La entrada de Diamela Eltit en Nueva York, como profesora
distinguida del Centro de Escritura Creativa de NYU, señala el crucial
momento privilegiado de la gravitación literaria hispánica en Estados
Unidos y, con acento propio, en Nueva York. En lo que va del siglo, varias
promociones coincidieron en NY con notable brillo y nueva resignificación
cultural. Ese mapa de las escrituras hispánicas de relevo incluían, además
de la nueva estética de Eltit, la ficcionalización de Piglia desde Princeton; el
vigor narrativo del centroamericano Horacio Castellanos Moya, en Iowa; el
primerísimo novelista boliviano Edmundo Paz Soldán, en Cornell; los
mexicanos más internacionales, Pedro Ángel Palou, Cristina Rivera Garza, y
Yuri Herrera, inventivos y distintivos, en Tufts, Houston y Tulane, quienes
podrían, si se lo propusieran, refundar, junto a Carmen Boullosa, ella entre
NY y el DF, la literatura mexicana como otro país, fantástico, inverosímil, y
anti-utópico…No me detengo en los narradores que han hecho una vida
académica en este país, aunque merecen consideración aparte. Pero habrá
que seguirle la pista a los más jóvenes, no sólo porque el pequeño mundo
literario es hoy parte del gran mundo editorial, su prensa y su derroche
público, lo que hace más frágil la existencia del escritor como escritor.
En estos años de infame ideología del mercado, el escritor se ha
tenido que convertir en agente de relaciones públicas de su propia imagen;
hacerse ubicuo en festivales autocomplacientes; y forjar penosamente una
marca comercial momentánea. Ya un poeta latino se preguntaba qué carajo
hace el dios del Comercio en un encomio. Gabriel Zaid, compañero en lides
desde fines de los años 60, me preguntaba si en esta Comedia Literaria
habrá un Inferno. Claro que sí, le respondí: el Mercado. Aunque el Infierno
dantesco es lo que no tiene articulación y resulta, por lo mismo, ilegible, el
pequeño mercado de la literatura en español no es menos perverso.
Petrarca, le decía yo a Gabriel, es precursor suyo, porque fue el primero en
protestar por “los muchos libros.” Se quejó también, como buen humanista,
de los muchos bachilleres. Y le faltó tiempo para reírse un poco de los
demasiados premios. Por todo ello, la acción literaria de Diamela Eltit en NY
tuvo un sesgo político: no ser consumida por el Mercado. Escribir, para los
pocos pero suficientes lectores fieles, desde una idea de la literatura como
discurso vitalmente ético, es una opción objetivamente marginal a la Feria
de las vanidades. Ese posicionamiento preserva la rebeldía estética de la
vanguardia crítica. Por un lado, rigurosamente en contra de la
deshumanización del Otro por el Mismo. Y por otro lado, impecablemente
formal en tanto proyecto de un espacio operativo que convierte a la lectura
en un trabajo de creación crítica. Pero este trabajo no es una restitución del
Humanismo, cuyo gran mito del Lector del mundo mal hecho (Don Quijote
es su mayor emblema) hace camino al leer; sino, más bien, su
cuestionamiento desde la materialidad urgente de los sujetos que han
perdido su subjetividad en la sobrevivencia; y, desde los residuos y
fragmentos de lo Moderno, traman sobrevivir forjando la contra-dicción de
un relato de los márgenes, en el alba cierta de una solidaridad certera. Esa
condición de proyecto de una obra abierta, que pende del hilo de la lectura,
define el carácter procesal, construido como el significante de una
significación en disputa. La pareja de lectores que en el vientre de su madre,
la novela post-moderna, disputan su papel en El cuarto mundo (1988),
reaparece como madre e hijo en Los vigilantes (1994), en un escenario de
violencia y pérdida del habla impuesta no por el estado policial, sino por su
clientela, los lectores literales, los mediadores del poder; y vuelve a aparecer
como la última pareja del mundo rebelde, en Jamás el fuego nunca (2012),
como los clandestinos de una célula revolucionara destruida, que
sobreviven ocultos, sin registro ni futuro, en un post-lenguaje fantasmático,
como en una versión lacónica del final sin fin.
