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Un mecanismo de resistencia: Diamela Eltit

Por Vivian Lavín Almazán
Publicado en
http://www.revistaarcadia.com/ 20 de Octubre de 2017


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El golpe de Estado cívico-militar de 1973 encontró a la licenciada en Letras Diamela Eltit, con 24 años de edad, realizando un posgrado en el Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile. Este fue un espacio único de creación y disidencia para artistas, poetas y teóricos del arte como Lotty Rosenfeld, Eugenia Brito, Catalina Parra y otros. Un año más tarde, Diamela Eltit, Rosenfeld, Zurita, Castillo y otros formaban el Colectivo de Acciones de Arte, CADA, una forma de resistir a la dictadura desde la trinchera artística en clave multidisciplinaria.

Han pasado casi cinco décadas desde entonces, pero Diamela Eltit persiste. Es quien incomoda y dice que los altos edificios espejados que hoy se alzan en la ciudad de Santiago no reflejan la verdadera cara de Chile; que las mujeres siguen siendo el cuerpo del delito; que la patria está sangrando. Eltit es quien retrata en su obra a una sociedad maniatada y prácticamente cegada por la pornográfica luminosidad de las pantallas que se proyectan en el fondo de una caverna y que le impiden salir de la perplejidad y el espanto.

Diamela Eltit es un murmullo incómodo. Hoy es considerada en su país de origen como una “novelista”. Poco se recuerda su trabajo experimental como una de las más destacadas artistas chilenas contemporáneas.

A partir de Lumpérica, en el año 1983, inicia uno de los caminos más provocativos y rompedores de la narrativa chilena, configurando un corpus de más de una docena de novelas. Los premios le han sido esquivos, solo la Universidad Católica de Chile y la de Talca la han reconocido, lo que no se condice con la Beca Guggenheim, ni su calidad de profesora visitante de las más importantes universidades estadounidenses ni de Distinguished Global Professor de la Universidad de Nueva York, como tampoco la importantísima Cátedra Simón Bolívar de la Universidad de Cambridge. Se trata de una mezquindad que no extraña en una tierra que acostumbra a cortarles las alas a quienes emprenden alto vuelo.



Una mujer arrodillada

Sus “acciones de arte”, que luego se bautizaron como performances, fueron las que le permitieron al mítico colectivo CADA ir subvirtiendo desde el arte a una cotidianidad que todavía resulta difícil de asimilar en su repugnante crueldad. Un Chile sumido en una dictadura que duraría 17 años, pero cuyo diseño constitucional aun permanece impreso bajo la epidermis democrática. “Yo pienso hasta hoy que el trabajo del CADA fue el más radical de su tiempo en relación con el problema arte-política, en la medida en que incluyó materialmente a una ciudad intervenida por los cuatro costados. Nosotros transitábamos lo político pasando por el cuerpo social concreto, poblaciones, sujetos populares”, le dijo Eltit al académico estadounidense Robert Neustadt en 1998, en una entrevista que aparece en el libro No hay armazón que la sostenga. Entrevistas con Diamela Eltit, recientemente editado por la Universidad de Talca. A la investigadora y editora de esa publicación, Mónica Barrientos, le confesó lo siguiente: “Llegué a la palabra  performance  desde otro término que era ‘acciones de arte’. Ese fue mi punto de llegada a estas prácticas menos formateadas, más interdisciplinarias, más, en cierto modo, no diría confusas pero sí multisígnicas, ¿no? Mi primera aproximación al  performance  fue en el sentido de producir ciertos actos estéticos y artísticos ocupando multidisciplinas desde el gesto, la ciudad, la voz, es decir, el cuerpo y toda su puesta en escena con otro espacio y especialmente con una función política”.



La misma Mónica Barrientos en su ensayo “La construcción estética de la imagen en la  performance Zonas de dolor  de Diamela Eltit” visita una obra que poco se recuerda en Chile hoy, pero cuyo significado se amplía con la perspectiva histórica. Se trata de un video de Lotty Rosenfeld en el que aparece Diamela Eltit leyendo en un prostíbulo parte de lo que luego sería su libro  Lumpérica.  Sus brazos muestran cortes sangrantes y quemaduras. Luego, a la misma Eltit se le ve arrodillada, limpiando la acera externa del lenocinio con un balde de agua y una escobilla. Barrientos establece aquí que “el cuerpo se convierte en un espacio crítico que hace de la puesta en escena y la exhibición de cuerpos heridos una postura no solo artística, sino también política, debido a que el soporte principal de estas acciones es el cuerpo situado en la periferia de Santiago durante la dictadura”.


