AUTORIDAD, MARGINALIDAD Y PALABRA EN “LOS VIGILANTES” DE DIAMELA ELTIT[1]
Por Mónica Barrientos
University of Pittsburgh
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La ciudad apestada, toda ella atravesada de jerarquía,
de vigilancia, de inspección, de escritura, la ciudad
inmovilizada en el funcionamiento de un poder extensivo
que se ejerce de manera distinta sobre todos los cuerpos
individuales, es la utopía de la ciudad perfectamente gobernada.
Michel Foucault
El discurso de la globalización, tan escuchado en estos últimos años, se conjuga junto al concepto de poder de una economía neoliberal donde “modernidad” y “marginalidad” se muestran como sinónimos. Cada día nos enfrentamos a diferentes formas
de colonización cultural, religiosa y política por técnicas avanzadas de comunicación que se presentan ante nuestros ojos como neutras y objetivas.
El espectacular desarrollo de las comunicaciones, las actividades audiovisuales y la electrónica facilitan que grandes poderíos económicos puedan crear sus redes comerciales las cuales extienden sus tentáculos por todo el planeta, gracias a la universalización del mercado, creadora y propagadora de modelos estereotipados que refuerzan la posición de los grupos dominantes. Junto a este escenario, se encuentra el otro lado de la efigie, aquellos que generan una crítica profunda frente a este modelo de dominación que, por momentos, parece infranqueable.
Una de estas figuras es el pensador francés Michel Foucault, quien generó, al final de sus estudios, el concepto de biopolítica para dar a entender que la “vida ha penetrado en la historia”, es decir, que la vida y lo viviente son las nuevas luchas políticas y las nuevas estrategias económicas como posibilidad de control[2]. Que la vida o lo viviente y sus condiciones de producción se hayan convertido en los desafíos de las luchas políticas es una novedad y una nueva mirada en la historia de la humanidad, donde “el hombre moderno es un animal en cuya política está puesta en entredicho su vida de ser viviente”[3].
Los adelantos técnicos y científicos han diseñado una nueva cartografía de los biopoderes que ponen en duda las formas mismas de la vida. Ahora bien, si las estrategias de poder toman a la vida como objeto de ejercicio ¿estamos en condiciones de resistir frente a esta avalancha técnica y científica que pretende manejar, o aun peor, manipular nuestra vida y nuestros cuerpos? Foucault plantea claramente que sí. Su investigación pretende determinar lo que en la vida resiste y las formas de subjetivación que escapan a los biopoderes:
“Se podría decir que el problema a la vez político, ético, social y filosófico que hoy se nos plantea no es intentar liberar al individuo del Estado y de sus instituciones, sino liberarnos nosotros del Estado y del tipo de individualización que este conlleva. Debemos promover nuevas formas de subjetividad rechazando el tipo de individualidad que se nos ha impuesto durante siglos”[4].
Desde esta perspectiva y bajo estos planteamientos que sirven de soporte para crear una fisura en el discurso narrativo hegemónico, tan propio de nuestras letras, es que ingresaremos a la obra Los Vigilantes de la escritora chilena Diamela Eltit. En la novela encontramos una alegoría del mundo occidental en crisis y su constante lucha, por medio del enfrentamiento familiar de una madre y su hijo con un padre ausente. En la obra encontramos dispositivos de poder que intentan producir formas de legitimación a partir de una serie de mecanismos o técnicas de sometimiento.
Desde el título mismo de la obra, “los Vigilantes” se refieren a una doble acepción[5]; por un lado vigilar, el que vigila, es decir, observa, acecha; por otro, el que vela o está despierto. De esta forma, el desarrollo de la obra será entre estos opuestos, entre este estado continuo de acecho, pero siempre atento y despierto a su despliegue. Por esta razón, se escoge la configuración epistolar, en forma de confesión-informe que será el discurso en el cual se desenvuelve la pugna.