No podía faltarle a esta pasión por definir una distancia del coloquio
y forjar un español para todo lector, su aguafiestas dramático y
alucinatorio, el peruano Richard Parra, quien desacraliza, desde el pastiche,
el paisaje bien pensante de los escritores adánicos, que presumen volar con
las plumas de Mercurio. Tampoco le ha faltado al taller de Eltit, la visión
apocalíptica del humanismo clásico, que la española Marina Perezagua
explora. La violencia y la crueldad son el abismo histórico y patriarcal que
ella se propone exorcizar puntualmente.
Entiendo que Diamela Eltit situó su taller en el contexto de Nueva
York como cruce de caminos migratorios; esto es, como aparato generador
de sujetos que han documentado su transición. Pero no se trata, creo, de NY
como historia sino como espacio liminar donde el neófito debe trazar su
propia versión transitiva. Para ello se valió del mejor relato
latinoamericano sobre el peregrinaje migratorio: Montacerdo (1981) un
formidable cuento largo o novela breve del peruano Cronwell Jara, sobre el
cual han escrito algunos estudiantes míos, ya que después de leerlo, por
recomendación reiterada de Diamela, lo incluí para siempre en mi
seminario de Brown. Jara es un maestro de escuela en Lima, autor fecundo
de temática urbana y social; y, hasta donde se, imprimía y vendía sus
propios libros en las oficinas de los ministerios. Su idea, artesanal, popular,
de ser un autor de a pie es inquietante, pero no se trata de una opción
literaria sino de un producto de la necesidad. Mucho me temo que Jara sea
descendiente de Felipe Guamán Poma de Ayala, no menos sabio, tanto que
lo creemos inocente de su producción, aunque solo escribió una carta al
Rey, que le tomó cuarenta años, y finalmente está en el Archivo de Indias,
donde me hicieron una copia.
Pero si no fuera por Montacerdos, en mucho lo mejor de Jara, no habría
sido lección de escritura en NYU, en el curso de Eltit, cuyo mapa de lectura
era, ciertamente, alterno, de dirección contraria a lo procesado y
domesticado. Estas vías de la lectura aleatoria prueban que los circuitos
globales son de estirpe local, y que los libros mejores, a pesar de los
premios, forjan su propio camino al desandar. Porque aunque Yacoco, el
príncipe idiota de Montacerdo, el no sea el Peregrino de la Comedia
dantesca, ni siquiera un Quijote andino, sí es alguien que atraviesa el
Infierno de la marginalidad, en busca de su casa en el eriazo;
deshumanizado por la mirada de los otros, tiene la inocencia del idiota y la
sabiduría del dolor. Tampoco tiene un programa que cumplir en las
covachas del basural, mientras su madre delira como una máquina rota, y
la hija narra la travesía y sueña con las palomas de un nido que sólo tiene
lugar en el lenguaje.
Diamela Eltit sale de las clases de Nicanor Parra y Enrique Lhin, en el
Departamento de Humanidades de la Universidad de Chile. Fueron sus
camaradas de cursos Rodrigo Cánovas y Eugenia Brito. Y frecuentó también
los talleres de video y performance de los últimos años del gobierno de
Salvador Allende y la Unidad Popular y, sobre todo, de los actos de protesta
civil en los años de la dictadura de Pinochet, del activismo por el NO al
gobierno militar, que fueron prácticas del arte público, fugaz y audaz, Fue
ella parte del grupo CADA (Colectivo de Acciones de Arte), del que fue ella
miembro fundador. La videoartista Gloria Cameragua recogió algunos de
esos actos, entre ellos una temprana lectura de Diamela leyendo una página
de Lumpérica (1983), su primera novela, en el edificio de la editorial
Quimantú, destruido por la dictadura por ser emblema cultural del
gobierno de Allende. Ese documento declara el valor que el grupo, en
sintonía con las prácticas de registro del arte contextual, confirió al
performance, a la lectura escénica y ritualista, tanto como al espacio del
luto entre las ruinas del proyecto de un socialismo nacional, de remoto
origen Gramsciano; todo lo cual demuestra el carácter visual de la
indagación artística, la que acontece en el espectáculo de su propia
temporalidad, incorporando rasgos y huellas del presente histórico y
afirmando la palabra desde los cuerpos y la voz a ti debida. No es casual que
Lumpérica sea un acto performático en el cual un cuerpo observado danza
en la plaza (la esfera pública vacía) como el diseño de una recuperación
territorial (la esfera visual como política). Las artes de emergencia
desocuparon, se diría, un espacio liberado gracias al espectador que
confirma el poder de una forma pura, hecha del tiempo desplegado. El
circuito de producción (operador, actor, espectador) se define como
duración, que señaliza el campo visual en tanto nuevo centro de la polis, de
la política performática.
