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Diamela Eltit

FUERZAS ESPECIALES

(EXTRACTO)


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Soy una Juana de Arco electrónica, actual.
Severo Sarduy

A Marina Arrate
A Alfredo Castro

 

 

EL TRABAJO QUE TENGO

 

Había dos mil Webley-Green 455. Había mil trescientas Beretta Target 90.

La algarabía me provoca mareos y me empuja hacia un hambre rara, extensa. Soy una criatura parásita de mí misma. Sé que mi hermana palpita en nuestra cama, incómoda, incierta. El cuerpo de mi hermana espera, no sé, sábanas o aguarda que yo mitigue su pena. Me pide que sea yo la que consiga horadar la sensación de pesadumbre metálica que le provoca la ausencia de sus niños. Y me suplica que le indique cómo esquivar la compasión que experimentamos ante la humillación de que mi padre ya no tenga a sus hijos hombres, los que tenía, los que poblaban el departamento, los que estaban con nosotros, nuestros hermanos verídicos, los que están en la cárcel, porque ahora sólo quedamos ella y yo, que somos mujeres. Había un rifle Taurus M62. Voy al cíber como mujer a buscar entre las pantallas mi comida. Todos se comen. Me comen a mí también, me bajan los calzones frente a las pantallas. O yo misma me bajo mis calzones en el cíber, me los bajo atravesada por el resplandor magnético de las computadoras. En cambio el Omar o el Lucho solamente se lo sacan, más fácil, más limpio, más sano, provistos de la cómoda seguridad de que nada les resulte destructivo o verdaderamente insalvable. Pagamos trescientos pesos por ocupar media hora el cubículo. Me bajo media hora los calzones y dejo que me metan el lulo o los dedos adentro, hasta donde puedan. Nunca digo: sácame el lulo ni digo: sácame los dedos. No lo hago porque me concentro en el sitio ruso de modas alternativas que me absorbe tanto que mis ojos se pasean por mi cerebro clasificando las prendas de manera hipnótica. Después abandono corriendo el cíber y me voy a consumir todo lo que puedo. Lo hago con una deliberada avidez, con un estilo anémico, posesivo, y cuando ya ha pasado un tiempo importante, cuando me siento ventilada, aguda, regreso y espero la suma de cada una de mis medias horas en el cubículo ocho. Miro la pantalla y, para entretenerme, muevo el cursor y avanzo hacia las últimas tendencias de los suntuosos abrigos italianos. Me pagan mil y hasta dos mil pesos la media hora. Yo le pago trescientos pesos al Lucho por el cubículo. Me da envidia el Omar porque es el mejor chupapico del cíber, muy famoso él por la artesanía de sus labios y por su elegante e imperceptible rapidez. Es envolvente el Omar, doble, dramático, ávido de modernidad. Si alguien le ocupa su cubículo, el número nueve, el que está justo al lado del mío, se pone furioso y ataca la integridad del cíber. Le pagan hasta cinco mil, eso asegura él. Había treinta y cuatro mil Astra M1021. Pero no le creo al Omar porque es farsante, presuntuoso, técnico, ese es el sello de su estilo, siempre conectado a sus auriculares para perderse en su música, aunque puede ser que una vez le hayan pagado cinco mil. A mí me pagan mil porque yo soy mujer. Con un incipiente grado de rencor y de eficacia me bajo mis calzones, me los bajo mientras pienso en mi hermana que no se levantó hoy aunque está despierta. La mujer del departamento de al lado no se levanta jamás. Se caga ruidosamente en la cama. Nuestra vecina está confundida por el intenso funcionamiento de su imaginación portentosa. El Lucho no nos instala una estufa en el pasillo para calentar el cíber. Hace frío. Ayer llegó la guatona Pepa entumida y ni siquiera me saludó cuando nos encontramos en la puerta. La guatona tenía los ojos colorados como conejo, bien rojos, entró verde de frío, envuelta en una estela sutil de neblina y de pudor. Mi mamá está hablando sola. Dice que ella y mi hermana valen igual y que yo valgo un pucho. Nada, dice mi