La familia es uno de los dispositivos de disciplinamiento que mayor poder ejerce sobre los individuos y sus cuerpos[6]. Para Foucault, la familia es el soporte de las relaciones de poder y uno de los elementos táctico más valiosos[7]. En la actualidad se ha convertido en una célula donde los padres ejercen todo el poder sobre sus diferentes integrantes. Desde el momento en que los padres deben asumir el control parental e interno, se conecta con mecanismos externos, es decir, control dentro del espacio familiar que sería la casa, pero de acuerdo a formas, criterios y saberes externos. Por lo tanto, “la familia va a ser el principio de determinación, de discriminación de la sexualidad, y también el principio de enderezamiento de lo anormal”[8]. De esta forma, los padres se transforman en los principales agentes educadores que son apoyados del exterior por los pedagogos y psiquiatras. Desde este espacio íntimo, también surgen los nuevos personajes:
“la mujer nerviosa, la esposa frígida, la madre indiferente o asaltada por obsesiones criminales, el marido impotente, sádico, perverso, la hija histérica o neurasténica, el niño precoz y ya agotado, el joven homosexual que rechaza el matrimonio o descuida a su mujer”[9].
Todas figuras anormales de perturbación o perversión que son los primeros candidatos de evaluación y observación científica y religiosa.
La familia, como núcleo central de la sociedad, se materializa y simboliza en una de las formas más antiguas de protección: la casa. Desde una perspectiva simbólica[10], la casa tradicionalmente se ha considerado como un elemento femenino donde se relaciona con el cuerpo y el pensamiento. Por esta razón, se transforma en uno de los elementos más significativos, ya que la casa refleja en su distribución, en su materialidad, a los componentes de la familia de cualquier cultura. Los adornos seleccionados, la disposición de los muebles, los aromas, etc. Todos estos elementos constituyen a la familia.
Bajo esta mirada, la novela, tiene como escenario la casa de la madre y su hijo, lugar de encierro en que la madre se enclaustra para soportar la mirada y vigilancia externa de sus vecinos que cuestionan su forma de vida, ya que ellos “sostienen que la ciudad necesita de una ayuda urgente para poner en orden la iniquidad que la recorre” (p. 41)[11]. Este encierro promueve un estado consciente y permanente de exposición que contribuye al funcionamiento del mecanismo disciplinario.
Para analizar las formas de control, nos centraremos en la figura del Panóptico de Bentham, ya que este sistema arquitectónico y óptico puede ser aplicado a todo establecimiento donde, en los límites de un espacio determinado, es necesario mantener bajo vigilancia a los individuos. Es un modelo de vigilancia y control, como una figura de tecnología política, que fue creado como proyecto de una prisión en Francia a fines del siglo XVIII, donde no sólo se tiene una mirada omnipresente, sino una ordenación y limitación del espacio donde se fija a los individuos en lugares observables. El vigilante puede observar lo que sucede en cada habitación, donde la mirada se fija en los cuerpos o se presume la existencia de ellos. Por lo tanto, se actúa sobre los cuerpos, se restringe y distribuye los espacios, se legisla sobre la fisiología o el sueño; en este dispositivo todo es vigilado y castigado en atención a una jerarquía que es aparentemente difusa.
Foucault, en Vigilar y Castigar[12], introduce el concepto de anatomía política para designar las huellas que deja impresa en el cuerpo la aplicación disciplinaria, y a cuyo arreglo, es capaz de modelar una anatomía corporal puesta al servicio de ciertas operaciones, ejercicios y técnicas orientadas a la eficacia y la rapidez. La disciplina fabrica cuerpos sometidos y ejercitados, es decir, cuerpos dóciles, maleables, utilizables con fines precisos. La anatomía política es entonces, el resultado en el plano corporal del conjunto de disciplinas y técnicas aplicadas a los cuerpos. La anatomía del cuerpo ingresa en un circuito de simbolización, en un espacio de significación que está puesto al servicio de una tarea que debe llevarse a cabo según ciertos criterios de eficacia predeterminados.
De esta forma, en la novela, la casa-prisión pierde su condición tradicional de protección, seguridad o útero materno y se convierte es un espacio de sometimiento constante. Ya no es el lugar de recogimiento y seguridad que alberga a la familia, sino que el lugar de encierro y sujeción “en que el frío penetra por cada uno de sus intersticios” (p.26) y que puede provocar la expulsión hacia un afuera desconocido “donde está plegándose una extrema turbulencia” (p.27). La casa alegoriza la crisis de la familia moderna donde el padre ausente ya no cumple su rol protector de asilo y cuidado hacia los suyos, sino que provoca la opresión. Desde esta perspectiva, es acertado el planteamiento de Rodrigo Canovas al considerar esta obra dentro de aquellas que tienen como figura central la del huérfano, aquel sujeto vaciado de contenido que exhibe una carencia primigenia:
“(...) donde los componentes –padre, madre, hijo- reproducen, desde su lugar simbólico particular, un sentimiento de absoluta precariedad por la cual se deconstruye el paisaje nacional”[13].
