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        De-monumentalización  de la historia y la  ficción en Lumpérica de Diamela Eltit 
        Por Fernando Burgos
          The University of Memphis
        Cuadernos de Literatura Vol. XVII n.º34 • Julio - Diciembre 2013. págs. 263-276
        
          
        
          
        
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          Resumen  
            Este ensayo postula un estudio  de Lumpérica (1983) de Diamela  Eltit como una manifestación  artística posmoderna de  crítica a la Historia a través de  una restitución de todas las  grafías públicas de protesta  en una ciudad invadida por  el miedo y el mutismo. Esa  función crítica hacia todo tipo  de totalitarismo recae en los  desarrapados del lumperío,  en una mujer de múltiples  rostros, en modos subversivos  de la escritura, en escenarios  colectivos desmantelados por la  vigilancia y el terror. La noción  de marginalidad activa, además,  la realización de una escritura  neovanguardista que altera  radicalmente el principio de  construcción novelesca.
  
            Palabras clave:  de-monumentalización, historia,  espectralidad, neovanguardismo,  marginalidad.  
            Palabras descriptor: Eltit,  Diamela, 1949-crítica e  interpretación, novela  hispanoamericana, historiografía  (literatura), marginalidad social  en literatura.
           
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          En la constitución neovanguardista de Lumpérica se registra la  pulsión política que articula y dinamiza todo vanguardismo. Ese levantamiento  radical de las vanguardias, dispuesto y energizado como irreverente provocación,  va a concitar la tentativa de un proyecto político independientemente de su realización  eficaz, su colocación en los bordes o su devenir provisorio, inconcluso y  hasta deshecho. Lumpérica emprende ese intento, aceptándose como una propuesta  marginal que disuelve el circuito de la novela entendido como un sistema  narrativo programable y sobre el cual se puede aplicar las torsiones de un control  autorial, desplegándose, por tanto, como una escritura pelele y desarrapada a  la manera de sus personajes, sin presunciones de renovar nada. Sin embargo,  transforma todo radicalmente por las mismas vías de su marginalidad, ausencia  de engreimientos y soberbios manifiestos. 
          En la intemperie –deshabitada en los perfiles ficticios y disímiles desplazamientos  de ensayos proyectados en la plaza, removida de maquillajes, desmontada  de literariedades, de gustos epocales, de modas deformantes– Lumpérica se sube  al escenario de la escritura con una iluminación que enceguece momentáneamente  la mirada pública. Las tinieblas de la Historia delinean el cuerpo de esa  ficción incierta y en convulsión de la cual se  levanta un estupor sobre la sensación  espectral de la polis –el cuerpo político por excelencia del hábitat humano– dejando  abierta la cuestión ciorana respecto de las dudas de convocar la Historia  conceptualmente o en sus rostros observables de registros: “Me sorprenden  quienes estudian el pasado cuando en realidad la totalidad de la Historia me parece  inválida y vacía” (On the Heights, 66, traducción mía). Por ello, precisamente, es  que esa obliteración de la referida polis navega en contra de una representación de  internación en la urbe diseñada por el imaginario social. Oscila más bien entre una  “ciudad reconstituida de opereta” (Eltit, Lumpérica,120) y “un espejismo de claves  fijas” (121). Vía portabilidad referencial de sus signos y escenarios multiformes, la  metrópoli alcanza en Lumpérica una figuración espectral cuyos perfiles aparecen  y desaparecen en las proyecciones ocurridas en una superficie inventada, la cual  en ocultas grafías de la calle, en la violencia a seres humanos trocados en figuras  animalescas, deja percibir que entre los atroces esperpentos de la Historia se  encuentra el de la ciudad disecada por el miedo.
levanta un estupor sobre la sensación  espectral de la polis –el cuerpo político por excelencia del hábitat humano– dejando  abierta la cuestión ciorana respecto de las dudas de convocar la Historia  conceptualmente o en sus rostros observables de registros: “Me sorprenden  quienes estudian el pasado cuando en realidad la totalidad de la Historia me parece  inválida y vacía” (On the Heights, 66, traducción mía). Por ello, precisamente, es  que esa obliteración de la referida polis navega en contra de una representación de  internación en la urbe diseñada por el imaginario social. Oscila más bien entre una  “ciudad reconstituida de opereta” (Eltit, Lumpérica,120) y “un espejismo de claves  fijas” (121). Vía portabilidad referencial de sus signos y escenarios multiformes, la  metrópoli alcanza en Lumpérica una figuración espectral cuyos perfiles aparecen  y desaparecen en las proyecciones ocurridas en una superficie inventada, la cual  en ocultas grafías de la calle, en la violencia a seres humanos trocados en figuras  animalescas, deja percibir que entre los atroces esperpentos de la Historia se  encuentra el de la ciudad disecada por el miedo. 
