, sin rastros de sentimentalismo. La unidad de la   historia suele perderse o sufrir cortes y ser retomada con sutiles ecos   encantatorios. La destacada crítica chilena Nelly Richards, que siguió su obra   desde cerca, sintetiza que la obra de Eltit examina las secuelas del capitalismo   en el cuerpo. En su Alegorías de la derrota, otro crítico, el   brasileño Idelber Avelar, consagra un capítulo a Los vigilantes y Lumpérica, dos “antinovelas”, y observa que esta “anunciaba   de forma críptica y clandestina la imagen de una ciudad reconquistada para la   experiencia.” No existe en la ciudad una Historia, a lo sumo escenas nacionales   de voces saqueadas. Pero en esa degradación reina un lirismo recio, pudoroso. 
  
          Los microcosmos urbanos están en el centro de su obra. En Mano   de obra, la urbe cabe en un supermercado, cuya flexibilizada población   está en lucha por sus “feroces puestos de trabajo”: en esta novela, el tiempo de   vida se superpone por completo a la explotación, una biografía equivale a un   segundo en el gran ciclo del capitalismo. Impuesto a la carne,   su última novela, alude a una ley que efectivamente existió en Valparaíso en   1906 y desató una protesta popular. Si en la obra de Eltit el cuerpo es   territorio político, en esta novela es aún más literal. En el hospital donde   transcurre –hospital como quien nombra “la nación, el país o el territorio”–,   los enfermos no tienen cura. A diferencia de El cuarto mundo,   con el punto de vista de unos gemelos concebidos en violación, aquí dos   enfermas, madre e hija –¡viejas de doscientos años o más!– monologan mientras se   conmemora la efeméride. Están integradas a modo de siamesas imperfectas, un   fenómeno; quizá una es apéndice atrofiado de la otra.
  
    -Desde tu   primer libro a este, se ve el proyecto entero y la constitución de una poética   que se liberó del discurso crítico. Avelar destaca tu “incorporación reflexiva   de la derrota” política y cultural ante el pinochetismo.
          -Es que   cuando empecé a escribir, ¡Pinochet estaba “activamente vivo”! Yo cerré mi mundo   muy temprano en la literatura pero solo conocía la democracia de Frei padre y   Salvador Allende cuando el golpe de Pinochet. No tenía idea de qué cosa era una   dictadura. Aunque tengo una identidad de izquierda, pues mi madre era comunista,   nunca fui militante. En los 70 se produce la gran diáspora y quienes nos   quedamos, tuvimos que armarnos bajo los parámetros de la censura. Entonces   resultó muy drástico para mí el cambio social; vimos precipitarse la historia en   unos pocos años. Lo llamativo para mí como escritora fue que en ese quiebre, lo   no dicho pasó a ser crucial: lo más importante estaba en lo que no se nombraba.   El deseo de lenguaje es el lenguaje mismo y su concreción, cómo llegar a él,   porque el lenguaje siempre se persigue a sí mismo –esto hizo que el silencio   pasara a ser muy elocuente. Uno registraba qué decían quienes hablaban,   atendiendo a quiénes callaban. La realidad también se volvió extrema,   “beckettiana” o teatral. Yo me formé en eso.
        -¿Qué literatura leías en los años de represión? Quiero decir, no te   exiliaste para escribir una novela de denuncia ni un policial negro sobre la   DINA.
          -Bueno, claro. Todavía hoy a mí me cuesta escribir el apellido   Pinochet... Es que el relato de la represión estaba en todas partes y cualquier   recorte que un artista pudiera ofrecer empobrecía el relato mayor de lo real.   Entonces yo me identificaba mucho con dos autores, Juan Rulfo y Samuel Beckett.   Apreciaba El obsceno pájaro de la noche, claro, pero no   terminaba de identificarme con Donoso ni con otros autores del boom. Onetti me   gustaba pero su oscuridad se exhibe en grandes escenarios. En cambio, Rulfo era   superior, con tan poquito conseguía tanta desolación...
         -Tus   primeros libros fueron atacados por herméticos. Su vanguardismo se proponía una   táctica de autonomía literaria en un contexto de censura. 
              -Con Lumpérica sufrí un vacío de recepción, era una novela anómala.   Al principio me aterroricé con los reclamos de inteligibilidad pero después   decidí seguir adelante; en algún momento yo había imaginado que podía ser una   autora centrista o al menos que mi obra podía leerse de una manera consensuada.   Pero hoy veo claramente que mis libros transitan por un lugar aledaño; no me   hago la incomprendida y eso debe verse así. Siempre tuve con la literatura una   relación de gratuidad, que a la vez es menos esperanzada; nunca me propuse vivir   de mis libros ni ser bestseller. Con el tiempo supe que podía habitar una franja   donde se encuentran otros excéntricos en su momento, que hoy son bien visitados,   como Felisberto Hernández. Seguí en lo mío, cada vez con más claridad, en la   orilla. Y cuando lo acepté, se convirtió en una liberación, ya no tuve que   negociar con el mercado ni con los medios. Una literatura como empresa es una   cárcel.
         - En “Impuesto”, que transcurre en el Bicentenario, se   llama hospital a una tríada abierta: nación o país o territorio. Es una   república de enfermos a quienes, bajo la prédica de una cura, se toma como   elaboradores de sangre. 
              -Claro, como en Haití, ¿te acuerdas? Allí   parece que era literal…
              
