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Lispector, Eltit, Valenzuela: mirada, cuerpo y escritura que descentran.
Incisiones en la narrativa latinoamericana escrita por mujeres en el siglo XX.
[1]

Por Yolanda Westphalen
Publicado en Cuadernos Literarios, N°5 Año III, 2006



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E1 presente ensayo se propone establecer una relación inicial entre algunas propuestas teóricas sobre la semiótica discursiva y del cuerpo, tal como ha sido desarrollada por Jacques Fontanille, con la obra narrativa de tres de las principales escritoras latinoamericanas del siglo XX: Clarice Llspector, Diamela Eltit y Luisa Valenzuela. Se examinarán los procedimientos discursivos con los que la voz narrativa y los personajes de Lazos de familia y La hora de la estrella,[2] ambos de Clarice Lispector, reconstruyen e interpretan su cotidianidad y la mirada con la que focalizan el mundo de las relaciones familiares, no solo de la familia como institución, sino de aquello que nos es familiar. Relacionaremos, asimismo, El cuarto mundo,[3] de Diamela Eltit, y Novela negra con argentinos,[4] de Luisa Valenzuela, con el discurso del cuerpo fisico como metáfora/ metonimia del cuerpo social para mostrar la interrelación entre la propuesta de «escribir con el cuerpo» y el intento de descentrar el discurso logocéntrico y las relaciones sociales y políticas en las que se sustenta.

Las estrategias discursivas de las tres escritoras, pese a sus diferencias, deconstruyen el sistema binario de racionalidad occidental y la clásica oposición hombre/ mujer, masculino/ femenino, y con ella el campo semántico con el que se relaciona la oposición entre el hacer y el pensar, lo biológico y lo social, lo racional y lo irracional, lo sensible y lo inteligible, y resemantizan, así, muchas de sus categorías.

En Lispector nos centraremos en la oposición hacer/ pensar y en la manipulación de la significación y la noción de doble lenguaje de su discurso irónico, recurso con el que descentra y modifica el mundo posible de los personajes y la escritura misma. En Eltit y Valenzuela intentaremos descifrar el sentido de la afirmación «escribir con el cuerpo» y la poética que le subyace. Tras la violencia de la posesión forzada del coito, la pasión del incesto, la indagación sobre el dolor y el placer, tras la oposición ausencia/ presencia del cuerpo, la perturbación que produce el travestismo y el proceso de deterioro mismo de la corporalidad, se construye el discurso otro del cuerpo social caótico y atravesado por la violencia y el deterioro, el trauma histórico de las dictaduras chilenas y argentinas y el poder opresor de la mayoría de los países latinoamericanos.


CLARICE LISPECTOR: LA MIRADA QUE DESCENTRA

Lazos de familia, publicado en 1960, fue el cuarto libro de Clarice Lispector y aquel que le valió un reconocimiento general y la ubicó entre las mejores escritoras latinoamericanas. Entre este libro y la publicación póstuma de La hora de la estrella hecha por los herederos de Clarice en 1977 pasaron 17 años, pero la mirada lúcida y descentradora de los textos de Lispector solo se volvió más aguda.

Lazos de familia, como el título lo indica, nos sumerge en el mundo de las relaciones familiares, no solo en el de la familia como institución, sino en el de la otra acepción del término, aquello que nos es familiar. Su escritura poética, el interiorismo y el universo cosmopolita y urbano que construye convirtió a Lispector en una de las principales exponentes de la narrativa de vanguardia.

La hora de la. estrella es, más bien, una novela con inflexiones posvanguardistas. En ella hay un juego posmoderno entre la autora real, el autor textual, el narrador y los personajes, así como una serie de procedimientos de distanciamiento irónico de producción textual, como la alternancia en el plano paradigmático de diferentes significaciones construidas semánticamente a partir de sus trece títulos.

En ambos casos, sus personajes están inmersos en el quehacer cotidiano de la vida privada o en el de un trabajo alienante; son, en su mayoria, mujeres en diferentes etapas de su vida: adolescentes, jóvenes esposas, madres, abuelas, estereotipos de mujer sin atributos que simplemente viven y reproducen las condiciones de su propia cosificación. Personajes de papel que encarnan la misma valencia negativa que dicha representación asume en la estructura binaria de categorización en el pensamiento y la organización social del mundo occidental: «Como la norestina, hay millares de muchachas diseminadas por chabolas, sin cama, ni cuarto, trabajando detrás de mostradores hasta la estafa».[5]

¿Cómo hace Lispector para subvertir este mundo? ¿Cuál es el conjunto de operaciones, de operadores y parámetros que a nivel de la instancia del discurso mismo lo subvierten?