En el Museo Reina Sofía de Madrid pude recorrer, hace varios años,
una espléndida muestra del trabajo de CADA, donde la voz de Eltit resuena
entre las voces como una rama viva del lenguaje acallado. Me doy cuenta,
en primer lugar, de que la fuerza de la imagen radica en su fugacidad, en
esa duración del ojo de la cámara que registra el movimiento de los cuerpos,
que se juntan y dispersan como un latido de la imagen testimonial, en
blanco y negro, ocupando el espacio prohibido de la dictadura. Si vemos la
muestra de CADA como documental la limitaremos a su testimonio
histórico, que lo es. Pero si la vemos como duración recuperaremos su
actualidad, porque la naturaleza del espectáculo se debe al protocolo
compartido con el espectador entre el documento y la performance, entre
formas privilegiadas de la duración. La precariedad del material es tanto
histórica (referencial) como artística (soporte temporal). Por eso mismo,
esta práctica explora los formatos de la duración y adelanta lo que hoy
llamamos time-based art o arte de base temporal, cuyo soporte es la voz
grabada, la secuencia filmada, la “vista fija”, el “short film.” Con la difusión
de Internet, esa temporalidad no sólo se ha multiplicado, es también un
acto de intervención.
Gracias a la crítica visual, que parte de la producción especular, visión
y duración que suponen la mecánica del corte, ensamblaje y escenificación.
Esto es, el análisis temporal del arte nuevo ha enriquecido nuestra lectura.
Deleuze sentó las bases para este análisis, si bien se delimitó al poder de la
mirada. Después, la noción del cut como la unidad de mirada que sostiene
lo visual filmado, fue librada, diríamos, de su antropoformismo, a partir de
la imagen de video producida en secuencias más veloces que la mirada,
como ocurre en el trabajo visual y secuencial de Viola. El corte del ojo
escenificado por Buñuel (se trata de un ojo de vaca, pero como dijo Carlos
Fuentes es el ojo del espectador) corresponde al “dar a ver” de la estética
surrealista; pero el ojo de la clínica (médica y psicoanalítica) suscita una
mirada desnuda, o desanuada, cuya violencia interpretativa es narrada,
lúdicamente, por el artista operador. En ese linaje de ver y actuar lo
mirado, sugiero que el campo visual explorado por Diamela Eltit tanto en
sus narraciones como en sus libros documentales, acotan espacios de
visualización como procesos de rearticulación. En distintos contextos, su
trabajo produce la percepción de la subjetividad política, esto es, del poder
de una mirada omnsiciente, cuya desnudez sin mediaciones ejerce un poder
intrusivo y abusivo. El infarto del alma (la pareja en el manicomio), un
documental de escritura de Eltit y fotografías de Paz Errázuriz, exploran esa
tensión de la desnudez de la locura; esto es, ponen a prueba el
enmarcamiento artístico de cualquier testimonio. Pero el pálpito vivo de la
mirada, su calidad emotiva, define también el ámbito donde se gesta la
comunicación vulnerable: una comunidad afectiva capaz de exceder el
antagonismo que suele apoderarse del lenguaje. Ese reduccionismo de los
opuestos (que ha ocupado desde la historia hasta la sexualidad, desde las
clases sociales hasta los grupos de ruptura) ha sido cuestionado por la
crítica del dualismo, que es autoritario y excluyente. En la tradición
cultural latinoamericana este antagonismo dualista ha sido excedido por
las prácticas del mestizaje y la hibridez, desde el Inca Garcilaso a Rulfo y
José María Arguedas; así como por el relativismo y la ironía desde
Cervantes hasta Borges y Fuentes; tanto como por el barroquismo de
Lezama, Sarduy y Marosa de Giorgio; y, en fin, por el “realismo mágico” de
García Márquez y su despliegue de la cultura popular. No es casual que
incluso el más importante teórico de los estudios culturales de impronta
filosófica y política, Stuart Hall, propusiera ir más allá de la dialéctica de
Frankfurt y viera en la carnavalización de la cultura popular, recuperada
por Bajtin, una ruta hacia afuera del antagonismo y más adentro de las
representaciones conflictivas. Una de las grandes puestas al día del tema
fue la recuperación del habla popular (mundana, burlesca, empírica)
avanzada por Nicanor Parra en la “antipoesía”. En esas derivas del aparato
racionalista inculcado, surge el trabajo de Diamela Eltit como un proyecto
de radicalidad crítica de impronta popular, barroquismo de la figuración y
ruptura del pacto de la lectura ilusoria. La danza del cisne negro es aquí la
traza de la ceniza callejera.