mamá. Ahora están enfermas las dos. A mi mamá y a mi hermana les doy vuelta de un lado para otro como si fueran un asado porque algunos días, mientras transcurre la rutinaria semblanza del tiempo, ellas tosen y vomitan y son exigentes y se niegan a compensarme por los desvelos que me ocasionan. El cíber ha sido maravilloso con toda la familia, con mi mamá, mi hermana y yo, pero no con mi papá, con él no, ni menos con los que ya no están con nosotros. El cíber es todo para mí, milagroso, gentil. Yo venero la neutralidad de la computadora que me protege hasta de los crujidos de mí misma: el cursor, el levísimo sonido del disco duro, la pantalla es completamente indescriptible y su borde, un poco maltratado, no me desanima porque su prestigio salta a borbotones en medio de una luz titilante. Una luz que nunca va a comprender la guatona Pepa pues no sabe, no conoce, no acepta que su vida ya se manifestó y que es un desastre total. La guatona no puede sentir más que profundos destellos de ira por lo que consigue, unas simples monedas o ninguna porque la guatona va al cíber solamente para rodearse de una merecida paz tecnológica. Pero la guatona es la guatona y me asusta y me da miedo y me provoca un terror parcial pues mi mamá, mi hermana y yo nos parecemos demasiado a la guatona, pero nosotras ganamos más. Yo gano más. Había tres mil pistolas Bruni 8 mm. Gano más ahora que mi mamá está enferma y mi hermana también. Pero mi papá, no, él no. Mi papá no se puede comparar con el Omar, encapsulado siempre el Omar, doblado entre las débiles luces del cubículo que arrienda, siempre el mismo, el número nueve, el Omar cautivo y debilitado por unos esporádicos accesos de tos que le provoca su trabajo. Atravesado por la rigidez parcial de sus labios, por el dolor constante en sus mandíbulas. El Omar parapetado detrás de un nueve grandote, un número nueve tan desproporcionado y lento como un lagarto, un nueve escrito con un plumón de tinta negra, un trazo escalofriante. Tosco el nueve que lo marca y lo mantiene ocupado todo el tiempo. El Omar meditando en su cubículo chupapico. El Omar espera porque necesita, así lo ha dicho a quien lo quiera escuchar, mamar y mamar todo el tiempo, chupar. Egoísta el Omar que no me enseña. Le pido que me explique, que me adiestre, que me deje mirar para entender qué hace con el tumultuoso encuentro entre la pantalla y la luz, cómo evita la colusión mientras cumple magistralmente como chupapico. Le dije que me indique cómo sostiene su absorta concentración, de qué manera maneja los ruidos y los gritos que cruzan el cíber, pero el Omar se encierra y pasa el pestillo y se queda adherido a la silla. No sé qué hacer con el Omar o cómo saludarnos con la guatona y de cuál modo tolerar al Lucho que chatea y chatea y guarda los trescientos pesos que le paso, tres monedas y las introduce en su caja mientras le escribe a un colombiano, lo leo con mis propios ojos, le cuenta al colombiano que está en pleno crecimiento, le indica que va a viajar a Europa y le escribe que se le cayó un diente de leche y no alcanzo a leer más porque el Lucho por fin me mira o no me mira realmente y me entrega un vale terrible y agresivo mientras la guatona me empuja con sus uñas mal limadas, ásperas, únicas. Pero ahora tengo que ir a mi casa porque el tiempo se volcó sobre mí. Debo llegar rápido a mi departamento, correr para cerrar la puerta que está abierta y por el hueco infernal se cuelan manadas de gatos muertos de hambre. Había quince mil gorras Wehrmacht. Tengo que sacar a los gatos y después precipitarme a atenderlas a ellas, tocarlas a las dos y entre el roce de nuestros dedos comprobar que no tienen nada de fiebre. Hace trescientos días que están enfermas por culpa de los niños y todavía no se mueren porque son jóvenes y son sólidas. Más jóvenes y mucho más só- lidas que mi papá que aún no se levanta de la cama porque es demasiado flojo el cabrón.