          Una de las vías posmodernas de Lumpérica reside en su sostenida relevancia  por lo anónimo de manera que lo socialmente ignorado sature todos los  campos de la novela. En ella posan, se refrotan, se encogen, gimen, se desgastan,  se arrastran, se sustituyen, se tienden los pálidos, ella, las voces, el lumperío, los  vendedores, las parejas, los campos de piel, L. Iluminada, ellos, los cuerpos cansados,  las figuras, las formaciones en caos, el animal lumpérico, los estudiantes, los viejos en la plaza, niños, los enamorados, algunos locos, los mendigos, las  personas de paso. Cuando un nombre aparece –“Su alma es no llamarse diamela  eltit / sábanas blancas / cadáver” (81)– es el negativo fotográfico de L. Iluminada,  es decir, tanto la minimización como el rechazo de una supuesta escritora dedicada  a organizar, archivar y disponer puesto que “ella en el medio del artificio  tampoco era real” (191). Si hay algún regocijo, este se vincularía a los inciertos  vaivenes de lo anónimo por nombrarse y situarse. 
          Lumpérica no pretende por ningún motivo ser gesta épica sino tan solo una  presencia molesta, no devorada por la Historia, al menos en la ficción. En ese  encuentro del animal anónimo con lo contingente surge el espacio de la ciudadtramoya  donde las cámaras, las tablas, las simulaciones escénicas, muestran los  cortes de la Historia y las heridas de la mudez. Como alimaña perturbadora de  lo histórico, lo anónimo pareciera proyectarse al modo de una pintura daliana  de persistencia de la memoria en lo que respecta a la vasta desolación del espíritu  humano y más allá de ella, al mismo tiempo, en su intento de plasmar el registro  histórico y socio-político de esas marcas en cuerpos y calles que en su presente  fueran devastados e ignorados. La habilidad de desterritorializar la lengua es asimismo  posmoderna: un corte se multiplica en el corte de escena cinematográfica,  en los cortes de la escritura de Lumpérica, en cortes del brazo que escribe y del que  nada inscribió en la Historia, en cortes de las palabras que mueven rápidamente  el campo del discurso crítico a uno sexual o escatológico –“vac / a-nal, anal’iza”  (142-143)–, en los cortes de la perforación bestial del incesto y de las humilladas  sin nombre que gimen en los bancos de las plazas, en la activación de neologismos  de atención marginal –lo “lumpenesco” (179)– y de revitalización del habla  popular en conexión con la potenciación artística del “trompe l’ oeil” (149), en su  versión lumpen “para engrupirlos” (99), señalando el engaño de todo lo que es  montado incluyendo el artificio de la ciudad y de la literatura. Es la letra la que  funda la ciudad, producto que en su asedio civilizador oscila entre la imposición  de una Historia ominosa y la ficcionalización de su estatuto utópico. Asimismo,  la electricidad corre por los cables de los escenarios de Lumpérica y al mismo  tiempo por las picanas insertadas por entre las piernas de las fichadas por una  Historia del horror: “Si el misterioso cable punceteara su henchida costilla sin  otra seña que la brusca caída que no dejara marca más que la quemadura en  el costado […]. Quedó irreconocible en el terror a la electricidad manifestado  en gestos primarios” (58, 73). Y, sin embargo, esa Historia oscura que desciende  en la ciudad se pretende orden en la orilla no-lumpérica, donde el transcurso  comunitario independientemente de su paso lóbrego no puede desprenderse de  su mecanismo de órgano social. 
          En la exclusión de todos los fichados por su contorno no histórico –ya en  el silenciamiento se es marginal–, en su reclusión en escenarios, patios, salas,  esferas de la plaza, hospitales, cárceles, la Historia no solo intenta borrar una  memoria de ese lumperío incómodo –que correspondería a la totalidad de un  cuerpo social amordazado– sino que además quiere ser la Historia iluminada,  la Historia desinfectante que permitió el surgimiento de  la verdadera ciudad.  Contra el fraude de una auténtica urbe, Lumpérica vacía la ciudad de calles,  edificios, supermercados, municipios, centros comerciales, ministerios, casas,  establecimientos educacionales, bibliotecas. El Santiago bullente de cafés, restoranes,  hoteles, buses, vendedores, fábricas, universidades, manifestaciones,  librerías, encuentros literarios, especulaciones de la bolsa, bullicios y agitaciones  de todo tipo es devorado por la espectralidad de proyecciones que por ahora se  enfoca en las mudanzas de L. Iluminada, quien quiere mostrar que además de ser  mujer, animal, cuerpo literario entre algunas de sus multiplicidades, es en verdad  una zona imposible de ser rastreada linealmente capítulo a capítulo como si fuera  un personaje identificable de novela porque ese fichamiento ya fue impuesto por  la Historia.
la verdadera ciudad.  Contra el fraude de una auténtica urbe, Lumpérica vacía la ciudad de calles,  edificios, supermercados, municipios, centros comerciales, ministerios, casas,  establecimientos educacionales, bibliotecas. El Santiago bullente de cafés, restoranes,  hoteles, buses, vendedores, fábricas, universidades, manifestaciones,  librerías, encuentros literarios, especulaciones de la bolsa, bullicios y agitaciones  de todo tipo es devorado por la espectralidad de proyecciones que por ahora se  enfoca en las mudanzas de L. Iluminada, quien quiere mostrar que además de ser  mujer, animal, cuerpo literario entre algunas de sus multiplicidades, es en verdad  una zona imposible de ser rastreada linealmente capítulo a capítulo como si fuera  un personaje identificable de novela porque ese fichamiento ya fue impuesto por  la Historia. 
