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Universidad estatal y mujer

Por Diamela Eltit
Publicado en http://www.eldesconcierto.cl/



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Desde luego, esta fecha, el 8 de marzo, tiene una arista compleja porque se acumula la historia de la mujer en un día de un calendario que dispone de 365 (así habría que pensar, por qué no, en el territorio hostil de los porcentajes) y, en este registro de pensamiento, se podría suponer que el 8 de marzo es el (único) día pauteado por el calendario masculino para nombrar a la mujer.

Sin embargo, no me parece necesario agitar el terreno de las simples oposiciones –a la manera de un enfrentamiento o una inútil guerra sin matices- entre mujeres y hombres porque esta situación social es muy entreverada y se funda en sistemas, categorías y especialmente economías. Me parece importante hoy ingresar en el territorio muy inestable de la noción de democracia fundada en lo igualitario. Quiero apuntar aquí a un igualitarismo que considere las diferencias y aun las diferencias de las diferencias. Una democracia real, generada y cuidada por el conjunto social y como diría Richard Sennet, una democracia fundada en el respeto.

Seguramente hablar de democracia en el sistema que transitamos puede parecer una utopía o una mirada ejercida desde un lente distorsionado o desenfocado que no da cuenta de la realidad. Efectivamente. La noción de democracia ya parece utópica.  Siempre lo ha sido de manera más o menos intensificada, pero ahora, en esta actual fase del capitalismo, marcado por el agudo sistema neoliberal que nos rige, se desecha abiertamente la igualdad para relevar como soporte de sí la desigualdad social. En Chile, una ciudadanía multitudinaria, se convierte en minoría abismante cuando se piensa en la acumulación de riqueza desde la que un 1% ejerce, controla y distribuye sus privilegios a costa, precisamente, de una impresionante irregularidad distributiva.

Y en este aspecto, el de la desigualdad considerada como un costo necesario y marginal por parte de la teoría económica actual, hay que pensar cómo ese costo y su administración, se funda, en gran medida, en el cuerpo de las mujeres como mano de obra más barata, como cuerpos más caros y rentables en los sistemas privados de salud, como figuras impagas en el trabajo doméstico, como servicio clave en la tarea de cuidados a familiares y enfermos. Y como sujetos inferiorizados por una tosca, larga práctica discriminatoria, ampliamente aceptada, frente a los saberes científicos, políticos, económicos, religiosos, tecnológicos, literarios, históricos y para qué seguir.

Un sistema, este neoliberalismo, que juega doble o triplemente con los cuerpos de las mujeres mediante la aplicación constante de un inteligente sistema simultáneo de valorizaciones y desvaloraciones que se producen para uniformar y desgastar los imaginarios y mantenerlos sometidos a diversas subyugaciones en los distintos órdenes de su vida.

Pero, tal vez, habría que seguir leyendo al sociólogo francés Pierre Bourdieu que se atrevió a incursionar en su propio territorio de género para pensar los ejes en que se articula “la dominación masculina” y su rígida extensión a lo largo de los siglos de los siglos. Desde luego ya están suficientemente analizados los salarios como instrumentos en los que se miden los valores de los cuerpos en el mercado de trabajo. Sabemos, con una precisión indesmentible, que a la mujer (a igual trabajo) se le paga menos y esto ocurre de manera abierta, sin el menor encubrimiento, porque, objetivamente, para el sistema vale menos. Y, en otro registro de pensamiento, en la plena y exacta complejidad de las normativas, se puede pensar hasta qué punto la propia mujer internaliza esta condición y la ejerce en contra de sí misma, produciéndose así, lo que Bourdieu de manera muy precisa denominó como “violencia simbólica” al aceptar que vale menos (en todos los órdenes) y de esa manera se prolonga un estado de cosas.

Porque es esa violencia simbólica incesante la que “construye” (o forma) a las mujeres como agentes y promotoras de la dominación masculina pues son ellas, las mujeres cautivas en un universo que les es adverso, las mejores aliadas para continuar la incesante ruta de la subordinación.

La Universidad de Chile ha liderado distintos momentos cruciales a lo largo de su historia, ampliando los límites, sin embargo todavía puede incrementar diversas estrategias para alterar el calendario rígido en que transcurren las asimetrías de género. Pero, desde luego, hay que destacar la llegada de la mujer a la presidencia de la Fech que, en un tiempo en que se han ejercido más de cien presidencias, cuenta hasta el momento con cinco mujeres en ese espacio. Lo importante para leer esta participación hoy, es que cuatro de estos cargos ejercidos por mujeres se han cursado en la última década y tres de ellas provienen de movimientos políticos de reciente organización y que, por su emergencia, presagian nuevos órdenes para una política integradora.

