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Diamela Eltit
Publicado en http://hemisphericinstitute.org/ Noviembre de 2007



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Cómo entender el cuerpo en medio de la crisis que en cada una de las historias y a lo largo de los siglos, ha puesto en evidencia un programa político que propone un cuerpo que está fuera del cuerpo y ese afuera lo ha convertido en un sueño difuso o confuso en el que yace siempre la nostalgia o el malestar o el ingenuo deseo de que el cuerpo finalmente se haga presente y pertenezca, se pertenezca. Pero no. Porque, en definitiva, es propiedad de los discursos del cuerpo que lo han desalojado de si para capturarlo como botín o como rehén social para ensayar sus experiencias. Doble rehén el cuerpo de la mujer atrapado en la categoría de lo femenino, ese femenino que ha sido el objeto más imperioso de los discursos que, en cada uno de los tiempos históricos, se han reservado la última y la única palabra para decidir aquello que resulta inextricable: el cuerpo.

Pero también está allí el cuerpo de la pobreza, esa masiva aglomeración humana donde, carentes de relatos, ingresan hoy a los espacios sociales como metales o monedas talladas que, en una de sus caras, operan como piezas laboriosas de bajo costo y en la otra, como ávidos agentes sometidos al restringido pero constante consumo. Y así, en sus dos caras o quizás habría que decir entre sus dos sellos, se ocluyen a sí mismos, se devoran a ellos mismos divididos entre los trabajos más precarios y el insondable abismo de la deuda tal como Sísifo condenado a su tarea inacabable con la roca.

El hombre popular mantiene hoy, en los imaginarios sociales, el aura amenazante de la revuelta y el despojo pero ahora no como revolución política, sino como flagelo delictual que va directo a socavar la propiedad privada. Ya se ha disuelto el pánico a la apropiación de los medios de producción presagiado por Marx; en cambio, circula el terror ante cuerpos que, en las fantasías más persecutorias, van directo a desvalijar, a atacar acumulaciones puntuales y hasta fugaces. Robos acotados pero devastadores, que están en correlación con el actual sistema económico y su veloz desplazamiento inversionista.

La mujer perteneciente a espacios populares aún permanece atada a las viejas imágenes, a las producciones tradicionales de sentido que han relacionado pobreza y prostitución. Sin embargo, la posibilidad o el fantasma de la prostitución no se sostienen necesariamente en un real o en su práctica concreta. El llamado “oficio más antiguo del mundo” funciona especialmente como un dispositivo de control y castigo que cerca a la mujer incluso más allá de su condición social. Esta construcción simbólica ha sido uno de los mayores y mejores instrumentos para producir la externalización del cuerpo y así propiciar no sólo una subjetividad inestable sino, especialmente, sostener una identidad sospechosa ubicada en un sector discursivo que sobrevuela toda la representación de lo femenino.   

Quisiera detenerme en escenas y escenarios del cuerpo femeninos signados por la pobreza para ver allí sus espacios trágicos como también aquellos en los que estalla la parodia o ese espacio macabro que lleva el cuerpo hasta la nada. Escenas y escenarios parciales. Escenas y escenarios en donde la realidad y la ficción se pueden mezclar sin anularse, digo ficción y realidad. Ambas.

En el ámbito de la ficción literaria, hay que recordar que parte de la novela naturalista del siglo XIX y de los inicios del siglo XX se fundó en una operación determinista donde la mujer pobre iba a desembocar linealmente en la prostitución y, desde allí, se desencadenaba la enfermedad, la locura o el crimen. En Chile, Juana Lucero de Augusto D’Halmar, publicada en 1902, emerge como un texto fundacional que articula los escalones descendentes de una tragedia social. Este relato, escrito desde una posición emancipadora, se abocó a denunciar las marcas sociales del destino de la mujer pobre y desprovista de familia. Sin embargo, la obra de D’Halmar, repitió los estereotipos con los que la clase dominante mantuvo sus posiciones de poder.