El quiebre familiar simboliza el quiebre social donde “está plegándose una extrema turbulencia” (p.27) de una ciudad que enloquece cada vez más.
La opresión que ejerce el padre se da por medio de una paradoja, ya que es una presencia ausente. Por un lado, él no habita la casa, sino que en forma indirecta ejerce una vigilancia a través de su madre y los vecinos. Por otro, a través de las cartas de respuesta de la madre, se puede observar el grado de presión psicológica en que está siendo sometida:
“Pero, ¿cómo te atreviste a escribirme unas palabras semejantes? No comprendo si me amenazas o te burlas. ¿En qué instante tu mano propició unas acusaciones tan injustas?” (p.27)
Estas acusaciones serán una constante en toda la obra, lo que provocará el cercamiento cada vez mayor de la red de vigilancia que somete a la madre.
El Padre de Occidente
El modelo del panóptico necesita de un vigilante que esté constantemente fijando su mirada hacia aquellos que albergan las habitaciones. En la novela, la vigilancia se representa por medio de una ausencia que solicita rigurosamente explicaciones detalladas del accionar de la familia y que obliga a la madre a escribirlas. Los lectores reconocemos a esta figura como el destinatario de las cartas, el esposo y juez que deslegitima el universo materno para construir “con la letra un verdadero monolítico del cual está ausente el menor titubeo” (p.51).
Este ejercicio de la letra se inicia con el “Amanece”, segundo capítulo de la obra en que la madre toma la palabra[14] para intentar crear un discurso configurado dentro de los cánones legitimadores . Este vigilante tiende sus redes de poder por medio de la creación de un discurso logocéntrico, masculino, lineal, ya que obliga a la madre a informarle, a través de las cartas, del estado actual de las cosas. Las epístolas se inician para informar acerca de temas cotidianos, pero a medida que avanza el intercambio éstos van tomando la forma de una confesión. Es necesario recordar que para Foucault, la confesión es una de las prácticas de disciplinamiento más antiguas y más arraigadas en Occidente[15]. El sistema de la confesión tiene como finalidad la obligación de decir la verdad sobre sí mismo ligado estrechamente a las prohibiciones sexuales. Es un dispositivo de poder y saber en que el confesor, por medio de técnicas específicas, hace hablar acerca de lo pensado, lo dicho, lo realizado y lo no realizado, es decir, acerca del pensamiento, palabra, obra y omisión, de modo que el acto de enunciar las faltas sea exhaustivo. Es por ello que en occidente se convirtió en una de las técnicas más altamente valoradas para producir lo verdadero, ya que:
“la confesión difundió hasta muy lejos sus efectos: en la justicia, la medicina, la pedagogía (…) se confiesan los crímenes, los pensamientos y deseos, el pasado y los sueños, la infancia (…) la gente se esfuerza en decir con la mayor exactitud lo más difícil de decir”[16] .
La confesión es un ritual de discurso que se realiza en un proceso de relaciones de poder, pues se necesita un otro (aunque sea virtual) para que se realice la producción de discurso confesionario, el cual interviene para juzgar, castigar, perdonar o conciliar. Así, este procedimiento se caracteriza por la expiación de una culpa, ya que se confiesa aquello que se considera negativo para sí y para el resto, pero ¿cómo y desde qué lugares se idearon las políticas del cuerpo? Principalmente desde la "racionalidad" moderna de Occidente. Tal racionalidad tendió a ser una teoría formal y generalizada de las "ideas de razón" aplicables científicamente al caso individual. Pero tal supuesta cientificidad fue valorativa, pues la racionalidad moderna tiene principios prefijados en torno a lo que debe ser el cuerpo y rechaza, castiga, lo que considera "desviado" (como la homosexualidad). Además, la racionalidad moderna se considera justa y, por lo tanto, desarrolla instituciones y normas que se ocupan de castigar como por ejemplo, las cárceles.