          Apartándose de taxonomías adicionales, de las inutilidades de pertenencias,  mejor se está desarrapada, desnuda y abierta, esperando las tomas de sus violentas  heridas históricas convertidas en escenas, en clímax epifánico, en puro devenir.  ¿Qué lectura se esperaría de tal sobrevenir modificante? Entre las opciones se  encuentra el reto de habitar, sin quedarse, una temporada en su diversidad teórica  y creativa, pudiendo convivir en las aproximaciones desemejantes de Lumpérica.  Una de ellas anuncia el “desenmarañar esa hebra para extenderla como escritura  en la plaza” (93). Las marcas de la Historia son invasivas en Lumpérica, se incrustan  en los signos de su escritura con el objeto de pluralizarse en significantes. Por  otra parte, Lumpérica es una obra ahistórica si se sigue la lectura nietzscheana  de que lo ahistórico es el interregno neblinoso de una experiencia dialéctica que  permite el distanciamiento y la crítica de la monumentalización de la Historia.
          El lumperío de Lumpérica es, así, el espectro del ciudadano sin ciudad. El  espacio público nadie se lo puede arrebatar, ni siquiera la Historia escabrosa que  controla y ficha. Pero enfoquemos ese entorno público con la toma en close up de  Lumpérica: “Imaginar un espacio cuadrado, construido, cercado de árboles, cables  de luz, el suelo embaldosado y a pedazos la tierra cubierta de céspedes” (109).  Veamos, además, quién está allí: una desarrapada entumecida, sometida a sus  círculos, representando a todos los excluidos, inventándose que, con tanta electricidad  y tanta iluminación, los interrogadores de esa Historia despótica no están  allí aun sabiendo que el archivo universal del control humano no puede ser sino el de un espacio escudriñado. La ciudad de casas, de reuniones familiares, de  transmisión cultural les está prohibida a los excluidos, o en las proyecciones de  la cámara fue eliminada. Para ellos, la ciudad es un decorado, una fantasmagoría. 
          Lumpérica, irrumpiendo en la noche de la Historia como simulación de  una ciudad desfigurada, proyecta en refulgente encendido de redes luminosas  su ser entero deshumanizado: “Se ve fantasmagórica la plaza, como algo irreal,  dijo. Para ejemplificar parece un sitio de opereta o un espacio para la representación.  Todo eso está muy desolado entonces” (40). Conminada por su condición  excesivamente sobrante de bestia marcada como desperdicio de lo ahistórico, L.  Iluminada y los pálidos aprovechan los neones del luminoso para articularse  no como habla sino como gestos, poses y recortes de una cámara errática y  fallida en un espacio denominado plaza cuya realidad es tan ficticia como la  del armado de un escenario cinematográfico destinado a desaparecer al final de  las tomas. Al ser intuido lo evanescente, los cuerpos marcan sus poses, entran en  éxtasis, y hasta lujuriosos se desbocan de erotismo. Se refriegan para desentumirse  de la ficción en la que han devenido. Nada extraordinario hay en esta forma  de lectura pues Lumpérica lo enuncia: lo que se “garantiza [es] una ficción en la  ciudad […] La literatura se construye de azares, de la llegada hipotética a la plaza  de unos cuantos que se sientan en los bancos para que los otros los miren y los  descifren” (7, 33). La realidad verdadera –si acaso tal dimensión fuese posible– se  encontraría en la Historia, pero esta última es completamente inaccesible al lumperío,  ese ciudadano forzado a enmudecer, o dicho de otro modo, ese individuo  desfigurado en la no-pertenencia. La narratividad entera de Lumpérica confirma  que esta afirmación de la Historia como guardiana de la realidad y de la verdad es  falaz, pero todo ha llegado a ser tan embaucador que es virtualmente imposible  deshacerse de los discursos imperantes que se erigen desde una Historia encumbrada  por su potestad y monumentalización. 
          ¿Lumpérica, cámara fallida? Si se reclamara inequívoca, se vislumbraría  una prepotencia similar a la imagen de una Historia ensalzada como pináculo,  lo cual esta obra fustiga. Lumpérica huye de la literatura preconfeccionada, de  estéticas directivas, prefiriendo hacerse o deshacerse en su proceso imperfecto.  En Lumpérica, la supuesta ciudad Santiago de sonrientes y sonrosados rostros  es una ilusión, ni siquiera una embestida del lumperío, más bien la errancia de los  pálidos. Cualquier principio rector de una ciudad erigida como sitial histórico es  un desatino, una intimidación inútil a individuos que no pueden sino escenificar  sus poses, y que no logran territorializar nada en la ciudad fantasma. 
          Por la descompostura de lo literario, los vertiginosos desplazamientos del  animal lumpérico, el trasfondo de imágenes que se deslizan de un espacio a otro a través de toda la novela, la referencialidad teórica, la irreverencia hacia las literaturas  blindadas, la invectiva contra la violencia de la Historia y de la consecuente  marginalización que ello produce, las alusiones a los traumas psicológicos del incesto,  las sendas del erotismo como territorio inalienable, la alta significación de  los borradores y del rehecho de escenas, la impotencia de lo acabado que muta  en productividad, la pulsión por el encuentro de una ciudad de la cual solo queda  el lumperío, el flujo transformacional de todo lo que recorre, Lumpérica deviene  un crecimiento rizomático impulsado por su propia heterogeneidad, acoplando 
          