Juana, hija ilegítima de un hombre importante y de una costurera que muere prematuramente, cursa su drama, su desdicha y su estrepitosa caída sin recibir solidaridad sino desprecio por parte de las mujeres de una posición social superior. Por otra parte, los hombres que podrían protegerla la someten a abusos sexuales. En el texto, Juana funciona sólo como víctima, en la medida que su virtud va siendo progresivamente profanada por la escalada de pobreza y sordidez que, en un mundo manejado por el ámbito masculino, la empuja a ser un cuerpo desagregado de sí. Un cuerpo que se transforma sólo en servicio y, en su impronta deshumanizadora, únicamente cabe la locura y la muerte. Así, la prostitución adquiere una connotación devastadora puesto que convierte a la mujer pobre en una categoría cuya existencia puede ser entendida como mera biopolítica.

Me interesa examinar la cadena mujer y pobreza y ver cómo a finales del siglo XX y en los albores del siglo XXI, se suceden las nuevas versiones y visiones chilenas de la inaugural Juana Lucero. Quizás una de las más sorprendentes sea la película de Gonzalo Justiniano B-Happy. En este film, el melodrama opera con toda su impecable e implacable fuerza con un nivel de intensidad que cita el antiguo neorrealismo italiano o, quizás, abre una compuerta hacia lo que podría ser considerado un post realismo. Esta situación se va a encarnar en un nombre propio renovado o globalizado, ya no Juana sino Kathy, la adolescente nortina pobre, inmersa de manera incesante en una escalada de catástrofes que parecieran no tener límites.

La madre sustenta a sus dos hijos adolescentes Kathy y su hermano mientras el padre ladrón cumple su sentencia en la cárcel. La madre, además de trabajar en un almacén, debe satisfacer sexualmente a su patrón en lo que parece ser parte de una obligación contractual. Cuando el padre sale de la cárcel se muestra incapaz de insertarse socialmente, vuelve al robo y abandona a su familia. La madre de Kathy muere, su hermano gay abandona la casa junto a su compañero y Kathy entonces deja la escuela y viaja a buscar a su padre que está hospitalizado en la ciudad de Valparaíso. Un mundo de crueles peripecias acecha a Kathy: la prostitución y un cierto vagabundaje parecen ser el único paisaje posible. Cuando el padre muere en el hospital, Kathy queda “sola en el mundo”. Pero –y esta es la vuelta que el film propone- queda sola en un mundo que conoce bien y, más aún, entiende bien y por ello transita bien.

Kathy no es Juana Lucero a pesar de que sus condiciones sociales mantengan fuertes similitudes con la obra de 1902. No es la victimizada Juana sino la conciente y perspicaz Kathy, porque el film, desde lo medular del melodrama, apuesta a horadar los estereotipos de lo femenino, fundados en el sentimentalismo y la culpa generados por el ejercicio de la sexualidad. El film se propone plasmar lo que podría ser un nuevo sujeto de la carencia, que trasciende la sexualidad para organizarse en una perspectiva integral. Para Kathy, la prostitución ocasional no es un cataclismo, es un hecho circunstancial que le permite profundizar sus –digamos- saberes y de la que puede sustraerse generando distancia y autoconciencia. Pero, lo más importante es que Kathy tiene un derrotero utópico. La idea del viaje y del espacio mítico recorre los cuerpos nortinos. La ciudad de Arica es el sitio que fuera ensoñado por el padre, el hermano y el antiguo novio escolar. Sólo que la que materialmente realiza el viaje es Kathy, la única. Viaja hacia el límite o la triple frontera (Arica marca el límite territorial con Perú y con Bolivia) en un desplazamiento que puede ser considerado simbólico y, especialmente, liberador.

El director, Gonzalo Justiniano, se interna en un proyecto cultural que linda con la parodia para deconstruir y quizás reconstruir categorías arbitrarias en las que se traza lo femenino. Su B-Happy si bien actúa como instancia kitsch abre una posibilidad de ser –digamos- “happy” por el acto indiscutible de ser sujeto, sólo eso, en definitiva, de ser.

Desde la literatura y buscando una restitución fundada en la pormenorizada tarea de escribir una subjetividad, la novela Hasta ya no ir (1996) de la escritora chilena Beatriz García Huidobro, revisita la pobreza en el mundo campesino, ese espacio siempre relegado o retrógrado que mantiene aspectos premodernos no sólo en la persistencia de rituales sino especialmente en la constitución síquica de sus sujetos.