El discurso confesional en la novela se presenta como un informe detalladamente exhaustivo acerca del comportamiento junto a los desamparados, desobedeciendo la orden impuesta. Esta actitud provoca la crítica de los vecinos y sus familias quienes no dudan en elaborar cargos en su contra. Frente a esta situación, la madre decide escribir, incluso sabiendo “que las cartas que te escribo van formando parte de las pruebas” (p.99).
El discurso materno de la novela intenta explicar diferentes aspectos de su vida privada, incluyendo sus propios sueños. El intercambio epistolar, del cual conocemos sólo las cartas enviadas por la madre, nos muestras de qué manera el discurso mismo va sufriendo alteraciones frente al constante agobio de “hacer hablar”. Primero se informa del espacio íntimo y los motivos del encierro provocado por la expulsión del hijo de la escuela por una falta que “parece imperdonable” (p.27), es decir, la salida de un lugar de normalización de la conducta y los saberes. Este episodio origina las amenazas del padre quien cuestiona el modo de vivir de la madre. La vigilancia del padre se extenderá hacia fuera de la casa, haciendo que los vecinos también cumplan con esta función. Así, mientras la madre escribe en vigilia su informe-confesión, los vecinos “han conseguido convertir la vigilancia en un objeto artístico” (p 37), reforzando la ley y limpiando la esfera pública de los desposeídos y marginados. La participación del resto de la ciudad en la situación de vigilancia tiene una directa relación con el proyecto purificador que Occidente pretende implantar, en el cual todos aquellos marginados u opositores deberán ser excluidos de la ciudad. Así, “los vecinos luchan denodadamente por imponer nuevas leyes cívicas que terminarán por formar otro apretado cerco” (p.64).
Por este motivo, las redes de vigilancia que ha logrado crear el padre también se extienden hacia la ciudad. En este sentido, podemos observar en la novela que mientras el padre envía diferentes vigilantes a la casa (vecinos, su madre), la ciudad ha comenzado un cambio turbulento de un nuevo orden, en la cual “los vecinos sostienen que la ciudad necesita de una nueva ayuda para poner en orden la iniquidad que la reconoce” (p.41). Por esto, la globalización y sus formas de disciplinamiento de los cuerpos están cercando la ciudad. Es necesario crear un nuevo orden, una nueva forma de vida y para ello se sirve de la figura del padre como símbolo del poder masculino y represivo. Este nuevo escenario necesita de técnicas violentas y definitivas que traerá la exclusión de aquellos que no se ajustan a este nuevo panorama, a “las nuevas leyes que buscan provocar la mirada amorosa del otro lado de occidente” (p.41), esto es, la irrupción del capitalismo en el modelo occidental, en la sociedad moderna neoliberal acrítica[17] que seduce a la población con su oferta material y discursiva. Por ello, la madre y los desamparados de la ciudad serán los primeros excluidos.
El asalto de los desamparados
Para Foucault, las relaciones de poder no son jerárquicas ni de padecimiento, sino que lo importante es determinar lo que en la vida le resiste, y al resistírsele, crea formas de subjetivación y formas de vida que escapan a los poderes. De este modo, se cuestiona el poder no desde las formas de legitimación y obediencia, sino a partir de la libertad y la capacidad de transformación que todo ejercicio de poder implica. Esto significa que es necesario hacer valer la libertad del sujeto en la constitución de la relación consigo y con los otros[18]. Esta acción convierte, en definitiva, al ser humano en un “sujeto político”, en el cual su dinámica será descrita, a lo largo del desarrollo de la búsqueda, como la emergencia de una potencia múltiple y heterogénea de resistencia y creación que pone radicalmente en cuestión todo ordenamiento trascendental y toda regulación que sea exterior a su constitución. El nacimiento de los biopoderes y la redefinición del problema de la soberanía son comprensibles sólo sobre esta base.
