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Directo a los ojos
Por Diamela Eltit
Publicado en El País de España. 1 de Diciembre de 2019
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Son días trágicos. Manifestantes muertos. Más de doscientas personas con severos traumas oculares, muchos de ellos han perdido la visión de uno de sus ojos, y Gustavo Gatica, un joven estudiante, quedó ciego por dos disparos. La policía apunta sus perdigones con acero directamente a la cabeza. Miles de jóvenes han pasado por comisarías y hay denuncias por abusos sexuales.
La revuelta no se detiene. Existe un momento en que lo latente se materializa con una sorprendente exactitud. El llamado de estudiantes secundarios a evadir el pago del pasaje del metro marcó el inicio de un tiempo sin precedentes en Chile. Desde mi perspectiva, ese acto movilizó la tensión dramática que aguardaba en el subsuelo y que ese día, el día 18 de octubre, ascendió a la superficie. Un llamado a no pago, en una sociedad que ya había pagado demasiado, consiguió que las energías subterráneas subieran y se rompiera así el espejismo de la prosperidad que acompañaba al modelo chileno.
Mientras se cursaba el escenario del descontento y de la angustia, las élites políticas caían en picada escaleras abajo porque habían perdido contacto con la ciudadanía. Los dirigentes de los partidos y el Congreso ya no representaban. Fueron desechados.
El pasaje del metro subió 30 pesos. Pero no son exactamente los 30 pesos, así lo aseguran los ciudadanos: son 30 años o son 46.
La desigualdad fue un factor que el modelo neoliberal, implantado en Chile desde la dictadura, consideró como un costo marginal. Pero esa desigualdad siempre creciente invisibilizó a millones de ciudadanos empujados hasta la periferia, donde la gran tarea era sobrevivir a un modelo salvaje. La vida chilena se sostiene a crédito porque para un segmento importante de personas, el endeudamiento y sus abusivos intereses les permite acceder a la comida y a los medicamentos. Hay que recordar que la palabra deuda proviene de “débita”, que significa “tener sin tener”.
Actualmente, la acumulación de riqueza en manos de unos pocos dueños del mundo, es asombrosa. En Chile también se acumula con la misma obsesión. Se trata, pienso, de una especie de mal de Diógenes donde el dinero se reproduce por toneladas al interior de una bóveda de platino que se incrementa por el sacrificio de millones de cuerpos trabajadores y la depredación insaciable del territorio. Los economistas locales apuestan al crecimiento, ¿para quiénes? Hay que pensar que, en Chile, el 1% acumula una riqueza equivalente a más de cinco millones de trabajadores. Son cifras, lo sé, pero abrumadoras, porque se trata de vidas concretas, de penurias concretas, de un sistema aterrador. Un sistema que consiguió por décadas la eliminación del nosotros como signo comunitario, imponiendo un yo competitivo preocupado solo de escalar.
Habría que incorporar al escenario actual el gran movimiento feminista de las jóvenes universitarias del año 2018 que consiguió una adhesión masiva. La irrupción del movimiento feminista del siglo XXI reclamaba igualdad y consideraba al aparato neoliberal como una forma extractivista del cuerpo de la mujer, sometida no solo a la diferencia salarial, sino también a realizar dobles o triples tareas impagas. A diferencia del MeToo, el movimiento pidió el fin del maltrato naturalizado por la suma de poderes que conforman las instituciones, rescató el cuerpo como dispositivo político y abrió diálogos para pensar cómo conseguir un nuevo reparto social. El movimiento feminista participa activamente en marchas y cabildos.
Sé que se está produciendo, a pesar de la violencia, las mutilaciones, y la muerte, una forma de emancipación. Como escritora sé también cómo afectó el neoliberalismo a la literatura chilena. Se desencadenó una dependencia demasiado acrítica entre escritores y medios de comunicación. En Chile solo existen dos periódicos. Y de los dos, solo uno de ellos cuenta en su suplemento cultural con un espacio acotado para libros. Los periódicos digitales, muy valiosos, no han logrado inscribir de modo estable pensamientos que den cuenta del acontecer estético. Por otra parte, la moda editorial selfie promovió escrituras del yo, algunas de ellas muy interesantes, pero lo hizo hasta saturar el pequeño mercado y de esa manera se relegó la ficción, que, desde mi punto de vista, puede ser más móvil y excéntrica.
Las tradicionales pugnas literarias se dejaron caer en las últimas décadas en la zona de disputa por pequeños poderes. La búsqueda planificada del éxito gastó la mayor parte de las energías, postergando así una mirada aguda sobre lo no selfie. La distancia fue posible porque en apariencia todo funcionaba. Se trataba de publicar en todas partes, de ostentar el número de traducciones. Se trataba de ser “reconocidos”. Lo que quiero señalar es que el neoliberalismo es una maquinaria invasiva, penetra, segmenta y destruye comunidades, busca normalizar el lucro. Domestica cuerpos y letra. Genera inseguridad. Pero hay escritoras y escritores chilenos que resisten. No solo en la calle, sino en la letra.
Pienso, como siempre, que el único verdadero éxito radica en terminar el libro que se escribe. Sí, porque se escribe solo por la necesidad imperiosa de escribir.