Hasta ya no ir renuncia al melodrama y rescata el crecimiento de la niña pensante que, junto con transitar una sexualidad emanada de su condición (ese femenino que la cerca y la define), consigue establecer una mirada (al igual que Kathy) sobre el mundo exterior y, de esa manera, logra hacerse parte de un contexto tembloroso o tambaleante en el que se van a inscribir las falencias. Lo que quiero expresar es que en esta narración se establece un procedimiento que radica en la distribución de la violencia, una violencia que circula en distintas medidas por todo el espacio de su trama, pero que al movilizarla por los distintos sitios narrados, consigue una democratización aún en medio de las crisis que mueven y remueven vidas.

Así, el cuerpo de la niña-adolescente, que es usado de manera reiterada por el adulto (propietario también de un negocio) se desacraliza como drama. Lo hace porque la sexualidad y su ejercicio no desencadena las marcas traumáticas en las que el psicoanálisis y la psiquiatría fundan la neurosis (cuando no la psicosis) en los cuerpos femeninos.

Hasta ya no ir alude a una sexualidad compleja que incluso podría ser considerada –según los parámetros oficiales- sórdida, pero que ocupa un lugar acotado en la vida de la protagonista. Esa sexualidad no se apropia ni aniquila el conjunto del espacio psíquico, en parte, porque todo el conglomerado social está signado por derroteros en los que acecha la carencia y la infracción. La novela no se funda en la abierta marginalidad abordada por el film B-Happy, sino más bien explora el mundo del secreto que cruza las existencias de la pobreza, un conjunto de secretos que, finalmente, permiten fundar una comunidad.

Porque la novela Hasta ya no ir, plantea, a pesar de todo, una humanidad y esa humanidad radica en la construcción de un sujeto que no es sólo genitalidad sino que está relacionado con otros que permiten definir una pertenencia, o quizás hasta se podría decir una despertenencia colectiva, que, paradójicamente, los hace pertenecer.

La novela no renuncia a los hitos clásicos del drama, básicamente la pérdida de la madre. Al igual que Juana Lucero y que B-Happy, la protagonista, luego de la muerte de la madre queda expuesta a una forma solitaria y hasta desoladora de autoformación. La muerte de la madre la enfrenta a la condición de objeto sexual, sólo que esta objetualización del cuerpo es parcial y es resistida por la adolescente como constitutiva de toda su identidad., En ese sentido es sólo una circunstancia entre otras posibles. Aunque la pérdida de la madre abre un horizonte peligroso marcado por el asedio, la novela al igual que el film B-Happy modelan adolescentes dotadas de pensamiento y es ese pensamiento el que las construye y, a la vez, les posibilita una consistente resistencia. En B-Happy y Hasta ya no ir, las protagonistas no son destinadas al sitio de reclusión y exclusión del prostíbulo, sino que abandonan sus espacios para construir un horizonte indeterminado, no se sabe cuál, pero en definitiva, el de ellas, un lugar.

La ficción literaria y la cinematográfica exploran en la clásica y crónica pobreza nuevas referencias culturales en torno a los designios de género. Así, la antigua Juana Lucero parece desdibujarse o diluirse en tanto signo unívoco de mera destrucción. Sin embargo, en la realidad más cotidiana, los discursos oficiales parecen ser los cauteladores de los antiguos presupuestos. La actitud de la propia oficialidad ante la pobreza, en algunos casos, propicia las más devastadoras tragedias sociales.

Quizás uno de los hechos más lamentables o escalofriantes ocurrido en Chile durante la pos dictadura haya sucedido en la localidad de Alto Hospicio, nombre, desde luego, sintomático aunque coherente porque cita los elementos desagregados de un paisaje límite sobre el que se iba a asentar una profunda marginalidad. Alto Hospicio ha sido considerado uno de los campamentos más extensos de Chile. Ubicado en el norte del país, en un paisaje desértico, fue poblándose y poblándose mediante sucesivas tomas de terreno, en los momentos en que la ciudad de Iquique, cercana al campamento, alcanzaba su mayor prosperidad económica por su condición de puerto libre.

No sólo era visible la pobreza en vastos sectores del campamento sino también la abierta indigencia; no sólo la violencia y la droga y el crónico desempleo sino un perceptible abandono por parte de las instituciones; unas condiciones sanitarias, unas calidades de viviendas definitivamente dramáticas convirtieron a Alto Hospicio en uno de los espacios modélicos de exclusión social.

