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          La frontera y la herida: Lumpérica de Diamela
Eltit
          
            Por José Antonio PANIAGUA GARCÍA
  
            Universidad de Salamanca
            Publicado en Anales de Literatura Hispanoamericana.
2014, vol. 43, Núm. Especial, 71-83
            
        
          
            
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RESUMEN
         Una de las preguntas más interesantes a la hora de afrontar el estudio de Lumpérica (1983),  de Diamela Eltit, se relaciona con el modo en el que el espacio narrativo afecta al concepto  crítico de espacio (latinoamericano). La estrecha relación que guardan la plaza pública y una  secreta sala de interrogatorios sistematiza un patente enfrentamiento de esta obra con los  discursos de dominación y marginalización. Desde esta perspectiva, este trabajo propone  una lectura de Lumpérica como argumento encaminado a la descolonización del poder y el  saber, en un debate sobre la modernidad eurocéntrica y sus consecuencias, lo que permite  ahondar con mayor conveniencia en la especificidad coyuntural de América Latina en las  últimas décadas del siglo XX. 
        Palabras clave: espacio narrativo, Lumpérica, Diamela Eltit, descolonización.
        
        Border and wound: Lumpérica by Diamela Eltit  
        ABSTRACT  
        One of the most interesting questions about the study of Lumpérica (1983) by Diamela Eltit,  concerns the way in which the narrative space affects to the critical concept of (Latin  American) space. The correspondence between the public square and a secret interrogation  room systematizes in this work an evident confrontation with the discourses of domination  and marginalization. From this perspective, I propose a reading of Lumpérica based on this  text as a statement of the decolonization of power and knowledge, in a debate about  Eurocentric Modernity and its consequences. This approach will delve more conveniently in  the context of Latin America in the last decades of the 20th century. 
        Keywords: narrative space, Lumpérica, Diamela Eltit, decolonialty. 
         
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        1. La recepción crítica de Lumpérica
  