Desde la toma de posición sensible, destinada a instalar la zona de referencia, los personajes perciben sensorialmente su entorno, la voz narrativa nos ubica en el terreno de la repetición renovada de lo mismo. La constitución del campo lexical se establece por la repetición de semas, yuxtaposición de términos que tienen el mismo significado y que, por la reduplicación, lo amplifican e intensifican. Se esboza un campo de presencia signado por la repetición en el tiempo de la saturación y la carencia: plenitud del vacío de quienes vegetan en el orden presimbólico.

Los personajes de Llspector están saturados de destino de mujer, que se define por el hacer en oposición al pensar. Así, en «Devaneo y embriaguez de una muchacha» se señala lo siguiente: «Despertó con el día atrasado, las patatas por pelar, los niños que regresarían por la tarde de casa de las tías, ¡ay, me he faltado el respeto!, día de lavar ropa y de zurcir calcetines, ¡ay que aragana me saliste!, censuróse curiosa y satisfecha, ir de compras, no olvidar el pescado, el día atrasado, la mañana presurosa de sol»[6] y en La hora de la estrella: «Pensar era tan difícil, ella no sabía cómo se pensaba. Pero Olímpico no sólo pensaba sino que además usaba palabras finas».[7]

Como señala Carlos García Bedoya, la protagonista de La hora de la estrella, Macabea, se siente incluso inferior frente a un personaje tan ignorante como Olímpico, quien solo puede definir la cultura con una tautología: «La cultura es la cultura».[8] Son personajes que no tienen conciencia de sí y no reclaman nada. Como se revela en La hora de la estrella, sus personajes femeninos piensan incluso que son felices: «No se trataba de una idiota, pero tenía la felicidad pura de los idiotas».[9] En realidad, ni Macabea, en particular, ni las mujeres, en general, tienen necesidad de acceder al saber por qué «la vida podría ser hecha por la mano del hombre».[10]

El escenario que se construye es el de la insipidez, un mundo sin tensiones ni despliegues caracterizado por una tenue intensidad de mira y de extensión en la captación. La toma de posición sensible de los personajes crea una zona de referencia devaluada. En el nivel figurativo, lo que caracteriza el espacio propio de la mujer es la falta de profundidad de campo. La horizontalidad que se construye en su vida es la de una superficie plana, en la que percibimos el largo y el ancho, pero no el espesor ni el volumen. Esta representación biplana carece de perspectiva, por ello, solo presenta un conjunto de formas superpuestas que se confunden y se disuelven unas en otras.

Es recién en el segundo acto fundador de la instancia del discurso, en el desembrague, que Lispector descentra este universo cotidiano. Los personajes enfrentan un pasaje de la posición original a otra posición. Este cambio produce un extrañamiento y un descentramiento. Se produce una ruptura de todas las isotopías: actoriales, espaciales, temporales, cognitivas y afectivas.

Sucede algo que rompe la relación de los personajes con este universo devaluado. Se enfoca este mundo del hacer y de la insipidez desde otro ángulo, lo que produce un extrañamiento que libera al personaje del contenido mixtificador de la cotidianeidad y revela una o muchas redes posibles de nuevas relaciones y significaciones.

Lo interesante de la propuesta de Lispector es que el cambio no es externo a este universo cosificador, sino que surge de él. La alteración no proviene de un impulso ajeno a él ni del otro polo de la binariedad. El pensar surge del hacer y la reflexión del extrañamiento: una mujer se embriaga o ve a un ciego mascando chicle o compra unos zapatos y hay un aumento de la intensidad de mira, conjugada con el despliegue de la extensión cognoscitiva.

Se construye un esquema de ampliación que parte de un mínimo de intensidad y de una extensión débil, para conducir a una tensión y una extensión máximas, tensión que descentra totalmente el universo tranquilizador del hacer y el refugio de la mujer en la rutina. El momento de peligrosidad surge del no hacer, o de no hacer lo mismo, lo imprevisible está inmerso en lo cotidiano.