Foucault demuestra cómo las técnicas de poder cambian en el momento preciso en el que la economía (en tanto que gobierno de la familia) y la política (en tanto que gobierno de la polis) se integran la una en la otra. Los nuevos dispositivos biopolíticos nacen en el momento en el que se plantea la cuestión de:
"la manera de gobernar como es debido a los individuos, los bienes, las riquezas, como puede hacerse dentro de una familia, como puede hacerlo un buen padre de familia que sabe dirigir a su mujer, a sus hijos, a sus domésticos, que sabe hacer prosperar a su familia, que sabe distinguir para ella las alianzas que le conviene. ¿Cómo introducir esta atención, esta meticulosidad, este tipo de relación del padre con su familia dentro de la gestión de un Estado?"[19]
El poder es de este modo definido como la capacidad de estructurar el campo de acción del otro, de intervenir en el dominio de sus acciones posibles. Esta nueva concepción del poder muestra aquello que estaba implícito en el modelo de la batalla y la guerra, pero que aún no hallaba una expresión coherente, es decir, que hay que presuponer, para pensar el ejercicio del poder, que las fuerzas implicadas en la relación son virtualmente libres. El poder es un modo de acción sobre sujetos activos y libres.
En este marco, que los sujetos sean libres significa que ellos tienen siempre la posibilidad de cambiar la situación, que esta posibilidad existe siempre.
Por lo tanto, en la novela, la figura de la madre y los marginados de la ciudad se transforman en una potencia múltiple y heterogénea de resistencia y creación que ponen en cuestión todo ordenamiento y toda regulación que sea externa a su constitución misma.
La desobediencia y la trasgresión a la ley la podemos encontrar en la figura de los desamparados, aquellos marginados de este nuevo mundo que “pretender aniquilar el orden que con dificultad la gente respetable ha ido construyendo” (p.83). Estas figuras corresponden a lo que Foucault ha llamado el “individuo a corregir” o, en el mejor de los casos, “el incorregible”, es decir, la persona en el cual “fracasaron todas las técnicas, todos los procedimientos, todas las inversiones conocidas y familiares de domesticación mediante las cuales se pudo intentar corregirla”[20]. Los desamparados son aquellos sujetos anormales actuantes y libres que ejercen acciones sobre ellos mismo y sobre los otros, ya que se presentan como “engendros sobrevivientes de incontables penosas experiencias” (p.107). Tiene la posibilidad de revertir la situación con su sola presencia porque “se sentían majestuosos a pesar del infortunio de sus carnes e insistían en impugnar a los que buscaban monopolizar las ruinas que devastaban sus figuras” (p 106).
El hijo es otra de las figuras que no se somete al acoso del padre y se encuentra en una zona aun más marginal con su habla atrofiada y su condición larvaria. Este personaje abre y cierra la novela a través de dos monólogos sustentados en el cuerpo, principalmente en lo relacionado a la boca, es decir, la baba, la leche y las lágrimas. Su figura se ubica en los limites de lo humano y constituye el dominio de lo abyecto. Es necesario indicar que para Julia Kristeva[21] lo abyecto es una categoría variable dentro del campo cultural contra la cual se constituye lo humano. Los códigos culturales dominantes cancelan lo que socialmente se entiende como una perturbación del orden, de la identidad y del sistema. Lo abyecto atenta contra la normalidad y las prácticas significantes de un campo cultural. De esta forma, el hijo en su deseo por la madre rompe las fronteras del cuerpo al hacer de los fluidos, como la saliva- baba, un vínculo con la madre y con su cuerpo. Como se había dicho anteriormente, este personaje inicia y cierra la novela por medio de un habla trabada de dos monólogos donde anuncia que “mi cuerpo habla. Mi boca está adormilada” (p.13). El niño muestra la fractura de su cuerpo en el quiebre de su discurso que intenta comunicar porque no quiere entender. El discurso residual del hijo presagia la caída de la madre donde “las palabras que escribe la tuercen y mortifican” (p.17)
El niño es el ser más desamparado de la obra y el más subversivo a la vez. Se oculta en sus vasijas, no genera un discurso racional, es expulsado de la escuela y “realiza con su cuerpo una operación científica en donde se conjugan las más intrincadas paradojas” (p.52). Su figura corresponde a lo que Foucault denomina el “monstruo humano”, un fenómeno extremadamente raro y difícil de definir. “Es el límite, el punto de derrumbe de la ley y, al mismo tiempo, la excepción que sólo se encuentra, precisamente, en casos extremos. Digamos que el monstruo es lo que combina lo imposible y lo prohibido”[22] El niño enfoca su mirada del mundo únicamente en el juego y el baile, en ese desperdicio de tiempo mal gastado en función del placer mientras la madre intenta escribir. El juego se convierte en un modo de escape de la vigilancia continua a la que está sometido. En estos momentos, el carácter retrasado del niño se transforma en sabiduría ancestral, ya que el juego del niño tiene una lógica propia y secreta que ni siquiera su madre es capaz de interpretar:
“ Tu hijo, al parecer, ahora quedó atrapado en ese juego pues las vasijas lo rodean con una peligrosa exactitud. Yace en el medio de sus objetos igual que el capturado de la plaza que se apresta a subir a la horca o a la hoguera, con un leve temblor, como si advirtiera que se extiende un clima funerario por las calles” (p.79)
Este hijo irá en un proceso reverso de evolución, donde las vasijas se convierten en símbolo del encierro y protección del vientre materno[23], pero sobre todo, el la materialidad de las vasijas, es decir, de la greda, agregar otro sentido al juego del niño, ya que tiene una relación con el hacer artesanal. Cuando el niño entiende algo, intenta comunicar este conocimiento por medio de un algo primario, ancestral, propio del hacer manual. El hijo es la salvación y la promesa de la caída hacia un lugar que se encuentra fuera del nuevo orden por medio de un “juego humano con bordes laberínticos que contenía nuestro único posible camino de regreso” (p.116). Territorios desterritorializados por actos incestuosos y prohibidos que articulan una escritura marginal. Viaje clandestino hacia los bordes donde se pierde el rostro oficial en beneficio de la alteridad periférica de lo femenino. Devenir-otro, línea de fuga que pone el cuerpo de la mujer al otro lado de la barricada oficial donde la salida del mundo vigilado es posible sólo a través de la unión corporal y el intercambio de discursos entre la madre y el hijo.
La escritura perversa
Otra forma de trasgresión se encuentra en la figura de la madre y su informe-confesión, es decir, en el discurso escritural. Hablar de la escritura es introducirse en un tema que ha sido muchas veces estudiado tanto en la actualidad como en la antigüedad.
Lo primero que se debe tener en cuenta al hablar de escritura, es que ésta se encuentra en la clásica oposición al lenguaje. A lo largo de la historia ha existido una primacía de la conciencia que se establece por medio de la voz, es decir, que existe una presencia de la conciencia a sí misma y del sentido en la conciencia del que habla. De esta forma la voz tiene una relación esencial con el pensamiento que la tradición occidental ha traducido como una unión indisoluble entre el pensamiento -logos- y la voz -foné. En esta relación intrínseca se encuentra la ilusión del significado trascendental (sentido previo y absoluto) que se encuentra oculto detrás de todos los juicios de la metafísica y que han formado una serie de mitos con los cuales funciona el pensamiento occidental. Es lo que Derrida llama logofonocentrismo del discurso de Occidente[24]. La unión del pensamiento con la voz (logos y foné), se convierte en un querer oírse hablar que implica una voz silenciosa que no requiere de nada para existir, mostrando así la impresión directa de un pensamiento, y por ende, con el sentido implícito. Si la voz está tan ligada al pensamiento, la escritura es entonces un instrumento secundario y representativo del habla la cual dice un sentido que ya se encuentra en el logos. Este rechazo a la escritura se puede encontrar en muchos pensadores a lo largo de la historia[25] , y en todos ellos se puede observar que la resistencia se encuentra dentro del contexto de una lógica del discurso de la metafísica tradicional, que a partir de la oposición realidad/signo, establece un sistema jerarquizado de oposiciones binarias donde en significado/significante, logos (pensamiento y habla)/escritura (representación del pensamiento y del habla), el primer término es superior con respecto al segundo. El relegar la escritura a una función únicamente instrumental responde al pensamiento tradicional que esconde su violencia señalando a la escritura como mal moral frente al logos. Esta idea de la tradición conlleva al desprecio del cuerpo, de la materia exterior al logos; rechazo del significante sensible. Todo el argumento anterior se puede resumir en la idea que tiene la tradición de atraer todo aquello que se encuentre fuera en lo propio, o sea, reducir la diferencia a la identidad con la finalidad de crear la presencia absoluta y que ésta coincida con el habla pura: supremacía del lenguaje hablado sobre el escrito.