Levinas ha reflexionado sobre la mirada que reconoce la
vulnerabilidad del otro como propia. Pero la acción de lo visual, desde una
política de mirar y ser visto es, en las novelas de Eltit, no sólo la situación
comunicativa de un personaje (como L Iluminada en Lumpérica), que
reafirma lo vivo como presencia explícita de la visión; es también la
situación de vigilancia del Estado que ocupa la casa vecina, vaciando la
comunidad; y es, así mismo, la visión de lo entrevisto, que define al día
clandestino. Una tipología de ver más y más lejos se levanta en estas
novelas como el acto despupilado de la lectura.
No tendría la significación que tiene este trabajo de Diamela Eltit si
no hubiese generado, desde el primer momento, un campo de debate de
varia intensidad. Tanto, que estamos, muy probablemente, en uno de los
pocos casos de una obra que al constituirse críticamente produce lecturas
que la afirman desde sus propios métodos y valores; y, al mismo tiempo,
provoca reacciones contrarias y hasta contrariadas, las que irónicamente
forman parte de ese mismo campo. Pero no se trata de que su narrativa sea
programática sino que las lecturas la confirman como textos trans-genéricos, cuya ficción es un debate por las certidumbres. Son novelas que
consagran lo marginal como épico (los excluidos son los que deslegitiman el
sistema dominante); lo precario como ético (la interdicción de añadir
aflicción al afligido, que revela la naturaleza de los poderes); y lo ideológico
como violencia y compensación (desde las pestes del machismo y el racismo
hasta la ubicuidad del mercado). El método es, además, analítico porque el
poder es patológico; el mercado, vampiresco; y el clasismo, banal.
Deconstruye, por lo tanto, la lectura naturalizadora o inocente, revelando
su trama ilusoria y su lugar en los espacios de poder.
Así, este trabajo resitúa a la novela como un documento sin archivo,
hecho en la intemperie de los discursos académicos, los que terminan
desactivados por el mercado más iluso de todos, el del reciclaje periódico de
las autoridades y sus clientelas. Eltit parece, adherir la práctica más
vanguardista: sin programa aleccionador y de autoría despersonalizada;
con una operatividad instrumental que la libera del fácil consumo de la
lectura entretenida. Son novelas de otro signo: de un significante
laborioso y sistemático, que ensaya desmontar las construcciones que
pasan por lo real. Y, claro, no se puede hacerlo en la novela sin una buena
dosis de ironía y desenfado, de provocación y audacia.