Sin embargo, aunque se trata de un hecho verdaderamente crucial y emancipador, todavía parece insuficiente. Los estudios de géneros de esta universidad, liderados por Kemy Oyarzún y Sonia Montecino han abierto espacios para leer, pensar y repensar formas, modos y estrategias de reconocimiento de la situación de la mujer a lo largo de la historia. Estudios feministas que permiten entender que las categorías de género son construcciones políticas-económicas y, en ese sentido, requieren de una mirada atenta y, en cierto modo atónita, para entender, en toda su extensión, las interesadas tramas en las que se cursan. Comprender, con una claridad indesmentible, que la narrativa en que se envuelve el género femenino no es inocente pues corresponde a estructuras activas, siempre en movimientos, multifocales, rizomáticas y escurridizas que se modifican cada vez que sea necesario y adoptan nuevas máscaras que apuntan a mantener controles y dominaciones por parte de los grandes y de los pequeños poderes. La construcción de género se articula desde una trama muy compleja en la que se tejen los mecanismos que ofician subordinaciones que alcanzan lo privado y lo público, lo material y lo síquico. Uno de sus lugares más palpables descansa en una forma muy arcaica de objetualización de la mujer.

Es esa objetualización la que permite la noción extendida de una determinada y múltiple “propiedad” sobre ella que, a su vez, legitima infracciones diversas en el territorio de las discriminaciones donde las más visibles se cursan desde el acoso sexual (que la Universidad de Chile enfrentó recientemente con decisión) a las violaciones, las agresiones físicas y síquicas hasta llegar a la escena más letal e irreversible como es el femicidio.

El reconocimiento del acoso sexual como una irregularidad de altísima frecuencia, llegó tardíamente al escenario social como una forma de denunciar y poner límites a una práctica extendida que se cursaba y se cursa de manera preferencial en el ámbito laboral y en espacios académicos. Desde luego, el centro de esta práctica abusiva se funda en el poder. Porque el acoso sexual y las diversas formas que adopta, tiene como objetivo pulverizar un elemento fundamental en las relaciones humanas como es la distancia.

Esa distancia -esa línea fina de reconocimiento de la otra como sujeto-  a la que aludo es la línea de respeto mutuo que se necesita para pensar en comunidades universitarias.  Si se desencadena el acoso, es decir que un profesor o un compañero rompa, de manera unilateral y ofensiva esa distancia, insisto, fundada en el respeto, se ejerce un poder negativo.  El acoso recae sobre las mujeres de manera masiva pues los casos que comprometen a hombres son claramente minoritarios.  Porque es esa percepción de propiedad de la mujer en tanto objeto y, por ello, como botín, la que constituye uno de los aspectos sistemáticos que adopta la forma del acoso y las diversas anomalías que propician y autorizan su transcurso.

Pero también hay que pensar la suma de poderes: La familia, la educación, el Estado, la ley, el mercado como agentes activos de estos sucesivos actos de apropiación, pues la mujer continua su derrotero como el cuerpo más asediado y vigilado por la totalidad del sistema. Un cuerpo obligado a competir consigo mismo para lograr una perfección inalcanzable, competir duramente con las otras y complacer a los otros para conseguir deambular por las instituciones. La mina de oro (lo digo en la extensión que alcanza este término) explotada duramente por el sistema hasta la extenuación. O “la perra”, tan citada en la jerga común de la degradación de las conversaciones o en la rentable música popular más exitosa. Coreada a viva voz por las fans, que ensueñan ser las protagonistas del sueño menoscabador en el barrio cultural y también ultra rentable del espectáculo de masas y de la totalidad del espectro mediático. Métodos que, desde luego, van imprimiendo el trasfondo político que las construye como las perras locas del sistema para inocular, en las mujeres jóvenes, quizás ingenuas y muy manipulables, un deseo viral, un deseo de opresión autodestructiva. Una de las ensoñaciones narcóticas más peligrosas porque su derrotero es un deseo aniquilador.

Por otra parte existe, en la variedad de modelos que el sistema ofrece, el icono de la mujer eficiente, moderna, que se entrega a los valores promovidos por el sistema:  sea la iglesia, la abnegada maternidad ultra divinizada para ocultar así  la enorme tarea cultural que implica, en realidad, ser madre y las responsabilidades materiales y simbólicas  que el sistema deja caer sobre ella. O el mercado como una forma adictiva mediante su tarjeta consumista que promueve el slogan “porque yo me lo merezco” ocultando la deuda userera que amplía las abarrotadas arcas empresariales. Y para qué decir la industria farmaceútica y el empresariado médico que satura los cuerpos de las mujeres de químicos y las empuja a un quirófano multitudinario tras la búsqueda de una imagen que borre la artesanía y los tiempos en los que se construye y transcurre, para imponer así una forma de plastificación.

Como mero síntoma es posible analizar el modelo de la derecha política y su mujer obscenamente feroz que se opone a la autonomía emitiendo alaridos en contra del aborto o de cualquier proceso emancipatorio, mientras presta su propio cuerpo como la alfombra por donde desfila la incesante avidez del capital que, por lo demás, la usa para después ignorarla o relegarla.