La aparición de una intensidad muy fuerte en el horizonte señala la formación de otro campo posicional en competencia con el primero, es decir, el campo posicional de la alteridad. El desembrague es de orientación disyuntiva y pluralizante e implica, al menos virtualmente, una infinidad de posibilidades. ¿Qué descubren los personajes de Lispector en este nuevo momento de la instancia discursiva? El ocio, el placer y la fantasía, pero también se le revelan el malestar y el vértigo producidos por la reflexión filosófica acerca de la naturaleza existencial y ética del mundo: «Notar una ausencia de ley fue tan repentino que Ana se aferró al banco de enfrente»;[11] «le parecía que las personas en la calle corrían peligro»; «La moral del jardín era otra».[12]

El tercer acto de la función discursiva, el embrague, es más bien de orientación conjuntiva, la instancia discursiva se esfuerza por reencontrar la posición original para reestablecer la unicidad del sujeto de enunciación, pero, en Lispector, el retorno es imposible. No se puede retornar a lo indecible del cuerpo propio, al simple presentimiento de la presencia de la vida anterior: el mundo de los personajes ya ha sido descentrado y cualquier vuelta al orden es solo aparente. La persona ha quedado disociada, subvertida, dual o plural para siempre.

El lenguaje mismo ha sido subvertido. Se revela la cosificación del lenguaje mediante el extrañamiento de la palabra, oponiéndola, así, a la lógica y el orden del sistema. Reiteración, intensidad afectiva y polisemia pueblan su escritura: «La luna alta y amarilla deslizándose por el cielo, pobrecita. Deslizándose, deslizándose... Alta, alta. La luna. Entonces la grosería explotó en súbito amor; perra, dijo riéndose».[13]

En «La imitación de la rosa», esta disociación y subversión se puede notar incluso a nivel de las estructuras lingüísticas: «Desde la puerta abierta veía a su mujer que estaba sentada en el sofá sin apoyar las espaldas, nuevamente alerta y tranquila como en un tren. Que ya partiera».[14] La oración subordinada, como la protagonista del cuento, se ha vuelto independiente, existe en sí misma, y parte hacia lo desconocido.

Lispector busca reproducir en el lector el mismo efecto de extrañamiento que estremece el mundo de los personajes mediante la construcción de esquemas narrativos de plenitud/ carencia. Pero los relatos de plenitud no son relatos felices, descansan sobre el dominio angustiante del objeto sobre el sujeto: «El hombre se inquietó. Porque no podría continuar dándole sino un éxito mayor. Y porque sabía que ella lo ayudaría a conseguirlo y odiaría lo que consiguieran».[15]

La voz narrativa construye el modo de presencia/ ausencia del objeto a partir de esquemas pasionales de vacuidad en el que se interpenetran una mirada debilitada y una captación restringida. Macabea, la protagonista de La hora de la estrella, es un claro ejemplo de este esquema de vacío y de carencia en el que la mujer se encuentra presa de valores cosificados y cosificantes. La aparente felicidad y estabilidad de los lazos de familia y del mundo que le es familiar a la mujer se revela saturado de fuerzas opresivas. Por eso, los personajes a veces huyen, aunque sea momentáneamente, de la plenitud angustiante o de la carencia de este destino de mujer y, en este proceso, se plantean una búsqueda. Lispector subvierte así, desde adentro, el mundo de la mujer y lo deja disociado.

Los esquemas narrativos de búsqueda implican una transferencia de objetos de valor. En los cuentos de Lispector, la transferencia se construye textualmente mediante el recurso de la ironía y la alternancia de una focalización cero con una focalización interna variable (en la que el personaje es focalizado por el que narra, pero que, a su vez, focaliza a lo demás y a los demás).

Una noción central de la ironía es, sin lugar a dudas, la noción del doble lenguaje. Tal perspectiva se muestra en el cuento «La mujer más pequeña del mundo» y en la novela La hora de la estrella. En ambos textos se manipula las relaciones lógicas para revelar el lenguaje de las pasiones y se juega con el valor de la verdad del enunciado para subvertir conceptos en la argumentación. Se descentra, así, el orden familiar, haciendo que lo inteligible surja de lo sensible y que el hacer se vuelva un pensar perturbador y deconstructor.