Quizá debido a esa producción desde los márgenes la narrativa de
Eltit ha adquirido, para sus lectores, el carácter de la última literatura
“salvaje.” Esto es, de una narratividad fuera del relato de formas
domesticables; hecho en el taller donde las partes no suman un texto sino
que lo restan de los discursos premiables. Lo “salvaje” no tiene origen ni
destino, es el escándalo en el presente de un relato contrario a las formas
razonables. Lo “salvaje”, en fin, es el movimiento del arte de ninguna parte
a parte alguna: obra de desmesura, aunque extremada en su propia lógica
temporal y transitiva. Su lectura es una pregunta por el lector. Una
pregunta por la E-moción, por la emotividad en tanto movimiento. Transformación de una crisis transitiva, la novela es una forma de lo transitorio:
transmite la necesidad humana de seguir actualizando las formas
subjetivas que nos configuran políticamente. No es casual, por lo mismo,
que la mejor lectura crítica de esta obra provenga del tránsito reflexivo
chileno, frente a la Dictadura Militar y su reconstrucción del país como
Mercado, dos contextos de articulación fluida, que Rubí Carreño Bolívar
documenta en su compilación critica Diamela Eltit: redes locales, redes
globales (Madrid, Iberoamericana Vervuert-Pontificia Universidad Católica
de Chile, 2009). En la ampliación de esos radios de lectura, siguen siendo
privilegiadas las primeras reacciones, que acotaron un testimonio de
notable lucidez y actualidad. Ese linaje de la lectura es un primer escenario
narrativo, no menos novelesco por su calidad dialógica. Los trabajos de
Nelly Richard, desde su magnífica Revista de Crítica Literaria
Latinoamericana y su seminario de teoría en la Universidad ARCIS; y los de
Raquel Olea, desde La Morada, corporación de estudios de la mujer; así
como los de Eugenia Brito, poeta y crítica, profesora en la Universidad de
Chile; los de María Inés Lagos, profesora de la Universidad de Viriginia,
donde Eltit sería profesora visitante; los de Kemy Oyarzún, del Centro de
Estudios de Género y Cultura en la Universidad de Chile, directora de la
excelente revista Nomadías; y, así mismo, los de Rodrigo Cánovas, profesor
de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Y hay ya una nueva
promoción crítica que actualiza el vigor creativo de la hipótesis narrativa de
Eltit; entre otros, Rubi Carreño, Patricia Espinosa, Mónica Barrientos…Lo
notable de esta proyección del trabajo de Eltit es que abre otro escenario de
lectura, el de los narradores chilenos de la promoción siguiente, que
encontraron su propia voz y su lugar de enunciación internacional en el
diálogo con esas novelas. Me refiero a Lina Meruane, cuyas narraciones son
de un rigor inspirado, suerte de laboratorios de procesar el lenguaje desde
historias obsesivas, lúcidas y corporales; y también a Andrea Jeftanovic,
autora de novelas analíticas, hechas sobre mapas ocupados por un verbo
fecundo y dúctil, entre formas sutiles y dramas abismados; así como a
Eugenia Prado, poeta inquisitiva y de lenguaje objetivo y suficiente, que ha
incursionado en el relato con destreza y fuerza interior.
También estuvieron en los talleres de Diamela los talentosos y notables
narradores, Sergio Missana, de laberínticas intrigas rituales en escenarios
remotos y complejos de poder y control; y Nicolás Poblete, que maneja con
extremo rigor y libertad un relato que parece clínico por obsesivo y es
poético por iniciático. Interactúa con este campo centrípeto, Carlos Labbé,
cuyo coloquio cómplice es de una vivacidad inmediata; su prosa construye
escenas tan veraces como fantásticas, y su creatividad flexible, de rica
verbosidad inmediata, nos conduce por tramas vitales y creíbles; es un
narrador, como se decía antes, de raza: todo lo que nombra se convierte en
relato.
Una de las grandes metáforas de la nueva narrativa chilena es,
ciertamente, Mapocho (2002), de Nona Fernández, que pertenece a esta
misma familia narrativa por su parábola, obsesiva y veraz a un tiempo, de
un cuerpo muerto que flota en ese río de la violencia y el luto chilenos. Hay
varios otros jóvenes narradores que trazan nuevas rutas, a veces más
narrativas, otras más lacónicas. Demandan atención la ruta casual de la
violencia como metáfora de la banalidad del mal, que convierte a la
sociedad en un espectáculo fúnebre (Álvaro Bisama); o la ruta que busca
despojar al lenguaje de toda resonancia cultural para que su superficie
imparcialmente prevalezca (Alejandro Zambra). Otras vías que he podido
comprobar y son tan legítimas como cualquier ingreso al relato, son las que
cultivan Alejandra Costamagna, con gracia de detalle entre situaciones
límite; así como Leonardo Sanhueza, poeta de objetividad persuasiva, quien
en La edad del perro (2014) vuelve a los años del golpe militar con una
prosa fresca que discurre como la conversación familiar entre fantasmas
que asolan la casa de la memoria.