            un punto cualquiera a otro punto cualquiera [que] no se compone de unidades  sino de dimensiones, o más bien de direcciones en movimiento. No  tienen principio ni fin aunque siempre un medio del que crece y se derrama  […] opera por variación, expansión, conquista, captura, retoños […] está  hecho de mesetas […] una continua y autovibrante región de intensidades  cuyo desarrollo evita cualquier orientación hacia un punto culminante o hacia  un final externo. (Deleuze y Guattari, 21-22, traducción mía) 
          
          Lo que se constata en Lumpérica es su querella contra la inflexibilidad que  la segmentación binaria ha alcanzado en las sociedades posmodernas. Deleuze y  Guattari sostienen lo siguiente: 
          
            Estamos segmentados desde y en cada una de las direcciones. El ser humano  es un animal segmentario. La segmentaridad es inherente a todas las capas  que nos componen. Donde habitamos, nos transportamos, trabajamos, jugamos:  la vida es espacial y socialmente segmentada. La casa es segmentada de  acuerdo con los asignados propósitos de sus cuartos, las calles de acuerdo  con el orden de la ciudad, la fábrica de acuerdo con la naturaleza del trabajo  y las operaciones que supone. Estamos segmentados de una manera binaria,  siguiendo las más importantes opciones duales: clases sociales, pero también,  hombre-mujer, adultos-niños, entre muchas otras […] La jerarquía no es  puramente piramidal: la oficina del jefe se encuentra tanto al final del pasillo  como encima de la torre. En suma, podemos decir que la vida moderna no  solo no ha eliminado la segmentaridad, sino que por el contrario la ha hecho  excepcionalmente rígida. (208, 210)
          