Sin embargo, a nivel nacional, la localidad de Alto Hospicio era un referente débil o diluido, su leyenda negativa sólo era conocida en el norte, debido a las infracciones que recorrían el campamento y que iban comprometiendo injustamente al conjunto de los habitantes que eran clasificados colectivamente como “indeseables” por la proliferación de drogas, prostitución y diversos delitos que ocupaban lugares centrales en las tareas policíacas.

En esos años, existía una pequeña migración nortina de mujeres jóvenes que se desplazaban a ejercer la prostitución en ciudades fronterizas del Perú. Y, en particular, por las condiciones de vida de Alto Hospicio, algunas familias presentaban en su interior conflictos agudos que obligaban a sus miembros jóvenes a abandonar prematuramente sus hogares.

En un primer momento, la policía adjudicó la desaparición de una menor que fue reportada por su familia, a una fuga o bien a una salida hacia Perú para ejercer el comercio sexual. Las conclusiones policiales apuntaban en esas direcciones y, pese al alegato de su familia y a las condiciones de su desaparición (sin objetos personales de ninguna índole ni la menor comunicación posterior con familiares o amigos) las autoridades no profundizaron en torno al paradero de la menor extraviada[1]

La situación se repitió de manera similar: estudiantes de enseñanza básica o de secundaria desaparecían mientras se dirigían a la escuela del lugar. Sin noticias, sin huellas, sin comunicación alguna, sin llevarse ninguna pertenencia. La primera desaparición ocurrió en 1999 y a esa se sucedió otra y otra y aún así, pese a su profusión sistemática, la policía y el poder judicial de la zona, seguían avalando la misma tesis: abandono de hogar, consumo de drogas, prostitución juvenil. Un grupo de familiares, a pesar de sus magros ingresos, viajaron hasta Perú para comprobar las tesis de las autoridades. Uno de los padres, reprodujo volantes con el rostro de su hija y los repartió en diversos espacios. De esa manera, las familias iniciaron una improvisada organización, alarmadas ante el destino de las adolescentes, más aún cuando la ropa de una de ellas apareció en un basural. El caso empezó a circular de boca en boca a la manera de un mito hasta arribar de manera inestable a los periódicos donde se abrió la pregunta sobre las misteriosas desapariciones de mujeres jóvenes en Alto Hospicio.

Durante más de un año las autoridades policiales mantuvieron su versión, una versión inamovible fundada en el comercio sexual sin escuchar realmente los argumentos de los familiares, descartando sus razones y privilegiando, en cambio, sus teorías fundadas en casos generales. Las desapariciones adquirieron más notoriedad pública con la intervención de Orlando Garay, padre de Viviana Garay, una de las adolescentes perdidas, quien consiguió organizar de manera eficaz a los familiares para emprender acciones más eficaces ante la justicia y los medios de comunicación. Incluso, durante un viaje del entonces Presidente Ricardo Lagos, consiguieron interceptarlo durante una de sus actividades oficiales para pedirle una reunión con el fin de darle a conocer el drama y la negligencia institucional que experimentaban y, a la vez, solicitarle un Ministro en Visita para acelerar las investigaciones. El Presidente Lagos no se reunió con los familiares.

Finalmente no fue la policía quien esclareció el enigma sino una adolescente, Bárbara N. de 13 años (nombre también elocuente), quien después de ser violada, lapidada con piedras y dada por muerta por su atacante, pudo sobrevivir a sus heridas y consiguió salir hasta la carretera donde fue rescatada por un automovilista. Ella identificó al agresor: Julio Pérez Silva que, en total, entre 1998 y el año 2000 había asesinado a catorce mujeres, tres de ellas adultas y once adolescentes. De esa manera la opinión pública tuvo conocimiento de los crímenes en serie más numerosos en la historia de Chile.

Rápidamente los responsables de los servicios policiales fueron dados de baja. No se podía ocultar un hecho tangible: los crímenes de Alto Hospicio eran el resultado de una cadena fatal de prejuicios. La policía y el poder judicial en su conjunto no habían operado con profesionalismo puesto que se acogieron a sus propias premisas sin realmente pesquisar los casos ni escuchar los particulares ecos de esas desapariciones.

