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Un solo correazo
Diamela Eltit
Luvina / invierno / 2012
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Es ella. Mi hermana amaneció hoy comprometida en un proceso luminoso de renacimiento. Equidista de manera profana con un documental ciéntifico que vi en torno a la pasión mutante de la crisálida como ejemplo de superación para el conjunto más opaco de la humanidad. Hoy nos dice que se propone explorar en el subsuelo de sus sentimientos hasta fundirse con el estado de gracia que circula por sus ligamentos. Y nos dice, frente a su taza de té, que va a volver a trabajar en el centro. Lo dice con el pan en la boca, lo dice, mientras una porción del pan se le pega a su labio. Si logra llegar al centro, nos dice, se olvidaría del guaracazo que le dio el paco cuando ella se sacó la blusa y le azotó la espalda. Había quinientos rifles Remington 597 sintéticos. Un azote, uno solo, realizado en el sector más neutro de la comisaría, un escenario que armó un oficial para entretener a los pacos de turno que estaban abatidos por el monto irrisorio que arrojaba la última gratificación. Se trataba de saldar una cuenta que tenía con uno de los pacos. Un oficial y ella, nos dice. Así lo afirma mi hermana, una deuda que terminaría para siempre con el correazo y la presencia indispensable de los pacos de turno que veían en su espalda una posiblidad de sortear la ansiedad que les generaban sus cuotas impagas. Después mi hermana nos dice que volvió al departamento. Subió penosamente hasta el cuarto piso, se afirmó de manera dramática en la baranda, olió el bloque traspasado por el hedor a sopa y pegamento, la invadió ese olor justo cuando le latía el correazo como una quemadura en tercer grado y en los precisos instantes en que se preguntaba acerca del tipo de huella que iba a dejar la correa en su espalda, dice que pensó con alivio que la marca podría resultar similar al tatuaje de un correazo. Nos dice que pensó que su espalda podría lucir menos real. Nos dice que miró su propio pie en el borde de uno de los escalones, su zapato negro desajustado en la punta, descascarado como una vieja pintura mural. Nos dice que pensó en su zapato cuando vio la punta apoyada en el peldaño de cemento. Nos dice que mientras veía el desastre en la punta de su zapato pensó lanzarse al vacío, saltar del cuarto piso, pero comprendió que aún era suficientemente fuerte y no iba a morir en la caída. Lo pensó porque el correazo del paco no la hizo sangrar y esa falta de sangre destruyó, en parte, todo el espectáculo de la comisaría. La inesperada falla desplegó una estela de fracaso cuando el oficial volvió a ponerse el cinturón con una prisa desproporcionada en medio de un abierto tono de vergüenza que fue legible en su cara, en la posición escurridiza de sus pupilas y en la manera de inclinar la cabeza cuando una atmósfera, en la que primaba la decepción, mostró la debilidad que contenía su mano de paco. Había setecientas pistolas Baretta Thunder 22. Mi hermana no sangró y demostró la mala administración del paco, su falta de pericia para tensar sus músculos. Había diez mil pistolas Zastava M 76. Nos dice que el paco era débil aunque no inofensivo. Nos dice que pese a todo el pánico que la poseía, cuando se inclinó para recibir su castigo, adivinó que iba a resultar tolerable porque el paco no estaba en buenas condiciones y la mano iba a frenar su propia velocidad. Nos dice que el miedo que experimentaba ya estaba instalado en ella, que ese miedo y esa sensación de que el mundo se iba a acabar la acompañaba meses antes de que le arrebataran a los niños y, por eso, cuando el oficial la hizo entrar a la comisaría para darle un azote, uno solo, así se lo repitió una y otra vez el paco, iba con un miedo conocido, un miedo que revestía sus huesos y quizás hasta impidió que la sangre saltara en la cara de alguno de los pacos que estaban demasiado cerca de su espalda. Nos dice que jamás la íbamos a entender porque nosotros no conocíamos ese miedo, el de ella, el suyo, nos dice y nos dice que estaba cansada de soportar nuestros lamentos que no se comparaban con su estado defintivamente extrahumano porque en ella se alojaba un átomo de adivinación. Nos dice que antes de que se llevaran a los niños había dejado de dormir o más bien su sueño era tan accidentado que había perdido la esperanza de alcanzar una percepción clara. Nos dice que ese miedo y ese insomnio tenían una relación fatal con lo que iba a ocurrir. Nos dice, con un énfasis frío, que cuando el paco le impuso el correazo como única alternativa para no meterla al chucho, ella pensó que ya había oído esa propuesta antes, que no le extrañó en absoluto porque, en un recodo indeterminado, ya le había dicho que sí al paco, él ya la había azotado y ella conocía cuál iba a ser el resultado de su espalda. Nos dice que el paco no le dio ninguna alternativa, que era todo o nada porque ese día la comisaría entera (ella se refería a cada uno de los pacos de turno) estaba crispada por los pagos y el desdén que provocaban entre sus superiores. Nos dice que no era un plan especial contra ella sino más bien un azar. Nos dice que era ella la que estaba más a mano para suplir la tensión que atravesaba el turno. Nos dice que nunca se propuso ser la inmolada del bloque pues cualquiera podía haber resuelto un malestar que tenía a la comisaría patas arriba. Pero ella era la que estaba ahí, ella a la que se iban a llevar, ella la que estaba fichada, ella la que se iba a sacar la blusa y ella la que se iba a dejar azotar con la cabeza inclinada. Nos dice que accedió al trato que finalmente la liberó. Nos dice, sin el menor asomo de rencor, que jamás iba a terminar de entender que ese día, el día de su espalda, no hubiésemos llegado a buscarla a la comisaría. Nos mira fijamente, mientras revuelve el té con la cuchara y nos dice que cuando salió a la calle, pensó que yo iba a estar esperándola. Había trescientas pistolas Beeman 4.5. Nos dice que ya no confía en nosotros, nos dice cómo subió uno a uno los peldaños con sus zapatos desastrosos, nos dice también que sus ojos se habían separado de su cuerpo y que, desde un lugar estratégico, le miraban la espalda no con lástima sino más bien con curiosidad. Unos ojos que ya no eran exactamente de ella y que, sin embargo, miraban por ella y en ella. Nos dice que aunque no estaba completamente afectada, sintió el deseo de morir, experimentó un impulso fugaz que desechó porque ya había comprendido que el cuarto piso no le servía para sus fines y que era un salto al vacío que no la habitaba del todo. Nos dice que aún antes de entrar a la comisaría entendió que iba a volver sola al departamento, que no estaríamos esperándola porque ése era el acuerdo que teníamos: cuidar de los que quedábamos, proteger al resto de la familia. Nos dice que aun así pensó que yo iba a ir de todas maneras, pero cuando se vio sola en la calle decidió que nos iba a perdonar porque no sintió un rencor penetrante. Nos dice que no pudo dejar de constatar que respétabamos los acuerdos. Nos dice que sintió que la historia, una que ella no conocía, había pasado por su espalda. Nos dice, mientras levanta la taza de té y la acerca a sus labios, que quiere ir al centro, asegura que va a trasladar todos sus asuntos al centro. Lo dice para infundirnos terror y lo dice para vengarse de todos nosotros.
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