La obra de Diamela Eltit surge de la violencia, para registrarla, tematizarla y quizá, simbólicamente, trascenderla. Sin embargo, su escritura no es, a mi juicio, una escritura violenta sino violentada, penetrada por procesos escriturales y compositivos destinados no a celebrar o cultivar las formas adquiridas de la discursividad burguesa, de la estética ficcional como pacto representacional o interpretativo, sino enderezada a la tarea de explorar estratos residuales de una individualidad alterada por la erosión modernizadora y por algunas de sus específicas inflexiones político-económicas. Ya se enfoque en los márgenes sociales o en las etapas presocializadas de la infancia o la lateada prenatal, en las disrupciones de la sexualidad, la política, o la memoria histórica, en los recovecos de la domesticidad o en el espacio público, la escritura de Eltit es siempre fronteriza, extremada, autorreferida y, en este sentido, torturada, endogámica, saturada por sus propios rituales, consciente de sus excesos y de la economía con que se los administra discursivamente.
Eltit nos muestra un mundo sin Dios, sin una clara noción del progreso, sin partidos políticos, sin utopías. Nos abre a un universo donde la realidad es sólo posible de ser re-representada casi al infinito en versiones múltiples, intercambiables, fragmentadas, que trasmiten principalmente el mensaje de la falta de totalidad, la ausencia, el desasosiego. Nos llama la atención acerca de la existencia de una alteridad que por comodidad nos acostumbramos a ubicar fuera de nuestro cuerpo, nuestra esfera social, nuestra clase o nuestro género, pero que nos constituye íntimamente, poniendo en entredicho cualquier supuesta idea de identidad asumida. La literatura de Diamela Eltit enfoca y profundiza esas fisuras, capitaliza, por decirlo así, los rompimientos, disyunciones, borraduras del yo individual y del sujeto colectivo, que existe sólo como negociación de un nosotros que no llega a encontrarse a sí mismo, que es casi siempre "ellos" o cuanto más, "ustedes". Más que niveles de alienación social, de nihilismo ético o de enajenación psicológica, la escritura de Eltit comunica estadios de desagregación de la subjetividad contemporánea, mientras propone un viaje de ida y vuelta a la otredad social, a la esfera confusa de una polis incierta pero conocida, donde no se vislumbran proyectos, ni agendas, ni héroes ni protagonistas sociales, sino subjetividades flotantes, víctimas agónicas de un poder casi kafkiano, impreciso pero omnipresente e inquietantemente familiar, donde sólo se diseñan planes difusos e individuales, siempre provisionales, en espacios vigilados, dentro y fuera del yo.
Veo la literatura de Diamela Eltit más como síntoma que como respuesta, más como aporte significativo para un diagnóstico social que como propuesta orientada a la reconstitución de modelos o paradigmas conocidos. La entiendo, sobre todo, como el exposé frontal y a veces despiadado de un mercado simbólico degradado por el manoseo del intercambio neoliberal y las estéticas mercantilizadas durante y después del boom, en propuestas que se regodearon en el tropicalismo exportable que encuentra sin embargo, en la realidad histórica y política del continente, su muro de contención más inapelable. La escritura de Eltit nos habla de la saturación de la oferta, tanto a nivel material como en el espacio de los saberes, nos involucra en el vaciamiento del sentido último de una historia que ha perdido su teleología, su enmarque ético, su densidad social. Nos hace partícipes de la ineficacia de un lenguaje en el que las palabras ya no remiten a significados convencionales sino a juegos de sentido donde se van cambiando las reglas, las convenciones, las apuestas. Veo, entonces, en la literatura de la escritora chilena un intento tenaz por ocupar esos espacios con imágenes que sin embargo no adquieren existencia para devolver al mundo la coherencia perdida, sino para atestiguar su ineficacia.
Veo también en Diamela Eltit una heredera rebelde de María Luisa Bombal, de sus recursos rupturistas, donde el mundo virtual fluye en la composición de una realidad que no existe sola ni a partir de sus fundamentos racionales. De una realidad que no se sostiene sin los mecanismos que al crearla la desestabilizan, que al constituirla la ponen en duda —en deuda— con dimensiones otras, donde el género —sexual o literario— es un pacto social amenazante, una trampa que esconde las perversidades del poder y que debe ser transgredida. No se encuentra en Eltit la delectación de Bombal en el sensualismo del sueño o el delirio, ni su regodeo en los desvíos interioristas o las irrealidades personales. El mundo de Eltit es, sin embargo, como el de Bombal, una experiencia de evasión altamente ritualizada, sujeta a niveles de simbolización que saturan la significación más allá de toda alegoría, en un proceso de estetización que explora las fronteras de la representación y los limites de la contemplación y del deseo.