          Más de tres décadas han transcurrido desde la publicación de Lumpérica (1983)  de Diamela Eltit, una obra considerada en la actualidad como paradigma literario de  un contexto –el de la resistencia al régimen de Augusto Pinochet– donde no fue  vista, sin embargo, con buenos ojos. Por un lado, la crítica censuró su tortuosa  sintaxis, un léxico ambiguo y un marcado elitismo incomprensible en aquellos momentos. Por otro lado, esta obra fue considerada como un alegato subversivo, sí,  pero fallido por su alejamiento de toda expectativa que un lector en plena dictadura  esperaría satisfacer, valoración a la cual se adhirió, paradójicamente o quizás por  ello, una gran mayoría de la izquierda chilena que controlaba los modelos  discursivos de lucha contra el sistema (Olea, 1993: 84; Brito, 1994: 115;  Kirkpatrick, 2006: 52-65).
         A pesar de ello, las raíces de su trabajo de intervención en la realidad deben  buscarse, al menos, cuatro años antes de la aparición de Lumpérica, cuando  Diamela Eltit funda en 1979 junto a Raúl Zurita, Lotty Rosenfeld, Juan Castillo y  Fernando Balcells el Colectivo de Acciones de Arte (CADA) en Chile. De todas las  actuaciones del grupo, la que quizá posteriormente merecería mayor  encumbramiento tuvo lugar a finales del año 1983. Con la intención de formar una  red de grafitis en contra de la dictadura, el colectivo roció las paredes de Santiago  de Chile con decenas de inscripciones en las que podía leerse “No+”, un mensaje  que los ciudadanos deberían completar con imágenes o palabras anónimas. Estas  operaciones extraliterarias de la autora demuestran su interés por la performance  como procedimiento de ensayo espacial. El proceso de escritura de Lumpérica,  simultáneo a su militancia en el CADA, evidenció que la preocupación de Eltit se  encaminaba a la conformación, pues, de una “territorialidad metafórica” que  aumentase la sensación de control individual (Neustadt, 2001: 95)[1].
        Lumpérica “cuenta” la historia de L. Iluminada, una pordiosera de los barrios de  Santiago que, en el ocaso, llega hasta la plaza pública y bajo la mirada de los  “desharrapados”, marginales como ella, y de un cámara que registra la acción,  amparados todos por la luz de un cartel, El Luminoso, ejecuta hasta la llegada del  nuevo día un repertorio de ejercicios de experimentación extrema, desde el  exhibicionismo hasta la autolesión. La razón de entrecomillar su capacidad para  desarrollar una trama radica en la construcción de una historia con una acción  mínima que niega, a su vez, la linealidad del tiempo, mostrando así “su rechazo de  la confortable separación entre historia y ficción, entre la función de lo imaginario y  la del sistema simbólico en el ámbito de lo ‘real’”, lo cual afirma también un  desacuerdo y superación de las fórmulas genéricas heredadas de la tradición  (Castro-Klaren, 1993: 98-100). A este respecto, Eugenia Brito comenta: “No es  casual que justamente fuera a partir de esta novela que la literatura de la Resistencia  viera aparecer a la ciudad y sus habitantes en el espacio literario abierto por Eltit.  Posteriormente a la aparición de Lumpérica, su primera novela, la ciudad va a  circular más libremente en la literatura chilena” (Brito, 1994: 111).
        La ciudad como marco de operación analítica es, entonces, esencial para tratar la  obra de Diamela Eltit, aunque este aspecto se ha visto en ocasiones frustrado o desatendido en favor de otros discursos. Debido al profundo conocimiento de la  autora sobre el pensamiento postestructuralista, la crítica literaria ha destacado el  lenguaje como uno de los puntales de su narrativa, razón por la cual esta escritura  fue acusada de elitista[2]. Desde este planteamiento, Lumpérica atentaría contra el  aislamiento de los códigos de comunicación monolíticos que asumen una verdad  única sobre el mundo y sus esquemas simbólicos (Brito, 2006: 21). La  fragmentación lingüística en esta obra alude, además, a la desestructuración del  espacio urbano, a la imposibilidad de aprehender la ciudad y a la ruptura de sus  mitos de representatividad en torno a un modelo binario de inclusión-exclusión.  
        La urbe, por esta razón, nunca será vista en la obra de Diamela Eltit como una  dimensión completa, total, sino que, por su carácter inaprensible, se volverá  múltiple y fragmentaria (Kirkpatrick, 2006: 34-40). En cambio, “no debemos  dejarnos seducir por el esplendor sígnico del texto” (Oyarzún, 2009: 135). Dierdra  Reber (2005), en un brillante artículo, señala la necesidad de sobreponerse a este  tipo de reflexión acerca del texto eltitiano por la redundancia y circularidad que  supone hablar de una obra reconociendo en ella su valor literario en función del  mismo aparato crítico del que la escritora se apropia para construir su narración. En  consecuencia, si se alejase lo suficiente lenguaje y topos, nuevas formas de  observación del espacio narrativo podrían asumirse en un análisis de Lumpérica,  como se aprecia en las siguientes palabras de Julio Ortega: 
        
          Se podría, enseguida, demostrar que esa articulación de agencias operativas (la  resistencia a la dictadura, la crítica feminista, la fuerza marginal, la alarma global)  sitúa cada novela de Eltit en el debate por las interpretaciones de lo nacional en  tanto fuente de lo globalizado; del sujeto latinoamericano ante la desidentidad del  neo-liberalismo; de la política y la ética decidida por el lugar (o falta de lugar) de  otro entre los otros. Se trataría, así, del espacio social vaciado por la comunidad  desaparecida. Por lo mismo, si lo indeterminado es el proceso conductor donde lo  articulado se constituye, nada resulta gratuito en estos textos, que son  instrumentos de hacer espacio y poner pie a tierra. (2009: 50) 
          
