Sergio Missana,
Las muertes paralelas
Santiago: Seix Barral, 2011.
Por Diamela Eltit
Universidad Tecnológica Metropolitana del Estado de
Chile
diamelaeltit@gmail.com
AISTHESIS Nº 49 (2011): 233-235 • ISSN 0568-3939
© Instituto de Estética - Pontificia Universidad Católica de Chile
.. .. .. .. ..
Retomando uno de los caminos más intensos y propositivos de la gran literatura latinoamericana, Sergio Missana instala en su novela las coordenadas que caracterizan el realismo fantástico y que ahora, en el siglo XXI chileno, van dando cuenta de Tomás, un sujeto «posmo», enteramente globalizado, cómodo y sutilmente incómodo con la calidad monótona de su ser técnico.
Un sujeto referencial con el actual estadio cultural, político y económico chileno que, justo al inicio de su cuarentena, decide emprender un cambio de vida, fundamentalmente a través de una atractiva sucesión de viajes a distintos continentes.
Pero el cambio de vida y el conjunto de viajes se van a producir de una manera otra, en cierto modo ilegible o inesperada o crucial, porque se va a vaciar de sí para ingresar (ya no se sabe si de manera voluntaria) en cuerpos que lo tientan o le pertenecen o terminan perteneciéndole después de que las lógicas ya se han pulverizado.
Aquejado neurológicamente el personaje de una patología que radica en fugaces pérdidas de memoria, parece ser precisamente la memoria entonces una de las claves de la novela, que empuja la voluntad de Tomás y lo obliga a abandonar lo que ha sido su trazado de vida. Una memoria que busca dejar atrás el recuerdo de la decisiva figura paterna a la que necesariamente tuvo que desobedecer para quebrar sus expectativas. Esa figura paterna que traicionó tardíamente a su madre (que es, a su vez, la figura más velada del relato) y en esa exacta cadena de memoria o de desmemoria, Tomás abandona a los cuarenta años la prolongada «cuarentena» que lo mantuvo (aun en su desacato) atado a un programa que le otorgaba una aletargada forma de normalidad.
Junto con deshacer su sensato matrimonio con Paula, se fuga también de lo que ha sido su matrimonio con la vida, para emprender otro estadio que hará trizas la realidad, porque estallan las leyes de la física y de la cronología. Estallan las lógicas para saltar y asaltar cuerpos diversos que van a morir arrasados por poderosas fuerzas fatales.
De esa manera, Tomás se transforma en una figura que cita la mitología anticipatoria de la muerte, un emisario letal que presagia, en el fin de los otros, su propio fin. Un sujeto que a los cuarenta años se niega a entrar en su «edad media» para entregarse a la muerte, después de habitar intensivamente en cuerpos ya condenados.
Entonces, la novela abre la pregunta sobre la muerte, esa pregunta que convencional-mente se establece justo a los cuarenta años, la edad más codiicada para iniciar todo tipo de interrogantes sobre el pasado y el futuro, sobre la dicotomía entre éxito y fracaso, sobre el sentido mismo de la existencia y especialmente el urgente y dinámico deseo de una modiicación, de un nuevo comienzo, de una segunda oportunidad en la vida o la última opción portadora de energía, antes de la llegada de la muerte.
Con una narración sólida, marcada por una escritura impecable que ya es un signo híper poderoso en la trayectoria literaria de Sergio Missana, la novela despliega su relato, lo hace en torno a un personaje de condición social acomodada, casi estereotípico en sus particularidades: Tomás, que vive como vive y vive lo que vive.
Ése es el primer trazado. Convencional. Realista.
En este punto quiero detenerme en algunas constantes de la obra de este autor: lo hago como lectora fiel del conjunto de sus libros y, en ese sentido, me parece pertinente señalar que, básicamente, mi sistema de lectura literaria se funda en las relaciones en las que se anudan las escrituras, en cómo el campo literario dialoga de manera incesante. No apunto, en esas relaciones, a la noción de influencias como tradicionalmente se han entendido tales diálogos, porque ese término me resulta demasiado pedagógico, restrictivo e insuficiente, sino más bien me interesa el concepto de diseminaciones de sentidos, de encuentros sorpresivos de imaginarios, de recorridos inconclusos y obsesivos que son el vasto territorio que caracteriza el conjunto literario.