Ay, Sudamérica

Para no morir de hambre en el arte fue el nombre de otra de las irrupciones del CADA en el espacio público que consistió en un gesto casi maternal, como el de repartir leche en una población periférica. Era un guiño político al programa de Salvador Allende que pocos comprendieron, ni siquiera las autoridades y los militares que concedieron los permisos para que el 12 de julio de 1981, seis pequeños aeroplanos sobrevolaran en formación la ciudad de Santiago y desde allí tiraran 400.000 panfletos. Bajo el título de Ay, Sudamérica el volante remataba con esto en uno de sus párrafos finales: “Decimos por lo tanto que el trabajo de ampliación de los niveles habituales de la vida es el único montaje de arte válido / la única exposición / la única obra de arte que vive. Nosotros somos artistas y nos sentimos participando de las grandes aspiraciones de todos, presumiendo hoy con amor sudamericano el deslizarse de sus ojos sobre estas líneas. Ay, Sudamérica…”. Para el CADA todo fue allí subversivo: desde el hecho de que los permisos hayan sido concedidos por las autoridades civiles y militares de la época hasta que una caja de volantes estallara casualmente contra el techo de una comisaría y que los uniformados les requirieran dinero para el pago de los daños, sin más consecuencias.

El mismo año, 1981, Diamela Eltit y Lotty Rosenfeld participaron y ganaron el Gran Premio Salón del Concurso Colocadora Nacional de Valores en el Museo Nacional de Bellas Artes. El objetivo de las artistas era “molestar y perturbar a la institucionalidad”, que terminó premiando la instalación consistente en cuatro monitores de televisión que reproducían una imagen de la cordillera de los Andes con el audio de una operación al cerebro de un indigente captado por ellas en un hospital público. Solo el conservador diario  El Mercurio  comprendió la ironía titulando “Una obra nula e inútil”. La “escena de avanzada”, como denominó la teórica Nelly Richard a ese grupo de artistas que tensionaba el ambiente político de la década de los ochenta, y del cual el CADA era parte, iba tejiendo una red de códigos estéticos que la misma población leía de manera cómplice.



El más memorable, sin duda, sería el No +, que se recuerda por las cruces que fueron sembrando las calles de Santiago. Es el favorito de Diamela Eltit, como se lo dijo a Neustadt: “No + me parece lo más espectacular en varios sentidos. Fue en esta obra que el grupo apasionadamente trabajó el problema de la autoría, manteniendo, a la vez, un componente ficcional. No + es la acción en que la especificidad se pierde. Se pierde de verdad, se disuelven enteramente las fronteras. Nosotros planteamos No +como signo para ser llenado por la ciudadanía. Pero los rayados empezaron a crecer a crecer de una manera impresionante. La gente empezó a manifestar a través de los rayados “No + hambre”, “dictadura’, “presos políticos”, “tortura”, y después lo tomaron los partidos políticos. “No +” fue el gran emblema, el eslogan, que acompañó el fin de la dictadura. Claro, si tú le preguntas a alguien, nadie diría que No + fue hecho por nosotros. Nosotros como gestionadores de ese trabajo perdimos todo control, toda autoridad sobre esa obra en particular. En ese sentido yo lo encuentro alucinante. Yo nunca he visto un trabajo que anule de esa manera a sus gestionadores. Los padres, que fuimos nosotros, fueron completamente asesinados por nuestra propia obra”.


Su literatura

“Tras la aparición de  Lumpérica, una brillante primera novela de Eltit, la crítica la circunscribió a un imaginario de intelectualidad dura, de textos escritos para grandes literatos y no para un variado público lector. Pero este es un estigma bastante injusto y alejado de la realidad que, probablemente, ha privado a muchas personas de acercarse a uno de los escritores más brillantes de su generación”, dice la escritora Beatriz García-Huidobro. También la autora lo reconoce: “Lo que sucede a veces es que, por el tipo de propuesta, se me ha visto alejada de un mundo más ‘comprensible’, por decirlo de alguna manera. Esto está bien, no me molesta y no me resulta perturbador, porque finalmente cada persona, en cada tiempo, puede pensar lo que estime conveniente”, dice a Mónica Barrientos. Y no extraña: se trata de una autora que piensa su escritura “milímetro a milímetro, forzándome a mí misma a escribir, llamando a la escritora que hay en mí, porque cuando la leo, como la lectora que soy, me parece insuficiente y le exijo más. Entonces estoy agotada (risas), porque la escritora está explotada por mí a un nivel nunca visto, porque todo le parece insuficiente”.

La atmósfera en la que sumerge a sus personajes no da para pensar en la felicidad. Parecería un elemento de otro mundo. Los personajes de Diamela Eltit se aferran a lo más inmediato, a la familia y la amistad, como si fueran los últimos vínculos antes de que estalle todo. “Lo único que mantiene en pie a los sectores más vulnerables es la familia, esos vínculos que a veces pueden ser más o menos felices, pero son el vínculo que les dan identidad y les dan el ser. Después de la familia, francamente no hay nada más, porque el Estado está casi retirado y las otras estructuras sociales están invisibilizadas”, dice. Una familia que la propia Eltit ha ampliado integrando a quienes se asoman a su obra y encuentran en ella una forma de resistir la realidad.


 

 

 

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