          En las antípodas de esa desembocadura social posmoderna, Lumpérica se  coloca en el proceso de lo desterritorializado. Es un cuerpo diseminado por sus  transformaciones en un ambiente propio, sin jerarquías. La desmembración de  Lumpérica no es mítica sino absolutamente humana, acontecida en un espacio  de subversión de lo impuesto. 
          Este perturbador levantamiento de lo posmoderno podría generar un ser  social en busca de un arte redentor, de soluciones y salvación. Lumpérica trastorna  todo ello. No busca preservarse en la historia del arte ni rescatar a nadie,  menos su propia deconstrucción artística. Lumpérica está herida, interrogada,  harapienta, escenificada y de-escenificada. Cuando el significante ocurre en  Lumpérica acaba de transformarse de modo muy semejante a la bestia que describe  Nietzsche, aquella cuya felicidad observa el ser humano casi con envidia  esperando que ella le responda que esa dimensión fáustica pertenece al olvido.  El animal va a enunciar la frase de respuesta, y cuando está a punto de soltarla  por su boca dichosa, se le acaba de olvidar. No hay una ciudad-asentamiento  en Lumpérica. Su narrar son imágenes unidas a lo inestable en lugar de lo sedentario.  Golpea el rostro de la Historia porque esta, en la visión de Deleuze y  Guattari, “nunca ha comprendido el nomadismo [ni] el Libro lo marginal”; por  el contrario, “la Historia adopta el ángulo de lo sedentario al escribirse” (23-24). 
          En su antibinariedad, los movimientos narrativos de Lumpérica son alterables.  Los seres que la habitan convergen en uno y este a la vez se metamorfosea  en muchos. La muy practicada identificación social –de raza, clase, sexo, edad,  nacionalidad, filiación religiosa y política, entre otras– es detestada y combatida  en Lumpérica, y cuando se pronuncia vuelve a herir estigmáticamente. Lo que  queda es devenir no solo en el otro humano o en el otro reconocible, sino en el  otro como absoluta experiencia de devenir: “Eso es, ella se ha rebuscado una  multiformidad animalesca cuando ha llegado a superponer bramido sobre mugido  y los relinchos” (Eltit, Lumpérica, 61). Transformada en animal lumpérico  y roto el perímetro de lo literario, Lumpérica debe engendrar, en medio de todas  sus representaciones y devenires, un fragmentado sistema de autorreferencias  a sus principios creativos: “Cayó en constantes equívocos, desconectando los  diálogos, rescatando el tiempo en escenografías poco importantes. Se propició el  desvarío en el lenguaje para alejar así la solución de la belleza y que no se sostuviera  en ninguno de sus rasgos característicos. Se embaló en este indefectible placer,  reconociéndolo tan efímero como su imaginación” (74). Como bestia irascible  e intangible cuerpo literario, que monta y es montado literal y figurativamente,  sexual y escenográficamente, esta zona de-monumentalizada que es L. Iluminada  alcanza el principio de heterogeneidad sin el cual no habría sido escrita: “híbrida  y triunfante está lista para emerger” (161).
          Lumpérica se enfrenta a la realidad histórica de una ciudad tomada que  ha dejado de pertenecer a la gente, pero como bien señala Lyotard, “inherente  al capitalismo es el poder de desrealizar objetos familiares, roles sociales e instituciones  a tal punto que las así llamadas representaciones realistas dejan de evocar la realidad excepto como nostalgia o mofa” (74, traducción mía). Por esto,  la obra de Eltit que discuto escogería la textualización de lo impresentable conectándose  con ello a las vanguardias internacionales de los años veinte y treinta,  principalmente al estilo de Joyce y Beckett, en el sentido de que junto a cualquier  evento real o particularidad histórica, o aparte de estos, la materialización de la  escritura se levantaba por encima de ese contenido, aceptando el mejor reto de  lo posmoderno, aquel en que las redes del significante atrapan a tal punto que  la pulsión rompiente de ese prendimiento temporal se desata en una explosión  multidiferencial de lo que un lector podría percibir como significados, sin que  ninguno de ellos prevalezca sobre otros ni corresponda a una traducción de lo  real, ni menos aún se pretenda como verdad histórica. Lyotard reconoce en esta  actitud posmoderna del artista una proximidad con la del filósofo:
          
            el texto que escribe, la obra que produce no quedan en principio gobernadas  por reglas pre-establecidas, y no pueden ser valoradas de acuerdo con un determinado  juicio, aplicando categorías familiares al texto o la obra. Esas reglas  y categorías son aquellas que la propia obra busca. El artista y el escritor, por  tanto, trabajan sin reglas para formular las reglas de lo que se habría hecho. (81,  traducción mía) 
          