En «La mujer más pequeña del mundo» se opone al investigador europeo, representante del orden, el logos, la ciencia, la lógica y la mirada del mundo occidental, a su absoluto otro: una mujer africana, negra, enana, fea y, encima, embarazada. Las miradas del investigador, y la del público europeo que descubre la foto de la pigmea en los diarios, mirada cosificadora llena de cruel piedad y de esquematismo, son perturbadas por la risa de la enana, su visión del amor, de la felicidad. Marcel Pretre opone lo inteligible a lo sensible, pero Pequeña Flor subvierte esta relación y descentra la premisa de un mundo racionalmente categorizado, pues ella conoce sensorialmente: «Tomó un lindo color, un rosa verdoso, como el de un limón de madrugada. El debía de ser ácido».[16] Pequeña Flor es inclasificable desde la perspectiva eurocéntrica y patriarcal.

En La hora de la estrella, Lispector recurre al travestismo narrador/ autora real y a la manipulación del sujeto de enunciación, apropiándose de un yo masculino para crear un personaje como Macabea. De esta manera, nos muestra simultáneamente la mirada cosificada que el personaje tiene de sí misma, la mirada irónica de la voz narrativa sobre Macabea y la mirada lúcida y descentradora de la escritora sobre el proceso de creación y la necesidad misma de crear tal personaje. El hacer de la escritora canibaliza viejas formas discursivas como la literatura de cordel y el melodrama para descentrar el pacto autor/lector y la relación intersubjetiva que se construye entre ambos con la mediación del texto. Manipula, además, las relaciones lógicas, sintácticas, así como la significación y el valor de verdad del enunciado. La manipulación de las relaciones lógicas son fundamentales para el lenguaje de las pasiones y aquellas que juegan con el valor de la verdad, invalorables para subvertir conceptos en la argumentación. Una noción central de tales figuras es, sin lugar a dudas, la noción del doble lenguaje. En Lispector este es el medio para subvertir el universo femenino y el proceso de escritura.


DIAMELA ELTIT Y LUISA VALENZUELA: CUERPO Y ESCRITURA QUE DESCENTRAN

La afirmación «No soy un intelectual, escribo con el cuerpo»,[17] ya planteada por Lispector en La hora de la estrella, es asumida por Diamela Eltit en El cuarto mundo y por Luisa Valenzuela en Novela negra con argentinos como medio de relación, de aprehensión y de conocimiento del mundo real y textual.

Para fundamentar esta perspectiva analítica trataremos de establecer una relación entre algunas propuestas sobre el cuerpo, las sensaciones y la sensibilidad tal como estas son aprehendidas en el discurso y estudiadas por las ciencias del lenguaje en los textos Semiótica del discurso y Nuevos horizontes de la semiótica de Jacques Fontanille.

Intentaremos ver cuál es la participación de la sensorialidad en el proceso de dar forma a los discursos. Asimismo, buscaremos examinar la dimensión polisensorial y sinestésica de la significación en el proceso de construir textualmente el cuerpo físico o el juego de la presencia/ ausencia de él, el cuerpo del relato o de la escritura y, por último, el cuerpo social.

El cuarto mundo juega con la perspectiva polisémica del cuarto como habitación, el espacio del útero materno o del hogar y la vida doméstica, pero también el cuarto mundo de los sudacas al que la novela alude. La novela se estructura en dos partes: «Será inevitable la derrota» y «Tengo la mano agarrotada». En la primera, el relato es asumido por una voz narrativa que va construyendo su historia, desde el momento de su concepción y el de su hermana melliza. La historia del hermano sigue un orden cronológico y está marcada por el descubrimiento del cuerpo de la madre, su conexión con él y, posteriormente, por la angustia y la ansiedad por la intromisión perturbadora de la hermana melliza en dicho espacio.

¿De qué cuerpo nos habla Eltit? El relato se inicia con la posesión forzada del cuerpo de la madre: «Su cuerpo estaba librado al cansancio y a una laxitud exasperante. No hubo palabras. Mi padre la dominaba con sus movimientos que ella se limitaba a seguir de modo instintivo y demañado. Después cuando todo terminó mi madre se distendió entre las sábanas durmiéndose casi de inmediato. Tuvo un sueño plagado de terrores femeninos».[18] El cuerpo es visto como medio para establecer lo propio y lo ajeno y para construir un campo posicional que permita aprehender y conocer el mundo. El cuerpo de la madre no le es propio, es dominado por el otro, está crispado y solo se distiende cuando termina el coito forzado. Aun en ese momento, el sueño está plagado de terrores femeninos. De esta posesión, y de la reiteración enfática de lo mismo un día después, nacen los mellizos, dos cuerpos que comparten en constante pugna el espacio del útero materno y viven de sus sueños y pesadillas.

