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Una belleza incómoda
Por María José Navia
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio, 7 de Octubre de 2018
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En la contratapa del nuevo libro de relatos de Deborah Eisenberg (Your duck is my duck), pueden leerse las palabras elogiosas de otro grande de los cuentos, George Saunders. Allí, el último ganador del premio Man Booker, comenta que "Deborah Eisenberg es la escritora perfecta para estos tiempos increíblemente imperfectos" y que, si "nuestra cultura pudo producir una escritora así de maravillosa, debe haber algo bello en nosotros todavía". Algo parecido, creo, sucede al leer la obra de Diamela Eltit, recientemente galardonada con el Premio Nacional de Literatura. La sensación de una escritora —y una escritura— perfecta para tiempos imperfectos, que desafía las posibilidades del lenguaje y de los géneros y, con ello, le da un lugar a aquello que no lo tiene. Como comenta la autora en "Errante, errática": "Cuando mi libertad (...) estaba amenazada, pues yo me tomé la libertad de escribir con libertad".
Porque Eltit se atrevió a contar a una ciudad vigilada y desafiada por la violencia, a grabar y registrar voces de "vagabundos urbanos" (como ella los denomina en El Padre Mío); una ciudad con espacios públicos amenazados (en Lumpérica: "¿Qué manos encienden la luz eléctrica? ¿Para quiénes los bancos en la noche?"); una obra donde las condiciones materiales del trabajo se evidencian en toda su dolorosa precariedad ("Sí. Estábamos sin agua. Antes, ya nos habían cortado la luz. A menudo quedábamos sin gas"). Una suerte de globalización vulnerable en la que los productos de todas partes del mundo parecen circular sin esfuerzo, mientras las personas no la tienen tan fácil. Un mundo de vendedores ambulantes y vidas enfermas (en Los trabajadores de la muerte), de la luminosidad de los supermercados y la violencia de lo cotidiano ("Ese minuto violento e intransferible en que los clientes se abalanzaban sobre el producto y se disputaban los tarros con la fruta"; en Mano de obra). Una literatura que ha ido mutando, incorporando nuevas tecnologías y espacios, armando los ojos y oídos a lo que sucede alrededor, con una prosa que parece avanzar de a latigazos en sus reflexiones sobre lo político y lo económico y las marcas que van dejando en los cuerpos.
Eltit le da nuevas dimensiones a la experiencia de leer, no deja nunca que el lector se acomode, se apoltrone, porque la literatura no tiene porqué ser cómoda ni fácil. O, en palabras de Eltit en "Errante, errática" (compilado en Emergencias): "... sigo pensando lo literario más bien como una disyuntiva que como una zona de respuestas que dejen felices y contentos a los lectores. El lector (ideal) al que aspiro es más problemático, con baches, dudas, un lector más bien cruzado por incertidumbres". O, en su discurso de aceptación del Premio José Nuez Martín: "(...) el acto de leer no puedo imaginarlo sino como una aventura en la que lo más importante es aventurar y aventurar y aventurarse". Eltit, con su trabajo, nos muestra todo lo que el lenguaje es capaz de conseguir las oscuridades que ilumina y las luces perturbadoras que puede ayudar a oscurecer. Personajes obsesionados por contar y contarse, por dejar un testimonio por escrito ("Sólo lo escrito puede permanecer pues las voces y sus sonidos, de manera ineludible, desembocan en el silencio y pueden ser fácilmente acalladas, malinterpretadas, omitidas, olvidadas"), que se aferran a la escritura como esa madre narradora de Los Vigilantes y su hijo que la observa mientras se sienten espiados por los vecinos ("Pero mamá asegura que ahora sólo nos protege y nos salva la oscuridad de su letra"). Personajes que arman comunidades transitorias, como la gran marcha de vendedores ambulantes (y los drones que los siguen) en su última novelas, Sumar. Donde una voz parece llamar a la otra y así, entre todas, cuentan el mundo. Un mundo roto. A los tumbos. Y narrado con una prosa desbordada y hambrienta. O, nuevamente en palabras de Eltit: "Cualquier obra literaria, pues, pone en marcha su hambre y la calidad de su hambruna".
En las novelas y ensayos de Diamela Eltit la escritura saca garras, muestra los dientes y, a veces, no lo niego, muerde al lector. En un mundo de cosas desechables e impresiones siempre prontas a borrarse, no me parece un mal atributo.