Sin embargo, la facilidad con que se cometieron los crímenes de Alto Hospicio no pueden ser sólo adjudicados a esa exacta policía o a esos particulares jueces. Lo más pertinente es leer en ellos un conglomerado de voces sociales (masculinas) que juzgaron de antemano a las jóvenes víctimas. Las jóvenes eran culpables de sus propias desapariciones, como también las familias pobres eran culpables de una miseria que obligaba a sus hijas a desaparecer.

Si realmente las autoridades hubiesen atendido -en el sentido más concreto, profesional y humano del término- la mayoría de esos crímenes se hubiesen evitado. La maníaca serialidad de los asesinatos sólo fue posible por el abandono de funciones de las autoridades, un abandono que se originó en un impresionante desprecio social fundado en que las familias afectadas carecían de dinero, de vínculos, de saberes y de poderes para movilizar recursos materiales y simbólicos que hubieran posibilitado una mayor y mejor asistencia institucional.

Desde esta perspectiva, los crímenes de Alto Hospicio tienen fuerte ribetes políticos y, aún más, se podría decir que son crímenes políticos en el sentido que el Estado, responsable por la integridad de los ciudadanos, desvalorizó la vida de las once adolescentes y de las tres mujeres adultas hasta convertirlas en lo que Giorgio Agamben denomina “nuda vida”.

Lo más impactante es que estos crímenes sucedieron en Chile donde el destino de los detenidos desaparecidos sigue siendo uno de los puntos sensibles en el drama nacional. Habría que recordar que las autoridades de la época militar no acogieron los recursos de amparo frente a las desapariciones de miles de ciudadanos entre 1973 y 1988. Por las resonancias con las desapariciones de Alto Hospicio parece necesario volver a insistir que las explicaciones oficiales recurrentes, por parte de la dictadura, a los familiares y a la opinión pública fue que las desapariciones eran un engaño y un montaje político puesto que las personas buscadas habían abandonado el país por su propia iniciativa.

A pesar de las súplicas, las negativas, las pruebas de los familiares, los militares conservaron una sola versión: se trataba de una salida o, mejor dicho, de la solapada huída del país con el fin de abandonar a sus familias y escamotear sus responsabilidades. En ese sentido, la forma que adquirió el caso de las jóvenes asesinadas en Alto Hospicio tiene una ineludible conexión, en una de sus partes, con la metodología empleada para esconder los crímenes cometidos por la dictadura.

Más que un asesinato en serie, los crímenes de Alto Hospicio pueden y quizás deben ser analizados desde la impunidad. Una impunidad, articulada en el abandono y en la absoluta indiferencia institucional. Esas condiciones fueron las que permitieron y hasta estimularon la existencia de la serie. La omnipotencia del asesino se consolidó y se expandió porque la ley se retiró de sus propias funciones o, como diría Giorgio Agamben, hubo en esos casos un estado de excepción, un blanco, un vacío del Estado.

Después de Alto Hospicio o desde Alto Hospicio habría que abrir nuevas preguntas para examinar hasta qué punto opera la antigua Juana Lucero como paradigma inamovible de lo femenino. En qué sentido la protagonista de la novela de Augusto D’Halmar logró capturar esa arista de la mirada masculina que depositó el centro de su poder y de su control en la exaltación de la sexualidad de la mujer. Mientras Gonzalo Justiniano o Beatriz García Huidobro buscan descargar de sexualidad los cuerpos femeninos, Alto Hospicio los resexualizó hasta producir una forma de genocidio. Después de más de un siglo, Juana Lucero, la obra determinista de la pobreza fundada en la híper sacralización de las prácticas sexuales femeninas, se impone como el texto primordial. Porque, de manera alucinante, Juana Lucero todavía ordena psiquis, poderes y catástrofes.

 

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[1] La calificación de “prostitutas” con las que tácitamente fueron calificadas las víctimas y que impidieron las investigaciones habla también de que las prostitutas carecen de derechos y dedicación estatal. Pero la pregunta teórica que se puede establecer, más allá de los crímenes de Alto Hospicio, es si acaso en un sector de los imaginarios sociales todavía las mujeres (siempre sospechosas de ser simbólicamente prostitutas) son culpables de antemano, de todo, incluso de sus propias muertes.


 

 

 

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