La transferencia metafórica y la proyección de sentido del relato base al del concepto de los orígenes y las relaciones históricas de poder entre colonizador y colonizado y de la relación entre las propias naciones sudacas es inevitable. El hermano narra posteriormente las sucesivas etapas de la búsqueda de su identidad y de las marcas propias de su masculinidad, siempre en oposición a la presencia amenazante de la melliza. La animalidad del parto es definida por su ritmo corporal y la presencia de la sangre; luego, el hermano se define a él mismo por la autogestión de las heces y la presencia del pene y la define a ella por la envidia del mismo y la transferencia del goce. La adquisición del lenguaje de la hermana se contrapone al de la motricidad del hermano, y la sexualidad genital y el dolor del deseo vivo los une a ambos en la tentación y la realización del incesto. La figura dominante de la madre desaparece un día en la totalidad de los movimientos de la casa y se convierte en una prestadora de servicios.

El estereotipo masculino está signado por el poder y el pensar, reflexiona sobre este proceso, incluido el goce, «ejercí la estricta dimensión del pensar»,[19] pero, como Lispector, subvierte este orden. La madre accede al bautizo del hermano y se le otorga el nombre del padre, no obstante, la madre lo rebautiza y lo llama María Chipia y es desde ahí que se subleva y se ubica en el centro del caos.

El relato de la hermana es breve, sincopado, y no sigue ningún orden. Su relación con el hermano y el conocimiento del mundo está marcada por el tacto, subvirtiendo así también el orden tradicional de los sentidos: «Ella tenía una marcada devoción por el tacto. Cedía a la pasión de cualquier mano extraña, de todo labio que, húmedo, la gratificara en el reconocimiento de lo propio de su piel».[20] Es en este relato, sin embargo, que se asume el travestismo del hermano, se realiza el incesto y el discurso trasgresor asume un cariz fundamentalmente político. Se configura el cuarto mundo, el de la mujer, la paria de los parias, desde donde se enuncia el discurso.

Nos interesa analizar la forma cómo se percibe y se imagina el cuerpo propio y el ajeno, pues es desde este locus que se establece la capacidad de la voz narrativa de ubicarse frente al mundo, de concebir las representaciones sociales que produce la cultura; pero, al mismo tiempo, porque es desde ahí, desde estas percepciones y reflexiones, que se modifica y perturba las representaciones tradicionales de lo corporal y de lo social.

El cuerpo de la madre es amplio, elástico y ritmico, pero cuando se autorreconoce embarazada, busca visualizar por dentro su proceso biológico para alejar de ella el sentimiento de usurpación. El padre la percibe como cuerpo enemigo o como masa cautiva y dócil. Los hermanos son presencias ineludibles que se debaten entre la obsesión y la ansiedad, el hermano ejerce la estricta dimensión del pensar y la hermana comparte sueños ocultos con la madre, pero es en el dolor que se inicia el conocimiento: «Nuestros cuerpos empezaron a sufrir. La instalación del dolor entre nosotros fue la primera forma de entendimiento que encontramos»[21] (cualquier parecido con la realidad del proceso de conocimiento y autorreconocimiento de nuestras propias naciones es pura coincidencia).

Eltit parte de la unidad primigenia en el útero materno para luego trabajar sobre los estereotipos de diferencia binaria entre hombre y mujer y, finalmente, plantear el intento de regresar a la unión, pero ya no la primigenia, sino una construida en el campo del travestismo, la hibridez, en la que todas las categorías hombres-mujer han sido subvertidas y resementizadas.

El universo figurativo que surge de esta aprehensión sensorial es el del universo caótico y violento de la masacre y el trauma histórico de la dictadura en Chile. Se construye una mirada de autorreconocimiento de la escisión esquizofrénica de nuestras culturas y la relación histórica conflictiva con el poder imperial de la(s) nación(es) más poderosa(s) del mundo (singular o plural, dependiendo de si se asume una perspectiva sincrónica o diácronica). Desde la perspectiva del cuerpo se indaga sobre la nación violada o asesinada, sobre la naturaleza del conocimiento y del dolor, y se plantea una búsqueda, la de la escritura pulsional para descubrir el poder del placer, el papel transgresor del incesto de los hermanos sudacas y el parto simbólico de la escritura y de la escritora, diamela eltit, nombre común en minúsculas, como la de todas las escritoras comprometidas.