Pensándola como secuencia y secuela de las literaturas cautivas de la dictadura, la encuentro también relacionada con la descomposición de lo urbano como espacio del yo y de la pluralidad social, descomposición que expusiera brillantemente Gonzalo Millán en su poema "La ciudad", donde el prefijo de la catástrofe ("des-") nos enfrentaba a una devastación sin fronteras, sin horizonte imaginable. En Eltit hay, sin embargo, un tropismo tenue, orientado hacia el espacio abierto por la redemocratización, una pulsión de recuperación del espacio civil, la tentativa búsqueda de formas simbólicas y modelos de socialización rudimentaria, como si un paralítico aprendiera otra vez el uso de sus piernas, o un moribundo saliera del estado de coma para situarse dificultosamente en una realidad compartida, en sus trampas, sus esperanzas y sus riesgos. Es sobre los escombros de la ciudad nombrada por Millán que caminan los personajes de Lumpérica y se mueven tentativamente las sombras de Los vigilantes, y sobre esas mismas ruinas es que se ubica el habla delirante de El padre mío, liberada de toda necesidad de coherencia, verdad o programa. Creo que son esas subjetividades cautivas o extraviadas las que pasean su mirada por los retazos de significación y por las hilachas de una memoria rota por los discursos oficiales, la impunidad, los pactos, y el oportunismo político.
Diamela Eltit ha sido entendida por Nelly Richard como la creadora del espacio textual en el que se realiza la "insubordinación de los signos" y la "estratificación de los márgenes", y como el lugar en el que la literatura queda libre de todo compromiso documentalista más o menos convencionalizado por la literatura testimonial o la teorización subalternista. La escritura de Eltit muestra una insistencia obsesiva en los márgenes sociales, en los arrabales del poder asentado en las instituciones políticas y culturales, las perversiones del mercado y los monumentos de la alta cultura. Esta poética del margen no lleva a Eltit, afortunadamente, a conferir al sujeto marginal un privilegio epistemológico de fácil y obligatoria decodificación por parte del intelectual constituido en gurú hermenéutico de la postmodernidad. Pero su apuesta a la otredad, a las racionalidades desplazadas o residuales del sistema neoliberal, su fascinación por cierta forma edulcorada de grotesco social no se resuelve, sin embargo, en la literatura de Eltit, en una renuncia completa a ninguna de las plataformas en las que se apoya la "alta" literatura. Insertada eficazmente en los circuitos más prestigiosos de difusión cultural, su literatura forma parte, se ha dicho, de una "internacional posmodernista" (Vidal 15) que guarda con sus antecedentes vanguardistas de las primeras décadas del pasado siglo una relación no necesariamente antagónica. Con ella compartiría una voluntad de innovación estética, una preferencia por todo lo que escapa a la codificación del mainstream artístico y conceptual, y una cierta —más acentuada ahora— tendencia al performance que borra las fronteras entre crítica social, artes visuales, teatralidad y discurso ficticio, constituyendo, como Richard indica, una "poética de la crisis" o, quizá mejor, una poética para tiempos de crisis.
Dentro de los parámetros de esta poética, nombrar (poner nombre, bautizar, romper el silencio, resemantizar, decodificar discursos, confesiones o pactos) es una actividad fundacional y, al mismo tiempo, una intervención que trata de vencer la exterioridad del lenguaje con nuevas formas de reapropiación. Es en este programa, en la recuperación de las múltiples lógicas que reemplazan el nacionalismo pedagógico de la modernidad, donde se inscribe la obra de Diamela Eltit, al menos hasta que nuevas instancias en la reconstitución de la sociedad civil requieran una reconexión diferente con políticas orgánicas dirigidas a instancias de socialización que no podemos aún imaginar. Mientras tanto, la obra de Eltit explora las prácticas y sujetos no integrados en la trama de la sociedad, o sea lo social en su carácter heterogéneo, pre o para institucional, como negatividad productiva, como reclamo inaplazable, resistencia y transgresión.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com DIAMELA ELTIT: EL ESPEJO ROTO
Por Mabel Moraña
En CRÍTICA IMPURA.
Estudios de literatura y cultura latinoamericanos
Iberoamericana-Vervuert 2004