De este modo es necesario recoger el sentido de escritura perversa y artificiosa, es decir, aquella que ha sido arrojada en el exterior del cuerpo; y es aquí donde Derrida se sitúa cuando se refiere a una escritura alejada del ámbito racional que ya no surge del logos, sino que inicia "la des-sedimentación, la des-construcción de todas las significaciones que tienen su fuente en este logos"[26]. Se trata de dejar que la escritura desarrolle su positividad al máximo, pero no en el sentido tradicional de las oposiciones, sino lo positivo entendido más bien como aquello que va contra la normalidad constituida. Frente a la vida normal del lenguaje, esto es el habla, la escritura aparece como una enfermedad de la lengua, como un engendro o monstruosidad[27]; por lo tanto, ahora se trata de dejar que el monstruo (la escritura) hable por sí mismo, lo que implica romper con el logos y arrojar todas las formas rígidas que la tradición ha mantenido. Por esta razón, la escritura fuera del logos se presenta como una de las formas más acertadas para provocar la solicitación[28] de la fijeza. Hacer temblar y estremecer el pensamiento tradicional occidental y su forma lógica de concebir el mundo a través de la violencia y la jerarquía es la tarea que tiene este nuevo concepto de escritura.
Desde el inicio de la narración, podemos observar que la mujer se opone rotundamente a los requerimientos del padre con razonamientos propios del discurso dominante, por lo tanto, ella no acepta sumisamente las imposiciones. Este cuestionamiento a la autoridad paterna conlleva también una crítica a la organización racional y lógica del mundo, puesto que “se ha perdido la certeza de saber ya qué se nombra cuando se nombra occidente” (p.88). El apego al sistema social que el padre promueve, será el arma de lucha que la madre utilizará para resistir y trastocar las consignas banales que han encontrado los vecinos, como “el orden contra la indisciplina”, “la modernidad frente a la barbarie”, “occidente puede estar al alcance de tu mano” (p.110). Por eso, la expresión más clara de rechazo al sistema se encuentra en el discurso mismo de la confesión que desde un principio se presenta de manera coherente y organizada, aunque esto significara “un soberano ejercicio” (p.35), irá provocando el cansancio y el deterioro corporal de la mujer que, de un discurso racional y lógicamente construido, irá desorganizando la letra y el sentido, donde el hambre y el frío serán los elementos que harán insostenible el ejercicio de la escritura porque con la mano agarrotada se entorpece la letra. El oscurecimiento del día está relacionado con el oscurecimiento de sentido en el discurso materno, provocando la inestabilidad de su cerebro.
La novela finaliza con las figuras larvarias de la madre y el hijo vagando en la zona marginal, sitiada y vigilada de la ciudad donde el hijo asume nuevamente la palabra para concluir el trabajo de su madre. Gracias al niño “la letra oscura de mamá no ha fracasado por completo, sólo permanece enrarecida por la noche” (p.122). Estas figuras deformes y abyectas constituyen un problema para el sistema. Según Foucault, “la figura esencial, la figura alrededor de la cual se inquietan y se reorganizan las instancias de poder y los campos de saber, es el monstruo”[29]. La deformidad y el defecto se constituyen en la fractura corporal y textual que estos personajes encarnan. La marginalidad a la que están sometidos es una decisión política, una acción que incorporan en sus discursos y sus cuerpos. De esta forma, la trasgresión de las clasificaciones, del marco, de la ley es parte de su constitución misma. Su monstruosidad no sólo es un golpe a la visión, sino también en la conducta, ya que la insurrección de la madre y su hijo es contra el padre, el soberano, la ley. Esta acción provoca la ruptura del pacto social por medio de la revuelta para no aceptar las demandas de occidente. Triple trasgresión que aúna en una sola figura, la del monstruo, su carácter natural, moral y político.
Ahora el hijo escribe y la madre ha tomado el antiguo lugar del niño, agarrándose con fuerza a la pierna de su hijo “como antes a la pasión por su página” (p.125). No importa el hambre, ni el frío, ni la vigilancia, sino que aferrarse al último pensamiento, el último refugio en que será posible acercarse a esa hoguera de hombres de fuego donde las miradas ya no pueden alcanzarlos para así internarse “en el camino de una sobrevivencia escrita, desesperada y estética” (p.115)
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NOTAS
[1] Texto publicado en Universidad de Chile, Cyber Humanitatis Nº 35 (Invierno 2005). URL
: <http://www.cyberhumanitatis.uchile.cl/
[2] Cfr. Foucault, Michel. Defender la sociedad. Ed. Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires, 2000.pp 217-237.