 

 

LOS NIÑOS

Ahora los guardianes vigilan a los hijos de mi hermana como si fueran figuras de cristal talladas por artesanos húngaros. Más de un año ya desde que las imágenes de los niños desbordaron los periódicos, los noticieros e irrumpieron en la crispada ruta de las redes. Aparecieron tal como son, iguales a ellos mismos, consumidos por el borde opaco de una extensa belleza. Misteriosos. Ni sanos ni enfermos. A lo largo de unas horas tumultuosas, realmente agresivas, los hijos de mi hermana, alcanzaron un protagonismo que no pudo sino resultar dramático porque el recorte tangencial de sus figuras desencadenó la pasión por redimir las penurias de la infancia. El ambiguo enmarque de los rostros de los niños, rodeados por la policía, provocó un masivo estruendo público que no cedió por aproximadamente cuarenta y ocho horas. Ese tiempo consiguió que mi cuerpo se condensara y, a la vez, se disgregara en infinitos fragmentos de sensaciones porque ellos, los niños, renacieron ante mí. Los dos. Los mismos que antes sólo formaban parte del paisaje repetido y agotador que define a cualquier familia. Pero después que me avisó el Omar, me avisó el Lucho, los descubrí en la pantalla y me precipité hasta el departamento, subí las escaleras del bloque con una velocidad nueva y me senté estupefacta en el borde de una silla. Había trescientas Winchester calibre 270. Casi ahogada, con la respiración en un hilo, presuntamente asmática, pensé que por fin algo extraordinario nos había ocurrido. Un hecho público que ya no me obligaba a preguntarme por la veracidad de mi existencia. Mientras seguía sentada en la silla, en su exacto borde, noté que mi cerebro se expandía incrementado por latidos punzantes y noté el temblor en una parte de mi mano derecha. Me parecía asombroso que los hijos de mi hermana fueran capaces de producir un clima de estupefacción tan extenso. Pensé en los niños que antes nos pertenecían y en cómo ellos consiguieron individualizarse hasta alcanzar una difícil y exclusiva notoriedad debido a la conducta de mi hermana. Percibí también que se precipitaba sobre nosotros el hálito colectivo de horror y de un escándalo que, aunque efímero, resultaba elocuente. Había quince mil quinientos rifles Taurus M62. Sentada en la orilla de la silla nada parecía importante en el mundo, salvo los dos hijos de mi hermana y la realidad creciente de sus publicitados destinos. Los niños existían ante una parte del mundo y existía también mi hermana y, por fin, a lo largo de cuarenta y ocho horas la vida de todos nosotros adquiría un merecido relieve. En medio de poderosos chispazos, las informaciones, detalladas con una deliberada crueldad, borraban nuestra insignificancia y las asimetrías. Era mi hermana, el último hilo de fraternidad que me quedaba, quien ese día me convocó velozmente hasta el departamento. Mientras permanecía en el borde de la silla, en medio de una ascendente sensación de incredulidad, comprendí que ella era un ser que estaba lleno de energía, sumergida en la invectiva de un pensamiento que la familia nunca pudo detener. Pero el reconocimiento que me suscitó la noticia junto con conmoverme, después de unos minutos, me apabulló. Pensé en los niños, en la súbita radicalidad que adquiría la familia, en los matices irreales de la noticia, en la abierta desaprobación que generaba mi hermana. Me irritó la malévola comprensión de su cuerpo. Pensé, sentada en el borde de la silla, con los ojos enrojecidos por el impacto, que un rayo electrónico nos había partido porque las imágenes de los niños, circulando como antiguos productos sacrificiales en una cinta infinita, portaban un nuevo futuro. Sentada en el borde más incómodo de la silla, cerré los ojos para intentar fugarme de esas cuarenta y ocho horas que transcurrían sólo para precipitarse sobre los niños y mi hermana. Quise saltarme esas horas y me esforcé en atraer los momentos más cruciales y secretos de lo que había sido nuestra infancia pero no acudían nuevas imágenes que pudieran distraerme de la monotonía de ese tiempo. Las escenas que llegaban eran insuficientes o abiertamente previsibles. Situaciones básicas en las que ella o yo evadíamos la angustia que nos provocaba el hacinamiento de los muros, la vergüenza ante la torpeza que nos caracterizaba, los hábitos que no conseguíamos ocultar y el número de deseos incumplidos. Ella y yo amontonadas en el departamento, prácticamente asfixiadas. Risas tontas, golpes tontos, palizas y una idéntica manera de enfrentar el cúmulo de verdades que íbamos almacenando. Sentada en la silla pude comprender que nada era verdaderamente importante, ni siquiera la caída pública y masiva de los niños ni menos los actos de mi hermana serían definitivos porque se trataba de simples acontecimientos que se unirían a otros y a otros hasta que se cursara la muerte de los niños y la muerte de mi hermana. Pensé que yo también iba a morir y las cuarenta y ocho horas de infamia policial formarían parte de un episodio intrascendente. Pensé en mi hermana devorándose a sí misma por las terribles acusaciones que la privaban de sus dos hijos. Pensé también que nada le resultaba perturbador a mi hermana pues la resignación regía la totalidad de nuestros hábitos. Entendí que los niños tenían que prepararse para obedecer a sus propias naturalezas y ya estaban lo suficientemente adiestrados. Había trescientos veintidós mil rifles Mossberg 802. Fue en ese momento cuando me levanté de la silla y enfrenté el retorcido transcurso de las cuarenta y ocho horas. Lo hice provista de una máscara convincente porque mi hermana y yo tenemos un sinfín de vueltas, no somos lo que parecemos. Ya ha transcurrido más de un año y los niños, que ahora crecen lejos de mi hermana, todavía tienen la tarea de adaptarse y mejorar. Jamás nos han reprobado los cercanos, nadie rechazaría a mi hermana y mi papá urde constantemente planes para salvarla y consolarla. Los niños regresarán tarde o temprano como nosotras lo hemos hecho después de entender los beneficios de la tregua y del reposo. Los niños están retenidos lejos sólo por funestas presunciones, por sospechas hacia el comportamiento de mi hermana que nunca pudieron ser comprobadas. Los niños están relegados o regalados debido a un cúmulo de supuestos que la enardecieron y que la mantienen enferma de un sinfín de males indeterminados desde hace ya más de un año. Meses monótonos que la encadenan a sucesivas enfermedades. Mi hermana en cama o sentada en esta silla con leves mejorías que poco o nada ayudan a mantener la integridad que debemos certificar mensualmente en la comisaría. Pero por ahora no quiero pensar en los niños y en sus infames guardianes, no quiero enfrentar la situación de mi papá, solo, sin los hijos hombres que tenía, mi padre asfixiado por su familia de mujeres que no alcanza a soportar. Había cinco mil rifles CZ452. No quiero oír nunca más la voz de mi papá que me dice, levantando la cabeza de la almohada: córtala, hasta cuándo corrís como loca de un lado pa otro. No, hoy no quiero pensar porque tengo que correr para estirar a mi hermana que está enferma, astillada de pesadumbre, ovillada en la cama como si fuera una perra vieja. Había quince mil visores engomados.



 


 

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