En Novela negra con argentinos, de Luisa Valenzuela, el eje estructurador es el crimen sin sentido de Edwina Irving (pudo ser Jones o Brown o Gutiérrez o Rosales), realizado por el escritor argentino Agustín Palant. La instancia del discurso enuncia una posición: el hombre, el asesino; la mujer, bella y actriz, la asesinada. La acción ocurre en el Upper West Side de la ciudad de Nueva York, «En la llamada realidad no en el escurridizo y ambiguo terreno de la ficción».[22] El presente discursivo está marcado por la presencia del cuerpo de la mujer a quien Agustín mata de un tiro en la sien.

En la novela negra canónica, género desarrollado en los EE. UU. durante las décadas del cuarenta y del cincuenta del siglo XX, el relato se construye alrededor de la investigación de un crimen. En el sórdido mundo de sexo y violencia de las altas esferas sociales, el detective indaga quién o quiénes son los asesinos. Muchas veces, el enigma se resuelve utilizando los mismos métodos que los delincuentes, pero el detective es incorruptible y el desenmascaramiento del mundo de los poderosos es una forma de sanción moral.

En la novela negra de Valenzuela, los escritores son los que investigan, pero no buscan saber qué fue lo que ocurrió ni cómo ocurrió el asesinato, sino por qué: «¿Y por qué pelean? Por el saber. Por saber, tout court»[23] Pero ¿qué quieren saber? Quieren explorar el cuerpo de la víctima, el cuerpo como espacio de la dominación y del poder y como espacio del dolor y de la búsqueda del saber. Quieren descubrir el cuerpo propio y el ajeno para así aprender a «escribir con el cuerpo». ¿Qué signica esta formulación?: «Escribir sobre lo muy cercano, tarea casi imposible. Hay que estirar el brazo mucho más allá de su propio alcance para poder tocar lo que está pegado casi al cuerpo».[24] Escribir es un acto visceral, físico, de tocar, oler, sentir y conocer lo que palpita a flor de piel, porque es la piel, esa envoltura plural y porosa que tiene dos caras, una vuelta hacia el mundo exterior y otra hacia un espacio interno, la que nos relaciona en primera instancia con el mundo sensible.

En Novela negra con argentinos, la deixis del discurso (el espacio, el tiempo, el actor de la enunciación) está asociada a la experiencia .sensible del crimen, a partir de la que se instalan las grandes dimensiones de la sensibilidad perceptiva y afectiva: la intensidad y la extensión. El primer escenario, el íncipit de la novela, conduce del «enganche» del choque emocional producido por el crimen a una distensión procurada por el proceso de indagación del porqué del asesinato.

El relato va de la presencia del cuerpo de la víctima, «Un bello cuerpo de mujer, el otro. Una joven actriz actuando ahora su papel de muerta, tirada sobre la alfombra de su propio dormitorio, con un agujero en la sien, desangrada»,[25] a la desaparición a nivel textual del cuerpo de la misma. Su asesinato no aparece en ningún medio; la policía no investiga y, en realidad, el crimen mismo queda impune. Así, se construye metafóricamente el cuerpo ausente de los desaparecidos. El crimen solamente existe en el recuerdo de Agustín (el recuerdo de la sonrisa previa al crimen, el del tiro en la sien y el cuerpo ensangrentado de la víctima) y en el acto de escritura por encontrarle sentido al sinsentido. La presencia perturbadora del mismo descentra el universo de Agustín y rompe todas sus isotopías (actoriales, espaciales, cognitivas y afectivas). Agustín se vuelve una pura intensidad emocional y propioceptiva, sin extensión: es pura náusea, miedo y sentimiento de culpa: «pero sería dejar su marca de vómito, más tarde podían encontrarlo por el contenido de su estómago, las huellas de su bilis, sus jugos gástricos, todas las repugnantes intimidades de su cuerpo señalándolo como dedo acusador».[26]

La aparición de Roberta, la verdadera protagonista, porque Agustín, tal como lo apunta el texto, es el antagonista, señala la formación de otro campo posicional en competencia con el de Agustín e implica un «cambio de posición» y el ingreso en la instancia del discurso de una pluralidad de roles, posiciones y voces. Roberta produce un cambio de equilibrio entre la intensidad y la extensión y una variación en la tensión entre el centro sensible y los horizontes. La profundidad del campo es establecida por Roberta en un permanente movimiento entre el centro y los horizontes, entre el centro y los límites: Nueva York y Buenos Aires, territorialidad y exilio, realidad y ficción, dolor y placer versus dolor y muerte, cuerpo y escritura, conocimiento y verdad.