          De aquí la naturaleza actuante de Lumpérica, como si su escritura fuera  imprimiéndose en la calle, en el paso de transeúntes, en las improvisaciones de  sus escenarios.
           Por otra parte, este distanciamiento de una objetividad y concreción epocales  abre la brecha necesaria que desanda la construcción de una Historia que  debe ser reverenciada. Como señala Nietzsche: “un exceso de historia detiene  al ser humano una vez más; y sin esa cobija de lo ahistórico nunca habría comenzado  ni se habría atrevido a comenzar. ¿Dónde se encuentran las acciones  que los seres humanos son capaces de realizar sin que previamente ellos hayan  cruzado esas zonas brumosas de lo ahistórico?” (On the Use, traducción mía).  El proyecto posmoderno de Lumpérica reside no solo en de-monumentalizar  su propia ficción sino también en la de-monumentalización de la Historia ante  el presentimiento de que incluso el recurso a una Historia no oficial es también  banalizado en los intersticios de sociedades neurotizadas por el flujo de un  consumismo indetenible que tiende a ver en la novedad la activación del olvido  y de la indiferencia. Cuando Nietzsche se refiere a lo ahistórico como “una  atmósfera envolvente en la cual la vida se genera a sí misma, solo para volver  a desaparecer con la destrucción de esta atmósfera” (On the Use, traducción  mía), atiende a la dialéctica de poder atravesar la bruma de lo ahistórico para encontrarse con la Historia, no necesariamente verdadera, pero al menos diferente  en su capacidad de reconocimiento humano.
           La noción de marginalidad de Lumpérica es por tanto estética y social.  En este último nivel es una diatriba contra las concepciones piramidales de la  Historia. La novela de Eltit busca revertir la posición del sujeto social inadvertido  de la ciudad o del aniquilado no solo a través de los quiebres espacio-temporales  narrativos, sino también en la mostración de las mutilaciones de los cuerpos humanos  y artísticos. Por ello, Lumpérica ensaya una restitución de todas las grafías  públicas de protesta de una ciudad tomada e invadida por el miedo y el mutismo.  Esa reposición no puede ocurrir por medio del ciudadano letrado desde hace  tiempo silenciado por los discursos que él prevé vigentes y “aceptables”, sino por  los desarrapados del lumperío en cuyos cuerpos no signados por esos discursos  prevalentes se puede aún leer la Historia de un genocidio.
          Ese cometido que llega a ser una constante alteración narrativa recae en formas  cambiantes, en figuras enlazadas que adoptan uno y otro signo, y en perfiles quebrados  sin amarre ninguno. En este punto, los recortes difuminados en que se ha  transformado la novela captan la idea de desmembración de la escritura y el hecho  de que esta puede llegar a expresarse como remanentes de garabatos y protestas.  
          Esta nueva concepción estética supone que los personajes de Lumpérica  dejen de ser novelescos. De este modo, una mujer persistentemente enfocada  puede convertirse en varias mujeres que expresarán sus múltiples devenires y  cuya naturaleza disfuncional (en el sentido de lo inservible de acuerdo con los  referentes de formación social y pragmatismo), de un cuerpo sin órganos –mujer,  literatura, letreros luminosos, los pálidos, el lumpen–, involucra un constituyente  antisocial ya que lo social dispone de una lectura de producción mercantilizada  que ha devenido indiscutible.   
          En medio de ese ser camaleónico de las muchas indumentarias que se  visten y desvisten en Lumpérica, donde se pide imaginar incesantemente asegurando  la lectura desubicada; donde lo insinuante reina y lo evanescente eclipsa la  posibilidad de personajes únicos y de narratividades centrales contrastando así  con las de ficciones e Historias hegemónicas; donde todo lo nombrable –gavetas  de fichajes y geografías– se disipa, surge una ubicuidad que se grita a viva voz: la  ciudad de Santiago. No cualquier Santiago. Sin ambigüedades, este es enunciado  con toda su pertenencia a un país: Santiago de Chile. Una pregunta legítima  emerge aquí: ¿por qué, frente a este voceo, la ciudad desaparece y cuáles son los  términos de apelación a la ciudad?
          El texto “París, capital del siglo XIX” de Walter Benjamin deja en principio la  impresión de que en el surgimiento de la ciudad moderna hay suficientes atractivos –desde la disposición comunicante de las galerías y su artística ornamentación  hasta los paseos del diletante y el revestido existencialista del flâneur– como para  disipar cualquier experiencia negativa de la incipiente modernidad industrial y  comercial del siglo diecinueve y de la nueva fisonomía que adquiriría la ciudad en  los siglos veinte y veintiuno. Sin embargo, la lectura de la segunda versión de este  ensayo, de 1939, proyecta a un Benjamin en quien ya se han asentado las lecturas  de Microcosmos III, de Hermann Lotze, obra publicada en Leipzig en 1864, y de  L’éternité par les astres (La eternidad por los astros), de Louis Auguste Blanqui,  publicada en París en 1872, autores cuya crítica a la deificación de la Historia y  conjuntamente a la noción de progreso es muy bien asimilada por un filósofo como  Benjamin, cuyo pensamiento crítico se apartaba instintivamente de cualquier formación  dogmática. Señala el erudito alemán: “Los habitantes de la ciudad ya no  se sentían en casa; comienzan a tomar conciencia del carácter inhumano de la gran  ciudad […] Blanqui se preocupa por trazar una imagen del progreso que –inmemorial  antigüedad que se pavonea dentro de una pompa de última novedad– se  revela como la fantasmagoría de la historia misma” (Libro, 60, 62). Convocando a  Blanqui, le llama la atención un pasaje del intelectual francés muy próximo a la  crítica que Nietzsche haría en “Sobre la verdad y la mentira en un sentido no moral”  respecto de la búsqueda de la verdad atemporal como un engaño humano.  La cita de Blanqui es la siguiente: 
          