[3] Foucault, Michel. Historia de la sexualidad. La voluntad de saber. V. 1. Ed. Siglo XXI, México, 1991.p 173
[4] Foucault, Michel. Por qué estudiar el poder: La cuestión del sujeto; Liberación (dominical) nº6, Madrid, 1984.
[5] Real Academia Española. Diccionario de la Lengua Española. Ed. Electrónica Espasa Calpe, Madrid, 1998.
[6] Es necesario recordar que los dispositivos son regímenes definibles, con variaciones y transformaciones, compuestos por líneas de visibilidad, ruptura, fuerza, enunciación, etc. que al mezclarse pueden crear otras formas de disposición.
[7] Cfr. Foucault, Michel. Historia de la sexualidad. La voluntad de saber. v. 1. Ed. Siglo XXI, México, 1991
[8] Foucault, Michel. Los Anormales. Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires, 2001. p. 240
[9] Foucault, Michel, Historia de la sexualidad. La voluntad de saber. v. 1. op. cit. p. 135.
[10] Cirlot, Juan-Eduardo. Diccionario de Símbolos. Barcelona, editorial Labor, 1969.
[11] Eltit, Diamela. Los Vigilantes. Santiago de Chile, Ed. Sudamericana, , 2001. En adelante, todas las citas corresponden a esta edición.
[12] Crf. Foucault, Michel. Vigilar y Castigar: nacimiento de la prisión. Buenos Aires, Ed. Siglo XXI, 2002.
[13] Canovas, Rodrigo. Novela chilena, nuevas generaciones: El abordaje de los huérfanos. Santiago, ediciones Universidad Católica de Chile, 1997, pp39-48.
[14] Los otros dos capítulos (el primero y el tercero) corresponden a la voz del hijo en forma de onomatopeyas. El primero, “BAAAAM” que se relaciona con el apuro, el movimiento y el juego; y el segundo, “BRRRR” se relaciona con las sensaciones de carencia, hambre y frío.
[15] Foucault, Michel. Los Anormales. Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires, 2001
[16] , Michel. Historia de la sexualidad. La voluntad de saber. v.1. Ed. Siglo XXI, México, 1991,pp 74-75
[17] Cfr. Morales, Leonidas. Conversaciones con Diamela Eltit. Santiago, Editorial Cuarto Propio, 1998, pp 50-53.
[18] Cfr. Foucault, Michel. Historia de la sexualidad. La inquietud de sí. v.3. México,. Ed. Siglo XXI. 1987.
[19] Michel Foucault, La gouvernementalité, Dits et Écrits, Tome IV,pp. 641-642.
[20] Foucault, Michel. Los Anormales. Op. cit. p.64
[21] Kristeva, Julia. Los poderes de la perversión: ensayos sobre Louis-Ferdinand Céline. México, Ed. Siglo XXI, 1989.
[22] Foucault, Michel. Los Anormales. Op. cit. p.61
[23] Cirlot, Juan-Eduardo. Diccionario de Símbolos. Ed. Labor S.A, Barcelona, 1976.
[24] Derrida, Jacques. De la Gramatología.
[25] Para un análisis más profundo cfr. Derrida, “Lingüística y Gramatología” y “La violencia de la letra: de Levi-Straus a Rousseau” en De la Gramatología. op. cit. “La farmacia de Platón” en La Diseminación. . Madrid, Edit .Fundamentos, 1975.
[26] Derrida, Jacques. De la Gramatología. Op. Cit. p. 14.
[28] De “sollus”, en latín arcaico: ‘el todo’, y “citare”, empujar; es decir “hacer temblar en su totalidad” o "estremecer mediante un estremecimiento que tiene que ver con el todo". Cfr. Derrida. La Escritura y la Diferencia. Barcelona, Edit. Anthropos, 1989. p. 13
[29] Foucault, Michel. Los Anormales. Op. cit. p. 67