        
        2. Hacer espacio: un modelo de análisis
  
          Plantear nuevos modelos de trabajo en América Latina no es tarea fácil. La  modernidad, difícilmente superada en estos países, trajo consigo una paradoja:  mientras una parte de la sociedad soporta fuertes procesos de desterritorialización,  estos seres marginalizados gozan de las herramientas necesarias para efectuar un  movimiento opuesto de reanclaje y cuestionamiento del mismo sistema que los excluye (Castro Gómez, 1999). En esta línea de flujos de re-posicionamiento se  sitúan, en gran medida, los discursos postcoloniales.  
        La importancia de estos estudios radica en la dilucidación de un contexto  epistemológico instaurador de una sociedad en la cual el sujeto aspire a la  consecución del reenganche de las relaciones “intersubjetivas” espacio-temporales,  no solo en el orden social sino también simbólico. No se trata de homogeneizar a la  población tradicionalmente desplazada, sino de incorporar a todos los individuos en  el flujo dinámico global. Por esta y otras cuestiones de fondo, la propuesta  postcolonial es un gran ejemplo de lo que F. de Toro llama la “condición  posteórica”, centrada en la producción de hipótesis a partir de sistemas discrepantes  que buscan un nuevo espacio de diálogo (2002: 48). No obstante, estos trabajos  perseveran con cierta frecuencia en la imposición de nociones que fueron  universalizadas desde Europa y, más tarde, la periferia asumió cuando quiso hacerse  cargo de su condición latinoamericana, una forma banal y alternativa de  colonización (Mignolo, 1997: 66). De ahí que de Toro afirme: 
        
          Lo que hoy es bastante claro es que permanecer fuera solamente puede reproducir  el binarismo del sistema que se desea desmantelar. Así, nos queda solamente una  salida: habitar el centro, apropiarse de sus discursos para deconstruirlos […]  habitar no significa apropiarse de todas las formas de conocimiento, sino también  de descolonizar nuestros propios discursos. (2002: 60)  
        
        Esta hipótesis de trabajo responde a una actitud intelectual que aboga por el  intercambio disciplinario para motivar una discusión plural y, sobre todo,  internacional que establezca un contacto dialógico entre los dos polos de la cuestión  postcolonial (Mignolo, 2003: 158-159). Uno de los grandes logros de estos  estudios, en espacial de su deriva descolonial, es la consideración de la modernidad  como un fenómeno universal construido a partir de la expansión de Occidente y que  dio como resultado la implantación del discurso colonial y su integración en una  “red global” de debate entre las potencias hegemónicas (Castro Gómez, 1999: 94),  formulando una narración deslocalizada de América Latina (Mignolo, 2007: 31). Si  se traslada esta apreciación a Lumpérica, es posible afirmar que: 
        
          El vagabundeo por los márgenes urbanos, el deseo de armar una imagen en  negativo de la ciudad y la mirada que establece vínculos estéticos y afectivos  entre el sujeto portador de un lenguaje y la anomia que circula muda y excluida,  despierta la atención por la diferencia, por los atópicos y utópicos (desde la  perspectiva enunciativa que no renuncia a identificar en ellos cierta ‘verdad’  liberadora, cierto poder transgresor) cuerpos que, expulsados del orden  económico del Estado y del orden simbólico de la palabra, y ajenos a las prácticas  que regulan el intercambio intersubjetivo, se decoran, se cubren y llevan a cuestas  los signos de su miseria. Entonces, más allá de la exterioridad que los conforma y más allá de su vaciamiento, Eltit reconoce en ellos una fuerza deseante que parece  reclamar una mirada. (Croquer, 2000: 93)
        