            lo que llamamos progreso está encerrado entre cuatro paredes en cada tierra  y se desvanece con ella. Siempre y en todas partes, en el campo terrestre,  el mismo drama, la misma decoración, en el mismo angosto escenario, una  humanidad ruidosa, engreída con su grandeza, creyéndose el universo y viviendo  en su prisión como en una inmensidad, para hundirse enseguida con  el globo que ha llevado con el más profundo desdén, el fardo de su orgullo.  (Libro, 63) 
          
          El concepto de fantasmagoría, en relación con todo lo que este nuevo espacio  moderno urbano significaba, le da a este texto una dimensión fundamental en  el proyecto inconcluso de Benjamin:
          
             Nuestra investigación se propone mostrar cómo a consecuencia de esta representación  cosista de la civilización, las formas de vida nuevas y las nuevas  creaciones de base económica y técnica que le debemos al siglo pasado entran  en el universo de una fantasmagoría. Esas creaciones sufren esta “iluminación”  no solo de manera teórica, mediante una transposición ideológica, sino  en la inmediatez de la presencia sensible. Se manifiestan como fantasmagorías.  (Libro, 50)
          
          ¿Cómo, consiguientemente, se entra a esta ciudad en Lumpérica? Ni  se entra. Se soslaya una mirada desde los suburbios, allí donde se juegan  las representaciones que necesariamente deben acabar tras la actuación. Así  como en la visión de Benjamin discutida, el Santiago de calles y edificaciones  es una fantasmagoría urbana, lo cual explica su vacío y omisión. Un Santiago  que “se desperfila en quimeras” (Eltit, Lumpérica, 118), una “ciudad que no  asemejaba nada importante en sí” (117), un “Santiago de Chile que apareció  de modo mentiroso y con erratas” (111), una urbe de fachada frente a la cual  es mejor el remiendo de otra fachada que cuenta por lo menos con escenarios  propios, donde la exclusión se enfrenta con una iluminación que no viene del  alumbrado público sino del espasmo eléctrico de la escritura: “Y así comparecemos  iluminados por la luz eléctrica a fundar con nuestra personal presencia  el parche y heridos, tal vez levantemos el rostro en este paisaje retrocedidos de  carnalidad para recién entonces enfrentar estas edificaciones que refulgen en  plena autonomía” (113).
           Lyotard explica esta confluencia de lo moderno y lo posmoderno indicando  que la continuidad de aquel yace en su capacidad de constituirse como  visión posmoderna, lo cual, en el fondo, se correspondería con una radicalización  del espíritu vanguardista, cuestión esencial en Lumpérica. En esta línea retorna  la relación entre urbe e Historia puesto que una visión crítica de la ciudad no  puede desprenderse de una sobre la Historia. Las palabras del autor de Así habló  Zaratustra –“solo aquel a quien una necesidad presente oprime el pecho y que,  de cualquier manera, quiere librarse de esa carga siente la necesidad de la historia  crítica, es decir, de una historia que enjuicia y es enjuiciada” (Nietzsche, On the  Use, traducción mía)– reafirman el hecho de que una Historia monumentalizada  por la fraseología del destino nacional es una farsa destinada a navegar en los  espejismos de su propia construcción.
          Transcurrieron al menos diez años antes de que se iniciaran abordajes  críticos sobre Lumpérica sustentados por un discurso hermenéutico sólido,  lo cual atendía a factores diversos como el de la circunstancia histórica de una  novela publicada durante la dictadura en Chile, su consiguiente falta de difusión  y limitado arribo a un medio intelectual apagado por la censura, y las varias  condiciones aberrantes que desencadena un régimen dictatorial. Por otra parte,  la complejidad de esta obra no solo se resistía a los embates de una asimilación  lineal, sino también de cualquier lectura que no hubiese sido precedida por un  amplio conocimiento del arte y del funcionamiento de las vanguardias.  
          Al cumplirse tres décadas de la aparición de Lumpérica se puede apreciar  una sostenida atención crítica en los años noventa y la primera década del siglo veintiuno. Es un corpus exegético dispar en cuanto junto a ensayos bien dirigidos  sobre esta obra, se encuentran aquellos que intentan insertar Lumpérica en  discursos en boga u optar por el facilismo de su traducción a contenidos y desde  allí a símbolos o metáforas. Desde esta última perspectiva, por ejemplo, el (neón)  luminoso concurriría con el vigilante panóptico (siguiendo una simplificada lectura  de Foucault), o el lumperío o la mujer con el agente/sujeto subalterno que  emerge frente a una sociedad homogénea (cuestión en la que además de banalizarse  los planteamientos de Spivak, se omite el contexto teórico crucial de fondo  que en este caso correspondería al pensamiento de Marx). Al mismo tiempo que  las declaraciones de Eltit no dejan duda sobre el enorme impacto generado por el  tejido de relaciones entre Historia y arte (cuestión extraordinariamente significativa  para una escritora que escribe cuatro de sus obras bajo la dictadura), la autora  evita posicionarse con certidumbres que constriñan la pluralidad de significantes  de su narrativa, alertándonos incluso sobre los silencios, incumplimientos y derrotas  de su cometido: “Sé que el deseo literario es poderoso, a tal punto que  no puede ser cumplido. Nunca. En ese sentido, atendiendo a la potencia y a la  extensión de ese deseo, existe un componente de fracaso al que arrastra el hacer  literario” (“Tiempo”, 345). 
          El reconocimiento de que los reveses y desmoronamientos de la escritura  están en la base de la creación artística dispensa a la obra de utopías y de su consideración  como fuente de contenidos traducibles. Lumpérica desiste, por tanto, de  la idea de representar una Historia, más aún de plantearse como una versión de la  Historia no oficial. De hecho, una de las tantas lecturas de Lumpérica nos alerta  con respecto a que una historia no oficial no es posible o es una imposibilidad  convertida en ficción frente al vasto espectro ominoso de esa Historia. Cierro  con un pensamiento de Cioran en Historia y utopía sobre la facilidad con que  los seres humanos “cambiamos un fantasma por otro” en términos de nuestras  pretensiones utópicas. La pregunta ciorana sigue en torno nuestro: “¿Pero acaso  un vacío que otorga la plenitud no contiene más realidad que la que posee toda la  historia en su conjunto?” (48).
           