Los espacios de Nueva York y Buenos Aires se oponen y superponen textualmente. Lo que une y asocia a ambas ciudades es la basura, la inmundicia. Se incursiona en este territorio para buscar cruzar la frontera y ver si se puede llegar al otro lado. Estudiar la perspectiva global de la espacialidad en la novela implica, por lo tanto, descubrir el funcionamiento general del discurso espacial que da sentido, en el nivel figurativo y en el abstracto, al cuerpo de la ciudad: «Y fue reconociendo y reconciliándose en parte con la otra cara o mejor dicho el culo -el oscuro y deliscuescente agujero- de esa ciudad que se le escapaba de los dedos, que a cada instante se transformaba en otra».[27] La cara de la ciudad en la que Roberta incursiona en su búsqueda de respuestas sobre la violencia es su otra cara, el culo, los pezones, el pito, el sexo, el underground, el mundo de lo bajo, lo genital, lo sucio como gran metáfora del cuerpo social de la Argentina durante el negro período de la dictadura: «De un lado o del otro, la inmundicia es siempre la misma, siempre las mismas grandes bolsas de plástico negro, apiladas, llenas de desperdicio y en mi país en tiempos militares las bolsas tenían más bien restos de, mejor pensar en otra cosa, armar la sonrisa de seguridad e indiferencia».[28]

El universo sadomasoquista de la casa de Ava Taurel es el escenario de la obra de teatro, de la novela o de la película en curso que el relato construye. El cuerpo deviene en el espacio simbólico de dominadoras y dominados, de la pesadilla y la tortura, pero no esa, la otra, aquella cuyo límite no es el placer del dolor consentido, sino el dolor de la muerte y el del conocimiento: «Agustín sabía de estos cuerpos flotando en el río y también había sabido de los otros arrojados de helicópteros a medio morir, con la panza abierta para que no flotaran»;[29] «Los dedos. Aquellos que cierta vez aparecieron en el basural de la vuelta del cuartel. En otro país, otro tiempo, otra vida, otra historia: no permitirle el paso a los recuerdos».[30]

Roberta descubre que el móvil del crimen y la violencia está en el lado oscuro del cuerpo propio y del cuerpo social y que surge de la sensación de poder que emana de la posesión de un arma, objeto frío, metálico, de fuego, cuyo contacto físico lleva al asesinato. En este universo, la realidad corporal se fragmenta y la comunicación pierde su carácter polisensorial y se localiza y congela en un solo sentido: el auditivo: el del grito de Munch. Ava Taurel es pura boca y Roberta pura oreja, «y la oreja pasa a ser esa luz en su cerebro que se le enciende para señalar la otra recóndita escena de tortura en la que estuvieron atrapados sus amigos, hermanos, compatriotas, sin haberla buscado, sin posibilidad alguna de gozo, tan solo de dolor».[31]

Límites y abismos, infranqueable posibilidad del conocimiento que va de lo sensible a lo inteligible. Roberta aprehende la veracidad del asesinato a partir del olor de la habitación de Agustín: «Primero fue el hedor, el espantoso olor de esa habitación como una presencia en la penumbra, algo sólido, palpable [...] .Después tuvo que atravesar la inmundicia, como quien se deja lamer por las lenguas más abyectas».[32] La sintaxis del olor es la de la pestilencia, ligada a la basura, a los miasmas. A ella se suman las mociones íntimas de la sensorio-motricidad expresada en la náusea y, finalmente, la sensación táctil (y quizá gustativa) producida por el acto de lamer. El otro olor que se asocia al cuerpo dolorido y torturado de la víctima, y a la gran pregunta retórica que atraviesa el texto, es el del olor a pólvora: «todo aquí tan hediondo y nosotros ya sin olfato alguno, impregnados del olor a nada que nos rodea como un aura. A pólvora. Me pregunto».[33]

Roberta quiere saberlo todo: «Yo soy vos y vos soy yo ¿a quién hemos matado?».[34] La búsqueda de respuestas construye un esquema tensional de amplificación que va creando una gradación progresiva de la tensión afectivo-cognitiva. En un proceso travestista de desorden de todos los sentidos, identidades y categorías, se conoce el desorden mismo de la muerte. Agustín se vuelve Gus; la víctima, Vic, y Roberta, Bobbie. El juego teatral de máscaras y disfraces, de apariencias y realidades es también el proceso de escritura de una obra de teatro (tragedia o teatro de la crueldad) inserta como un juego de cajas chinas dentro de una novela (novela gótica, melodrama o novela abierta).