         Aunque pueda pensarse lo contrario, la cuestión de una perspectiva de análisis  descolonial no trata de ignorar el dominio de Occidente ni el occidentalismo, como  tampoco desvía la atención sobre las consecuencias derivadas de la colonización en  América Latina. Lo cautivador de este planteamiento es su voluntad de desencriptar  el saber y el poder: capitalismo, trabajo y raza, el triple eje de control. El  “desprendimiento” que comporta el pensamiento descolonial reafirma la confianza  en mundos alternativos, un lugar-otro que habitar, de ahí que Lumpérica engendre  en su búsqueda continua una nueva cartografía como “narrativa del  desplazamiento” (Toro, 2002: 117-118). 
        Esta abstracción en la interculturalidad de los países colonizados esclarece, en  definitiva, las “estrategias de disimulación” que han orquestado la ilusión de una  autonomía que el individuo marginal alguna vez creyó poseer. La solución de estas  fantasmagorías activaría, así, un proceso de reescritura de la crónica de la represión  (Spivak, 2011: 79). El sujeto colonizado retomaría los relatos silenciados de la  historia para construir otra nueva, insólita, cimentada, frente a la “textualidad del  imperio” (su sistema lingüístico y simbólico), en una “textualidad-otra” (Vega,  2003: 285). La construcción de los relatos oficiales de la nación no responde,  entonces, a la elaboración de datos y sucesos sino que se trata de un acontecimiento  de violencia epistémica interesado en ofrecer una determinada visión del mundo y  construir en la conciencia del dominado su otredad (Spivak, 2011: 33).  
        Por consiguiente, Lumpérica se vuelve efectiva como juicio crítico fronterizo,  relacionando el conocimiento del ser marginalizado con el pensamiento occidental,  imperial y metafísico (Mignolo, 2003: 130). La respuesta del oprimido no es otra  que penetrar en el núcleo de la máquina del Estado para desactivar desde allí sus  flujos dialécticos hegemónicos e interculturalizar el saber: “las prácticas estéticas  decoloniales no se realizan en una exterioridad absoluta al sistema-mundo colonial,  sino en su interior mismo, en sus márgenes e intersticios, en las marcas no  cicatrizadas de la herida causada por la acción colonial, tanto en los mapas del  mundo como en los cuerpos” (Gómez Moreno, 2012: 16). Sobre este inmenso corte,  Lumpérica alza la voz; animada por la herida, comienza la performance en la plaza  pública de Santiago. 
        
                  3. Cartografía de la herida (colonial)  
            El debut literario de Diamela Eltit se inscribe en un momento de crisis y  desencanto de la utopía latinoamericana, fruto de las descompensaciones que se  observaron, ya en la década de los setenta, entre el entusiasmo inicial de estos  proyectos y sus resultados posteriores. Esta situación puede explicarse, al menos,  por la conjunción de tres circunstancias histórico-críticas. En primer lugar, el debate  acerca de la modernidad pronto se vio rodeado de un marco social desfavorable: el estancamiento financiero y la desintegración del poder producirán un repliegue de  la intelectualidad hacia Europa, abandonando la esperanza de hallar otros mundos  posibles (Quijano, 1988: 51-52). En segundo lugar, la condición utópica se  determinó en función de un equívoco terminológico entre “modernidad” y  “modernización”, además de que esta última llegara tarde, como un producto  manufacturado cuya errónea implantación construyó la idea de una pasividad  continental latinoamericana (Quijano, 1988: 10). Por último, la disyuntiva de la  modernización y su relación con el sistema político-económico neoliberal,  desmanteló cualquier posibilidad de competir con otros países y mejorar la red de  comunicación internacional (García Canclini, 1999: 21-22).  
        A la luz de este marco sucintamente esbozado, Nelly Richard se hizo eco en  1994 de un problema adicional: la incapacidad disciplinar de las ciencias sociales  para asimilar, pese a que su reflexión sobre la modernidad ya se había puesto en  marcha años atrás, las operaciones literarias de la “nueva escena” de arte en Chile: 
        
          Tendieron más bien a relegar las lecturas extrasistemáticas en los márgenes de sus  saberes clasificados […] sin dejar que cruces de saberes más nómades se  combinaran transdisciplinariamente y abrieran espacios de legibilidad entre  disciplinas y disciplinas, más acá y más allá de los repertorios técnicos  convencionados por el mercado de las especializaciones. (1994: 80-81)   
        