              - En tu obra la relación entre Estado y   ciudadano casi siempre es extorsiva. Esta vez alude al sistema   mismo.
              -Quise seguir examinando las políticas del cuerpo en un   sentido más amplio; encuentro que es una marca de época. Las políticas del   hambre y la dieta, en tiempos de abundancia, los grandes esfuerzos físicos que   se nos exigen, el rito de los gimnasios; todo esto además atraviesa las clases   sociales. Son políticas de autocalvario, semejantes a las disciplinas   monásticas. También quise indagar el tema del consumo, el hecho de que en el   momento en que uno compra algo, siempre muy caro, ya no vale nada. Uno compra   objetos que se devalúan no bien son comprados.
         - En “El cuarto   mundo”, los protagonistas son unos mellizos fecundados en una escena de   violación. Ahora, la pareja central es una madre y una hija, que se convierten   en alegoría de hermandad nacional. El afuera está poblado de fans y barras   futboleras...
              - Me interesa la pareja madre e hija, es el vínculo más   débil de todos, a la deriva  –no sólo en la actualidad, sino en la historia. Y   la madre está dentro de la hija pero no sólo como una voz simbólica sino   concreta, biológica; está orgánicamente enquistada. Nunca termina de   sorprenderme la industria de la medicina; uno no sabe cuáles son sus límites.   Los nuevos pactos médicos, quiénes vivirán y quiénes no, las máquinas que te   hacen revivir. Hoy entre la vida y la muerte hay esperas, compases que antes no   existían.
              
              -Este es el libro más declaradamente antipatriótico, si   bien sus “tonos antinacionales”, para citar a Josefina Ludmer, no son de   diatriba sino ambivalentes. Las últimas líneas recuerdan algunos finales   suspensivos de Kafka.
              -Atendí mucho a los discursos oficiales del   poder, siempre tan vacuos, sobre estas efemérides que conmemora toda América   Latina. Es que nuestros países son los grandes reservorios de materias primas y   los chilenos no dejamos de tener la nuestra. Como ustedes tenían carne y ahora   la soja, nosotros vivimos del cobre. Y no vendemos el cobre trabajado sino la   materia misma. Aunque la explotación se privatizó al 50 por ciento, sigue siendo   nuestro capital nacional. Nuestro principal comprador es China. Todo esto lo   trabajé, en mi estilo demente, junto con la sangre. También me interesó otro   tema técnico: cómo conseguir una linealidad en el relato, dentro de la máxima   fragmentación de la escritura. Entonces jugué con la parte más artesanal de la   escritura. Me entretiene el juego, no tomármelo   dramáticamente.
        
              -Los fans son interesantes.
              -Bueno,   ya están castellanizados. En cualquier página de la Red, uno ve que figuras   seguidas por 200 mil fans... Viaja un artista y lo espera una multitud de   fans... Es que son una categoría nueva del público. Pero, como todo lo que hago,   el lunes me gusta, el martes lo odio y el viernes afortunadamente lo   olvido...
         -Tus lecturas críticas quedan registradas en la   narrativa, se las puede seguir.
              -Soy lectora de crítica pero no   tengo una cabeza teórica. Siempre sentí que tenía un vacío, había cuestiones   filosóficas centrales que me faltaban. Pero no quise privarme de esos libros, de   manera que decidí leerlos como novelas. Y me pasa a menudo el reconocer las   lecturas críticas en autores que amo; es evidente que Beckett leyó muy bien a   Freud, se advierte en su mirada de la figura materna. Luego ya no, Esperando a Godot es claramente posthumano. La   interpretación de los sueños me dejó con la boca abierta por su   capacidad de construir un relato como verdad. Ahora releo Das   Kapital; me agota pero me fascinan sus consideraciones sobre el tiempo   del trabajo.
         -En “Impuesto”, madre e hija encarnan la categoría   absoluta del subalterno –viejas, marginales y, sin embargo, fuente del commodity   sanguíneo.
              -Nunca he sido una feminista tradicional; suponer que Impuesto a la carne pueda leerse como un reclamo sobre la   condición de la mujer me produce el terror de ser estereotipada. Las mujeres   somos signos también y eso sí me interesa. Hemos sido los signos de una gran   reformulación social y sin embargo, tal vez no, no conseguimos cambiar nada y   somos sólo el signo que se reformula a nivel de discurso para que todas las   funciones tradicionales puedan continuar. Podríamos pensar incluso que las   mujeres estamos en otro estadio sociocultural y simbólico. Puede ser que la   sociedad siga modificándose desigualmente y que la supuesta liberación de la   mujer sea apenas una gran ficción. Esto es particularmente grave en el mundo   literario latinoamericano, tan arcaico. He estado con gente interesante y nunca   deja de ser espectacular como nunca se les cae el nombre de una autora. Ni   siquiera creo que haya voluntad de aniquilamiento. Esas autoras no están en su   imaginario. También hay muchas autoras que no nombran mujeres pues tienen   internalizada esa nómina. Se ve como que no conviene nombrar a otras, sólo se   nombran a sí mismas y se desaparecen. Salvo las literaturas comerciales, en las   que siempre se destacaron las mujeres. Son lugares extraños, asimétricos,   vulnerables. Es interesante; en un mundo que exige libertades, existe esta   población tan grande y asimétrica. Ahí puede haber una esperanza política; sin   embargo, el discurso político no apuesta a una real emancipación como factor de   cambio global. No pasa por mi cabeza la ambición de cambiar el mundo pero me   interesa creer en la capacidad de los sujetos más frágiles.