El encadenamiento de escenarios sucesivos forma un esquema narrativo canónico de búsqueda que reposa sobre el defecto del objeto y la carencia. No se encuentra ninguna explicación para el crimen y se busca una salida, pero «para emprender el camino de retomo, cualquiera que éste sea, hay que completar el camino de ida y en lo posible traer algo consigo».[35] No puede haber «borrón y cuenta nueva». La liquidación de la carencia consiste en adaptar la extensión de la captación a la intensidad de la mira mediante una transferencia de objetos de valor que supla la carencia. Hay que escribir el final de algo que nunca ha sido escrito, el final de una historia macabra, o su esclarecimiento.

Agustín no apuntó al corazón, sino a la sien, pues no fue un asesinato por amor, «fue como si hubiera querido hacerle volar las ideas. Reventar el pensamiento».[36] La historia de terror de la infancia en la que la mujer asesinada con la masa encefálica al aire camina por el piso de arriba con un hacha en la mano es una historia sin desenlace e introducida en otra: es la historia en la que una nación asesinada y torturada camina con la masa encefálica en el aire y quiere entender lo que ocurrió para no volverse loca.

Valenzuela, como Eltit, concibe la escritura como un proceso de autorreconocimiento, en tanto cuerpo sensible: «Yo soy mi cuerpo»,[37] y de indagación sobre la lógica de las sensaciones en la construcción del significado textual. Desde la perspectiva del cuerpo, indaga sobre la nación violada o asesinada, sobre el cuerpo torturado y desaparecido o sobre la naturaleza del conocimiento y del dolor: los muertos que la novela mata son fruto de otros crímenes, ajenos, cuyo desenlace todos queremos conocer.

 

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Notas

[1] Este ensayo tiene como base la ponencia presentada en el conversatorio internacional «Escritura femenina y reivindicación de género en América Latina», realizado en Pau y Bagneres, Francia, los días 5, 6 y 7 de mayo de 2004 bajo la organización de Andinica (a cargo de Roland Forgues) y la Universidad de Pau. Esta actividad contó como invitada especial a Elena Poniatowska.
[2] Lispector, Clarice. Lazos de familia. Barcelona: Montesinos, 1988; La hora de la estrella. Madrid: Siruela, 2000. Para efecto de las citas de los textos mencionados se abreviará el primer título por LF y el segundo por LHE.
[3] Eltit, Diamela. El cuarto mundo. Santiago de Chile: Planeta, 1988. Para efectos de las citas se abreviará este título por ECM.
[4] Valenzuela, Luisa. Novela negra con argentinos. Buenos Aires: Sudamericana, 1991. Para efectos de las citas se abreviará este título por NNA.
[5] LHE,p.15.
[6] LF,p.12.
[7] LHE,p.52.
[8] Ibidem, p. 68.
[9] Ibidem, p. 65.
[10] LF, p. 21.
[11] LF,p.24.
[12] Ibídem, p. 27.
[13] Ibídem, p. 19.
[14] Ibidem, p. 57.
[15] Ibidem, p. 91.
[16] Ibídem, p. 81.
[17] LHE, p. 18.
[18] ECM, p. 11.
[19] Ibidem,p.15.
[20] Ibidem, p. 23.
[21] ECM, p. 11.
[22] NNA,p.3.
[23] Ibidem, p. 200.
[24] Ibidem, p. 152.
[25] Ibidem, p. 5.
[26] Ibidem, p. 4.
[27] Ibidem, pp. 16-17.
[28] Ibidem, p. 16.
[29] Ibidem, p. 139.
[30] Ibidem, p. 4.
[31] Ibidem, p. 27.
[32] Ibidem, p. 41.
[33] Ibidem, p. 123.
[34] Ibidem, p. 48.
[35] Ibidem, p. 204.
[36] Ibidem, p. 109.
[37] Ibidem, p. 106.

 

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Por Yolanda Westphalen
Publicado en Cuadernos Literarios, N°5 Año III, 2006