        En este contexto de crisis, la relación entre el espacio y el arte puede cifrarse del  siguiente modo: “La urbanización literaria no es solo la respuesta temática a la  modernización social, sino sobre todo una respuesta estética, vinculada  estrechamente a la renovación de las formas artísticas y al anhelo de universalidad”  (Llarena, 2002: 48). Desde este planteamiento, el espacio se interpreta como un  programa epistemológico de los individuos marginalizados que no pueden exponer  legítimamente su propuesta. Esta hipótesis de lectura del espacio rectifica el mundo  material, inaugura un orden colectivo y acerca a los individuos una realidad  empírica, destruyendo la imagen de la citada pasividad continental (Aínsa, 1998:  13).  
        El proyecto espacial de Diamela Eltit se lleva a cabo, entre otros recursos en  Lumpérica, a través del enfrentamiento de dos lugares narrativos: una sala de  interrogatorios y la plaza de Santiago. El primero de ellos enlaza con el concepto de  seguridad de estado, el cual no solamente se refiere al control del espacio privado  sino que, a través de la detención, la reclusión y la tortura, los desposee de toda vida  (Cortés, 2010: 56). En función de una marcada estética de la repetición, el fantasma  de las investigaciones bajo dictadura resurge en forma de preguntas concentradas en  la dilucidación de un solo fin: averiguar qué motivó al interrogado –el cámara que  registra la acción experimental de L. Iluminada– a filmar la performance de la  protagonista. El proceso de obtención de su testimonio alberga una discusión de  enorme interés: discernir el cometido de los espacios urbanos colectivos. 
        El interrogador, no identificado, plantea una cuestión inicial: “Me preguntó: –  ¿cuál es la función de la plaza pública?” (Eltit, 1983: 37)[3] El cámara comienza con  una descripción general que reúne a todos los individuos que transitan por allí a  diario: niños, enamorados, viejos sentados en bancos de piedra y madera, mujeres  que tejen, mendigos que duermen y “desquiciados”, es decir, esquizofrénicos (37-  39)[4]. A continuación, el interrogado es coaccionado para atender otra demanda:  “Describe la plaza” (39). Su retrato, próximo a una écfrasis, dibuja el espacio desde  un punto de vista morfológico: dimensión cuadrangular, suelo de baldosas, piso de  cemento. Estas preguntas iniciales, sin embargo, no alcanzan el resultado deseado  por el interrogador, que empieza a dirigir su razonamiento e increpa al sujeto a  fijarse en determinados aspectos: “¿Y los cables de la luz eléctrica y los faroles?  […] ¿Y qué efectos dan cuando la luz está encendida?” (40). Sus respuestas,  progresivamente, amplían con pequeños detalles la especificidad de la plaza como  espacio ensayado, donde cada individuo asume un papel preestablecido; es la  estampa de un universo jerarquizado, fragmentado en “micro-colonias” donde todos  poseen un lugar asignado de antemano.  
        Más adelante, el cámara se niega a contestar las cuestiones que se le plantean:  “Las preguntas se trivializaban cada vez más” (45); el aparato represor, empero,  cuenta con el miedo y la alienación para forzar al hombre a través de una lógica  colonial a continuar obedeciendo: “A no ser que fuera imprescindible no lo haría.  La mirada del otro lo incitó a continuar, la impaciencia se asomaba a sus ojos” (46).  Finalmente, el interrogador confiesa conocer las grabaciones del interrogado, ante  lo cual se desata la descripción detallada del motivo que ha provocado su encierro:  la ayuda prestada a L. Iluminada en el momento de su caída en mitad de la plaza  pública (45-46). 
        De forma paulatina, el lector avanza en la constatación de la sala de  interrogatorios como un escenario de control que permite la ejecución del poder  moderno/colonial, espacio donde el sujeto es anulado epistémicamente de su  condición humana. A este respecto, resultan esclarecedoras las siguientes palabras  de L. Iluminada, pronunciadas durante su estancia en una clínica: “Yacer así en una  sala de hospital –desprendida de toda alma– alejada de los árboles, con el plástico  que de vez en cuando cae sobre su rostro sin que su propia mano pueda alejarlo”  (70). En consecuencia, frente a la visión del espacio clausurado de la represión, parece indispensable reconocer la plaza pública en Lumpérica como antinomia del  lugar de vigilancia y articuladora de una nueva fenomenología de la imagen.