           
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          Obras citadas  
          - Benjamin, Walter. Libro de los pasajes. Rolf Tiedemann (ed.). Luis Fernández  Castañeda, Isidro Herrera y Fernando Guerrero (trads.). Madrid: Akal, 2007.
            - Cioran, Emil. M. Historia y utopía. En: http://www.scribd.com/  doc/9698171/EM-Cioran-Historia-y-Utopia (12/07/2011).
            __ On the Heights of Despair. Ilinca Zarifopol-Johnston (trad.).  Chicago: The University of Chicago Press, 1992.
          - Deleuze, Gilles y Félix Guattari. A Thousand Plateaus. Capitalism and Schizophrenia.  Brian Massumi (trad.). 12.  a   impr. Minneapolis: University of Minnesota Press, 2007.
  
          - Eltit, Diamela. Lumpérica. Santiago de Chile: Ediciones del Ornitorrinco, 1983.
  
          - __ “Tiempo y literatura”. Diamela Eltit: redes locales, redes  globales. Rubí Carreño Bolívar (ed.). Santiago de Chile:  Pontificia Universidad Católica de Chile, 2009, 345-351.
  
          - Lyotard, Jean-François. The Postmodern Condition: A Report  on Knowledge. Geoff Bennington y Brian Massumi (trads.).  Minneapolis: University of Minnesota Press, 1984.  
          - Nietzsche, Friedrich. On the Use and Abuse of History for Life. Edición revisada.  Ian Johnston (trad.). Nanaimo, Canadá: Vancouver Island University, 2010.  En: http://records.viu.ca/~johnstoi/nietzsche/history.htm (10/04/2011).
           
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          Fernando Burgos: Profesor de estudios latinoamericanos en la Universidad de Memphis.  Doctorado en lenguas romances por la Universidad de Florida. Autor  de doce libros, entre ellos: La novela moderna hispanoamericana  (Orígenes, 1985), Vertientes de la modernidad hispanoamericana (Monte  Ávila, 1995), Cuentos de Hispanoamérica en el siglo XX (Castalia,  1997), Los escritores y la creación en Hispanoamérica (Castalia, 2004),  Un lector y un escritor tras el enigma: la narrativa de E. Jaramillo  (Instituto Nacional de Cultura, Panamá, 2010). Autor de más de  setenta ensayos publicados en revistas de Europa, Latinoamérica  y Norteamérica.
 
            Correo electrónico: fburgos@memphis.edu