Entonces Sergio Missana ha apostado a la escritura en tanto materialidad dúctil, como el elemento fundamental o fundador de la práctica literaria. Su maestría con la letra ha permitido el despliegue de sus personajes, que se han volcado a vivir como se vive lo que se vive, un determinado vivir, un vivir singular que forma parte de otra de las constantes de la obra de este autor: la distancia.
Sus personajes se formulan en la puesta en escena de un conjunto de actos con los que sus narradores protagonistas conservan una tensa y ostensible distancia emotiva. Y es ese hiato o abismo el que organiza la poderosa estética que caracteriza su trabajo. En cierto modo, sus personajes mantienen una cuota de extranjería o de ajenidad con respecto a ellos mismos, sostienen un deliberado suspenso de los sentimientos más convencionales o más comunes o más posibles, y es esa suspensión de sus efectos en el territorio de la emotividad la que remarca el contorno de cada una sus acciones y vuelve más arduo y más nítido el fino devenir en que se han comprometido.
Pero esos personajes se sostienen en la potencia de los narradores, que conforman un elemento técnico crucial en la obra de Sergio Missana. Son esos narradores los que soportan la presión narrativa y lo hacen desde una brillante administración de la contención, de presencias que suspenden la observación sobre ellos mismos para favorecer su articulación como personajes significativos elaborados desde una concentrada elusión.
Esa distancia emotiva, esa sutil despertenencia atraviesa la obra de este autor, dotándolo de singularidad en el ámbito de la producción latinoamericana. Sus personajes, los mismos que asoman en sus novelas La Calma, El Día de los Muertos, mantienen una conexión muy sofisticada con una de las constantes de la obra de Juan Rulfo: la resignación como condición vital; pero también, y aunque parezca paradójico, no deja de ser importante el encuentro con la perfección de la letra decidida por Borges y su puesta en escena en abierta infracción con las lógicas. Entiendo que pueda parecer curioso citar a Rulfo y a Borges, aparentemente tan distintos, sin embargo, insisto en que me refiero a resonancias, a ecos, a efectos, a esos necesarios diálogos literarios que no cesan y que se entrecruzan como hilos sutiles de un tramado a otro.
Y desde otro lugar, citando a narrativas metropolitanas, pienso en la posición narrativa de Coetzee y recuerdo al escritor japonés Murakami y su pasión descentradora de los escenarios, esa misma pasión con que los autores latinoamericanos disolvieron lo que entendemos por realidad para ingresar a un tramado simbólico regido por poderosas metáforas emanadas de un gótico social.
Sergio Missana, entonces, se incorporó a la novela validando la estética literaria depositada en la escritura como patrimonio y en una específica posición narrativa fundada en su resonante distancia, permitiendo así el despliegue de la multiplicidad de detalles que conforman el universo del relato.
Entonces, la novela Las muertes paralelas es también el texto de sucesivos desplazamientos y mutaciones. Después del primer tramo, luego de cursar a su personaje inmerso en un tipo social, digamos, neoliberal, comprometido en un mundo sushi, abierto a la información mundial y al mundo excesivo y extenuante de la publicidad local, sus cuarenta años lo reescriben de una manera realmente vertiginosa. Sólo que el vértigo de esta sucesión de identidades va a conducir progresiva y unidireccionalmente a la muerte.
Es allí, en ese umbral decisivo, donde se van a abolir las jerarquías, es exactamente en ese «cambio de vida» donde realmente va a ingresar un conjunto de huellas sociales en las cuales el crimen, la violencia o la marginalidad o la periferia territorial se van a desplegar como otredad frente a las tecnologías de los centros.
Periferias que funcionan como locaciones excéntricas, como escenarios cinematográicos de una película imposible o fraudulenta o utópica, en medio de un despoblado donde la mujer infértil, Paula, después de una cópula con la muerte, va a ser la madre del relato del futuro. La madre del hijo de un padre múltiple, esa confusa o compleja gestación que puede ser relacionada con la de Boy, el incierto niño monstruo de la novela El obsceno pájaro de la noche. Sólo que ahora este niño probable emanará de cuerpos sin tramas, sin guiones y sin imágenes que transcurren al alero de una película chilena irrealizable.