         En líneas generales, esta dimensión urbana puede concebirse como “metonimia  de la cultura y ordenamiento social, desplazamiento de la polis en tanto fuente de  ritualidad, simbología, epistemología, relaciones, figuraciones y configuraciones del  poder” (Oyarzún, 2009: 140). La operación de L. Iluminada, sin embargo, carece de  un programa preestablecido. El hilo narrativo en Lumpérica, ya se advirtió, es  inconsistente; en cambio, nada tiene que ver con una falta de destreza. Como señala  Walter Mignolo, “la enunciación [del discurso diferencial] como promulgación  toma prioridad sobre la acción como representación” (1997: 66).  
        El ritual que opera la protagonista de la obra tendría, además, un sentido como  posibilidad del cuerpo –motor de los oficios performativos de incorporarse a una  nueva comunidad, con nombre propio, de pleno derecho y asumida desde la  voluntad y no desde la imposición por su condición marginal (Castro-Klaren, 1993:  107-108). Lumpérica apuesta por una organización geopolítica alternativa de la  plaza, creando en ella modelos de humanidad-otra, un proceso similar pero inverso  al que posibilitó el nacimiento del esquema artificial de “humanidad ideal” que  señaló sus cuerpos como no normativos y, en consecuencia, los invisibilizó  (Mignolo, 2007: 40-41). 
        Por consiguiente, la performance en la plaza de Santiago remite a la idea de  ocupar el centro para habitar el universo, en la medida en la que “en todo sueño de  casa hay una inmensa casa cósmica en potencia” (Bachelard, 1998: 84): “De pronto  para bruscamente el trote y en el centro hurga con sus pezuñas. Es su señal llamado  más que una búsqueda. Su cuello baja, sus ancas se levantan, sus pelos sufren una  suave erizada. En previsible modo sus amplias patas inician en el centro mismo de  la plaza su desbordante galopada” (56). L. Iluminada, como puede deducirse de  estas palabras, conforme avance la narración soportará un proceso de metamorfosis  zoomórficas constante, afanado en la adquisición del espacio personal: “Está  punceteada por las ancas/ rasguñada más bien por sus propias uñas, huellas rosadas  establecen marcas de fuego como propiedades” (51-52). Por este motivo, la  intervención se opone a la experimentación tradicional del espacio como sensación  dirigida por la cultura (Aínsa, 2006: 19).  
        La plaza, en este curso de mutaciones de L. Iluminada, se convierte en un redil  improvisado donde los habitantes del “lumperío” aguijonean al animal con sus  espuelas: “la plaza entonces se hace peligrosa; ese corral que la transforma en cerca,  faroles en estacas, bancos en rejas hasta desollarse las patas” (52). No obstante, la  protagonista ha desarrollado, fruto de su acostumbramiento, mecanismos de defensa  en contra de las fuerzas que habitan el lugar que se le ha negado: “El cuero está  oculto por los pelos, el frío burla y así esta estadía en la plaza se vuelve soportable.  De animal modo obtiene la estadía” (53). En ese sentido, la superposición de  dimensiones reales y oníricas en el espacio de la plaza justifica la actividad de L.  Iluminada “a partir del dinamismo del texto” y no de las “alusiones a lo que está fuera” (Gullón, 1974: 253). Dicho de otra manera, en Lumpérica se produce una  suspensión del “contrato simbólico que garantiza la posibilidad de admitir como  verosímil ciertos enunciados articulados en determinados contextos” (Brito, 2006:  20).  
        La consecución del individuo marginalizado, desde este planteamiento, atraviesa  un estadio intermedio consistente en una doble articulación del discurso colonial y  descolonial: “se robustece para soportar bien esa montada; sin embargo, sin la  montada su facha es incompleta” (53), lo que alude a un esfuerzo del ser marginal  por trabajar de manera simultánea en dos lógicas de pensamiento para hacer más  efectivo su proyecto (Mignolo, 2006: 56-57). De algún modo, la enunciación  múltiple guarda una estrecha relación con la herida colonial, a la cual jamás se  renuncia, en las fronteras entre el dolor y el placer que “nos dejan, al menos  momentáneamente, en una zona ética neutra” (Castro-Klaren, 1993: 101): 
        