Y en la trastienda social están las otras mujeres cuyas vidas se escriben con una crueldad indescriptible en las zonas de las trasgresiones que las asolan y cuyo último sostén es el Estado, la calle o la cárcel. Vidas que no son recogidas ni en las narrativas sociales, ni políticas ni siquiera en las esferas de investigaciones culturales. Ese suproletariado femenino, protagonista de la crónica roja, de la indigencia y de una vida concentrada en el maltrato. El terrible subsuelo de un número no menor de mujeres chilenas.

Vuelvo a pensar en el respeto del que hablaba Richard Sennet. Pienso también en la igualdad incumplida por la democracia. Hoy mismo, las meritorias estudiantes de la Universidad de Chile (lo quiero señalar sin el menor afán profético ni menos iluminada por el don de de la adivinación del que carezco, sino guiada por datos duros de estudios especializados) repito entonces, las estudiantes de la Universidad de Chile como el resto de sus pares universitarias, solo por su condición de género y la violencia simbólica en la que se articula, obtendrán, más adelante, un salario menor que sus compañeros de labores. Sus ascensos serán más difíciles en la pirámide de laboral. Se verán empujadas a competencias y comparaciones incesantes con otras mujeres. Van a ser medidas y cercadas con pautas clises en el incesante mercado de su vida joven y serán culpadas (también como meros objetos)  en su vejez. La jubilación en el sistema infernal y abusivo que nos rige va a ser, desde luego, menor y así, si no se produce una notoria, masiva, auténtica, intensa revuelta de género, continuará el mismo mapa antidemocrático regido por una superficie irrespetuosa y desigual.

La importancia nacional e internacional de la Universidad de Chile la habilita para emprender una ruta real mediante la ampliación de este día 8 de marzo cosmético, para que circule todos los días una analítica política que desmonte las irregularidades que contiene la categoría de género como una tarea indispensable para ampliar los imaginarios.

Me parece necesario desmontar los falsos discursos para incorporar la realidad más real y pulverizar así los estereotipos con los que se escriben roles y condiciones. Se trata de deconstruir los espacios de violencia y entender la materialidad que porta la violencia simbólica como elemento despolitizador de sí. Como un arma que sustenta y posibilita una suma de violencias materiales

Entonces sería necesario desarticular esa ficción de mujer impulsada por todo un aparato de promoción, exacerbada por las distintas industrias, inoculada consciente o inconscientemente por las propias familias, perfeccionado por una educación sexista y de manera muy concreta por el mundo del trabajo, impertérrito ante un salario desigual que sirve para la acumulación de riqueza.

Y en el territorio de la memoria que nos habita me gustaría evocar aquí hoy mismo a Elena Caffarena la gran abogada feminista y una de las sufragistas más connotadas de su tiempo, alumna de la Universidad de Chile, fundadora del Movimiento pro Emancipación de la Mujer en 1935, el movimiento de mujeres chilenas más extenso y numeroso de la historia. Elena Caffarena escribió libros jurídicos sobre los derechos de las mujeres y también es autora, en el ámbito de los derechos humanos, de un libro sobre el amparo político. Habría que recordar que cuando se consiguió el derecho a voto, en 1949, ella no fue invitada a la ceremonia. Que justo en ese momento, cuando la mujer accedió al voto político universal, a ella se le retiró su derecho voto porque se le aplicó la Ley de Defensa de la Democracia, la llamada “ley maldita”. Una ley injusta en todo sentido y más confusa en su caso pues ella no militó nunca en el Partido Comunista. Elena Caffarena es real y, a la vez, mítica, resistente y necesaria. Se enfrentó al Estado y levantó una sanción paradójica, que dejaba a una de las sufragistas más importantes de la historia de Chile, sin derecho a voto.  Y eso, mirado hoy, no es casual, corresponde a una forma de violencia generada por un inconsciente colectivo que se puso en marcha en su tiempo. Pero ella se defendió. Con la misma constancia que mantuvo la Presidenta de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile, Camila Vallejo que junto a todo el espectro universitario, reabrió los umbrales de la gratuidad mediante el uso legítimo de las grandes alamedas cuando le correspondió liderar la revuelta universitaria de 2011. Ella debió combatir contra su propia belleza, sobrepasar los acosos, las agresiones y las persecuciones mediáticas y consiguió no ser arrollada por las circunstancias de género que pretendían disminuir su valor acudiendo a un conjunto de estereotipos. Lo hizo mediante la administración impecable de sus capacidades políticas-intelectuales.

Pero ninguna épica femenina parece suficiente. Desde esa perspectiva lo más importante es hoy generar espacios de aguda reflexión de manera prioritaria para las propias mujeres que, no hay que olvidar, son colonizadas para ejercer así la dominación masiva, incansable e incesante del género masculino y mantener así el sistema indemne. Resultar fundamental perforar este 8 de marzo y entenderlo bien para así extenderlo hasta lo imposible. Porque lo imposible -y eso lo sabemos bien- es una simple convención que nos captura y nos asfixia.


 

 

 

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