De un viaje a Santiago me traje una novela diferente y lúdica,
Rockabilly, de Mike Wilson, argentino-norteamericano, radicado en Chile
como profesor de la Universidad Católica. Un escritor de estos tiempos,
forjado entre escenarios interpuestos que, justamente, la novela organiza
como un navegador que en lugar de indicar un camino de ir ofreciera un
camino de retorno. Esta aparente paradoja pertenece, quizá, a la naturaleza
de la novela, y se debe a las resonancias de un sistema literario robusto,
cuya persuasión contamina de rutas el paisaje nacional. El sistema
narrativo de Eltit, concluyo, no es genealógico, no se explica por sus
orígenes, sino que se despliega como territorio alterno a la cotidianidad
sofocada de un país profundamente dividido y enfrentado. En los 70s y
hasta el golpe, la cultura chilena vivió la agonía de un socialismo acosado y,
pronto, el trauma de la dictadura militar. Las figuras patriarcales de
Allende y Pinochet, me parecen (con excusas a las banderas de mis amigos
psiquiatras sociales peruanos, analistas de melancolías irresueltas)
poderosas metáforas del Yo que en el primer caso impone una larga
ceremonia de luto internalizado, y hasta bien llevado; pero qué decir del
otro padre putativo, soldado de la doctrina Cristiana y el capitalismo global,
que termina revelado por las escrituras no de sus últimas palabras sino por
las cuentas bancarias de su fortuna secreta. Pelear contra un monstruo
ideológico tiene una tradición mitológica de sacrificio, pero pelear contra
un policía corrupto nos degrada la pelea. Es como si San Jorge en vez de
batirse con el dragón se enfrentara a un perro de mierda. Aunque de
inmediato me excuso con los perros, que son seres maravillosos y
querendones. En Santiago caminan en manadas como una cita del país
premoderno, pero al llegar al verde grass de Palacio, duermen la siesta a
pata relajada, como cualquier hijo de la patria. Y los guardias les atan un
pañuelo rojo para deleite de los turistas. Pero dejo ya esa vía para volver a
Mike Wilson, quien bien podría ser el sueño de la novela chilena post-
Bolaño: no la de la aventura antihigiénica del Che Guevara en motocicleta,
ni siquiera la penosamente sofocante de On the road, sino la del viaje a los
bosques de Yukón que emprende el personaje de Leñador (Santiago, Orjik,
2013). En el extremo de Canada, es una zona de bosques y temblores, ya que
la falla de San Andrés, que amenaza a toda la costa Oeste de los Estados
Unidos con el “Big one,” remueve el bosque en el cual el personaje que nos
guía con un hacha en la mano debe cortar uno de esos árboles gigantes; y
en ello está, mientras nos narra, alucinado, la geografía, fauna y lugares
donde el mundo parece que recomienza o que tal vez acabará. Al modo de
una Enciclopedia digna de Humboldt (citado, ciertamente) el narrador,
con prosa impecable nos permite ver el asombro de este viaje a las fuentes
mortales de una frontera de la Naturaleza que todavía nos queda por leer
para, tal vez, entendernos mejor. ¿Es el Yukón una metáfora refractaria de
Chile, entre temblores y mapuches acorralados?
Es probable que las preguntas sobre el Chile de la dictadura que han
hecho en sus espléndidas novelas Arturo Fontaine, explícitamente en La
vida doble (2010), a partir de las confesiones de una mujer informante;
Carlos Franz en El desierto (2005), donde la confesión es la de un padre
exiliado en cartas a su hija; y Mauricio Electorat en Las islas que van
quedando (2009) donde, en Barcelona, un escritor argentino ha dejado una
novela inacabada, metáfora del exilio, que los amigos hacen suya. La
prisión, el desierto de Atacama, el exilio, son espacios de interrogación,
culpa y expiación. Como ocurre con varias otras novelas de fines de siglo, la
entrañable agonía chilena toca, imperiosamente, a las puertas de estas
novelas de encrucijada irresuelta. Las espléndidas novelas, impecables,
mundanas, irónicas y creíbles, se levanta el otro horizonte chileno: el del
país haciéndose, gracias a su gran narración de agonía, frustración, y fe en
la realidad cada quien en su tierra firme de brío.
