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La marcha paria
Sumar, Diamela Eltit, Planeta – Seix Barral, 2018, 177 páginas
Por Lorena Amaro
Publicado en Revista Santiago
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El movimiento incesante de la marcha es una declaración colectiva. Es la exaltación de subjetividades por largo tiempo aplacadas, que se unen en torno a un objetivo común. Diamela Eltit decide emplear este imaginario, esta dimensión multitudinaria de las luchas sociales, que en Chile han conducido insistentemente a la derrota, en su novela Sumar. Esta dimensión trágica de la historia se pone de manifiesto ya en el epígrafe, tomado de las “cartas de petición” recogidas por el académico Leonidas Morales, donde los familiares de los desaparecidos de la dictadura de Pinochet clamaban por la intercesión del gobierno. En una de ellas, un padre pide que lo autoricen para que su hija, Ofelia Rebeca Villarroel, secuestrada de la fábrica Sumar en los primeros días del Golpe, apresada en el Estadio Nacional y ejecutada pocos días después, sea sepultada dignamente. Queda de inmediato al descubierto en la voz humilde y suplicante de ese padre, el juego de poder que se llevaba a cabo en Chile, la presencia de una arquitectura elitista e implacable, que ha impedido una verdadera transformación social.
“Se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre”, dijo con voz estremecedora en sus últimos minutos Salvador Allende. En la novela de Eltit parece transitar el fantasma de aquel hombre: las dos Aurora Rojas, el Casimiro Barrios, la Ángela Muñoz Arancibia, el Diki, el Colombiano. Desde las veredas y cunetas de las calles santiaguinas, estos vendedores ambulantes ofrecen su mercadería “oportuna, aunque (…) demasiado conocida, repetitiva”, objetos que replican demencialmente a otros objetos con marcas conocidas y codiciadas. El hombre libre no transita por las calles heridas de hoyos; la marcha se arma, como cuenta Aurora Rojas, por “las excesivas privaciones y las tormentas de inexistencia que caían no solo sobre mí, sino encima de cada uno de nosotros, los ambulantes”. Ellos son la nueva encarnación del paria, que en las novelas de Manuel Rojas eran sujetos que circulaban por todo el territorio nacional, en busca de algún trabajo temporal. Vidas inestables, anónimas y desarraigadas. La marcha de los personajes ideados por Eltit, con sus nombres inspirados en las luchas anarquistas de comienzos del siglo XX, es también un movimiento paria, que busca alcanzar en 370 días la moneda (así, con minúsculas), utopía condenada al fracaso.
Aun así, estos cuerpos afectados por las más diversas dolencias (dolores de cabeza, brazos malos, conmociones hepáticas que se han convertido en el alma popular de Chile y en negocio de las farmacéuticas) se activan con la marcha. Es un peligro abandonarla: “Si lo hiciéramos, si dejásemos la marcha de lado, solo retomaríamos la costumbre de la subordinación más bacteriana a la que nos obliga nuestra condición ambulante”. Es preciso sumar. A pesar de las tensiones entre los personajes y la extraña relación que se produce entre sus identidades (nombres que se repiten e intercambian, cuatro nonatos que colectivamente demandan su inserción en la historia), hay un nosotros, orgánico, material, que recompone a los cuerpos cansados y enfermos, y posibilita la dignidad y esperanza. Este acento en la experiencia colectiva contrasta con las tendencias que priman en nuestra joven narrativa; Eltit pone en boca de Aurora Rojas una solapada crítica a la “literatura de los hijos”, cuando explica que su infancia “no merece el menor intento de detallar o rememorar mediante alegorías o acudiendo a interminables cantos provenzales dramáticos (escritos en idioma occitano), que contienen tristes episodios que detallan las diversas penurias de la niñez. La nube que archiva al mundo para controlarlo ya está lo suficientemente saturada de quejas y ejemplos que asolan a la infancia de iluminaciones agobiadoras”.
La escritura de Diamela Eltit revela en esta novela toda su coherencia; un proyecto que emergió en los 80 para denunciar las inequidades de la sociedad chilena y señalar las esquinas oscuras de la construcción identitaria nacional. Como en varios de sus libros, en Sumar la historia evidencia una reflexión sobre la construcción del poder. Se entrecruzan las voces populares con la narración culta, casi caricaturesca, y es fácil percibir los injertos textuales con informaciones anacrónicas (las divagaciones sobre el cuerpo y la mente en los médicos Abu Zayd Ahmed al-Bakhi o Alí ibn al-Abbas al-Majusi; el hombre de cartón del artista argentino Pablo Curutchet, instalado en la ciudad de Córdoba; las visiones de Bernardette Soubirous en Lourdes), con que Eltit se ríe de la enciclopédica cultura de Internet, llamada aquí “la nube”, esa “cifra inmensa (…) que se apodera de la suma de nuestros movimientos”.
Quisiera consignar el diálogo entre este texto y El paradero de Juan Balbontín o La expropiación de Rodrigo Miranda, en que el “hombre nuevo” de la Unidad Popular se transfigura en el joven paria y excluido que hace también su intervención en Sumar: “Las voces no entonarán ese antiguo himno ambulante que esperábamos cantar (…), sino la clara modulación sinfónica o sincrónica de una monedita, tío conchetumare”. La degradación del habla, como la transformación del signo de La Moneda en esa monedita que difiere la violencia, son formas que Eltit sabe manejar con soltura y un humor implacable, como se ve en muchos otros de sus trabajos: El padre mío, Impuesto a la carne, El cuarto mundo. Un proyecto literario consecuente como pocos.