Las novelas de Eltit, a pesar de que se publicaron en plena dictadura,
siempre generaron reseñas, entrevistas, discusión. Tanto, que Diamela debe
haber inventado la entrevista como una poética diferida. En verdad su
ficción disputa el régimen de lo establecido y nos resitúa como gestores de
una lectura alternativa, hecha como quien reaprende a leer justo a tiempo.
Se trata del oficio más comunitario y, a la vez, el más solitario.
No me extraña que Sonia Montesinos haya hecho la primera reseña
de Mapocho, a pesar de que es una antropóloga, aunque de pronto fue
precisamente por ello. Los cuerpos arrojados al mar, los cuerpos revueltos
en un río, son metáforas infernales que, como los árboles de Mike, revelan
la edad moral del gobierno de turno. ¿Qué hacer con ese derroche del
sentido, con ese exceso de nada, con esa violencia contra el lenguaje, roto
como un espejo? Una novela como la de Nona, ciertamente. Y también, en
consecuencia, esa novela se sitúa en un escenario crítico donde
conceptualizar su metáfora como la parte del lector capaz de ejercer
plenamente su papel. Pocas veces una narrativa desplegada como un
sistema poético, suscitado por los trabajos de Diamela Eltit, ha diseñado un
mapa de la sobrevivencia del lector.
No nos habíamos percatado hasta qué punto la obra de Eltit era una
guía de leer el Infierno. Nos ha ayudado a ejercer nuestra condición desde
los márgenes, desde la capacidad de cifrar y descifrar la edad, el piso, el
círculo infernal que nos tocó dar a leer, y remontar.
De una de sus visitas a mi Universidad (1990) he conservado unas
notas que ahora reproduzco porque me parece que trazan un mapa
tentativo del territorio que ella trabaja:
Una generación en dictadura.
Del 73 en adelante, desde el año del golpe de Pinochet, se poduce la
asfixia de los espacios culturales.
Un proceso que ocurre a partir de la toma de las instituciones.
La Universidad fue intervenida (no necesariamente contra los
políticos sino contra los que interrogaban más)
Los medios de comunicación fueron coartados (las revistas fueron
ocupadas por la política, desapareció la información cultural)
Surgía una cultura alternativa a los espacios institucionales
Se forjaron espacios de autogestión, frágiles, desprovistos de
conexiones con lo social
Pero encontramos que había en ello algo ventajoso
Nos inventamos todo.
Lectores
Demandas
Trabajos con el deseo
El mercado no nos imponía nada
Pudimos ficcionalizar el espacio real (hecho por el público)
Fue posible porque no había mercado
Desde la catástrofe asomó un homo-catastrófico
Surgió una escritura “alocada”
La literatura chilena era monolítica
Sus estructuras eran rígidas
Nuestra demanda fue fantasiosa y moral
Creer en lo que uno hacía era político
No había una base social
Pero había una base psíquica
Ser mujer implicó pensar como “operador cultural”
Todo el sistema literario se marginalizó
Desde lo femenino
Una zona salvaje
Esa ocupación fue posible por ser mental
Los espacios se hicieron resbaladizos
Desde esos espacios fue posible
Pensar a la mujer
La mujer toma otro rol en la crisis
Toma los lugares públicos
Los líderes de las poblaciones eran mujeres
Dado el estado de “guerra” (desocupación)
La pregunta es por la toma de la palabra
¿Cuál toma de palabra? ¿Cuál mujer? ¿Qué dilemas?
Una operación intermediadora
Ante las prohibiciones de la ley
Una historia de la psiquis
Una crisis entre los cuerpos biográficos
Y los cuerpos textuales
El cuerpo es una zona moral
Y uno funciona entre contradicciones
Es notable comprobar que la exploración libertaria de Eltit diagrama un espacio en construcción, hecho desde la cultura y la política de lo femenino. Pero las figuras de un pensamiento de la crisis requieren producir la zona común de lo salvaje, lo resbaladizo, lo alocado y fantasioso, lo psíquico y la misma crisis. En lugar de la dialéctica, por eso, se convocan las contradicciones, lo dicho en otra dirección. Un sujeto femenino produce, así, una nueva textualidad. Un espacio alternativo de creatividad. Desde esa orilla otra, le debemos un tiempo futuro.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Diamela Eltit en New York
Por Julio Ortega
(De "La Comedia literaria. Memoria de la literatura latinoamericana global", 2019)