          dejaría de acatar las órdenes, torcería el camino amenazando chocar contra los  árboles o bien contra los bancos, desobedecería siempre el mando de las otras  piernas, para dejar que sus patas marcaran un camino distinto del que la montara.  Hasta que por fin sintiera en sus costados la ira de las espuelas, el penetrar  implacable del acero y sólo entonces pudiera relinchar, mugir, bramar, sentir la  herida. (54)  
        
        El ciclo de oscuridad en el que se inscribe Lumpérica permite hablar, además, de  la “paradoja de la inicialidad de un acto de habla”, por la cual la repoblación  nocturna del espacio público recupera no su originalidad sino su origen, la razón  por la que fue pensado como lugar de mediación intercultural (Bachelard, 1998:  102). La performance exhibicionista de L. Iluminada señala un proceso de  confianza cósmica en el mundo, pese a la precariedad del nido, la casa; la  protagonista no pierde allí el “ensueño de seguridad” que habita en ella y le libera  catárticamente de la opresión colonial.  
        No obstante, las repercusiones de una interpretación del espacio público como  casa van más allá de una cuestión fenomenológica. Las acciones de Lumpérica  desafían los esquemas simbólicos de género que asocian a la mujer con el ámbito  doméstico, lugar de descanso del hombre-guerrero y donde la Historia no tiene  discurso ni capacidad para inscribirse en los procesos dialécticos (GuerraCunningham, 2012: 822). Este hecho se identifica, por tanto, con una doble  transgresión en la obra: por un lado, L. Iluminada abandonaría el lugar  tradicionalmente asignado a la mujer y, en segundo lugar, haría del espacio vedado  su propia y legítima dimensión. Por consiguiente, la obra de Eltit “nos conduce a  definir la casa como un ideologema en cuya elaboración va primando una posición  ideológica con respecto a la experiencia de ser mujer y a los derechos que se exigen  en un contexto político determinado” (Guerra-Cunningham, 2012: 824).
        Sin embargo, Lumpérica es también una historia en suspensión. La llegada del  sol impide concretar el triunfo de su proyecto y los habitantes del lumpen, ahora,  reniegan de su experimento de apropiación: “Mas no la siguen, de hecho el  lumperío se ha replegado ante su andanada, niegan su efecto, se muestran sordos  ante sus sonidos” (57). Dada la situación, el único refugio de L. Iluminada es  entregarse al amparo de la luz eléctrica y a su cegador brillo, convencida de la única  verdad que puede articular cuando su sangre ha manchado el piso, su pelo,  arrancado a duros manotazos, descansa sin vida en los pastelones de la plaza y su  flujo menstrual empapa su vestido: “nadie la obligará a elegir lumpen” (59), jamás.  Cuando el ocaso vuelva a traer la cerrada noche, el lumperío será testigo del  enfurecido grito de la yegua, la vaca y la serpiente legitimando con su voz y sus  gestos el espacio que le devolverá su derecho natural de pertenecer:  
        
          el anochecer sustenta la plaza en su ornamento, para que ella adopte en sí las  poses tránsfugas que la derivan hasta el cansancio, encendida por el aviso que cae  en la luz sobre el centro de la plaza, entre los árboles y los bancos, para llegar  hasta el cemento donde permanece de espaldas. Porque el frio en esta plaza es el  tiempo que se ha marcado para suponerse un nombre propio, donado por el  letrero que se encenderá y se apagará, rítmico y ritual, en el proceso que en  definitiva les dará la vida: su identificación ciudadana. (7) 
          
        
            4. Conclusión  
          Lejos de solventar cualquier interrogante, este trabajo reabre algunas viejas  cuestiones apuntadas en el grueso de la bibliografía precedente. En primer lugar, a  partir de este modelo crítico alternativo es posible ahondar con mayor conveniencia  en el contexto histórico, político, social y cultural de América Latina. La escritura  de Diamela Eltit, entonces, deviene estética encaminada a la descolonización del  poder y el saber, para efectuar un debate acerca del pensamiento de la modernidad y  su lógica colonial. La focalización en el espacio narrativo, además, evidencia un  interés por los discursos de recuperación y legitimación a partir de un proyecto  literario que amplifica ontológicamente al sujeto marginal y le dota, bajo este  auspicio, de una nueva identidad, una nueva fenomenología de la imagen, de su  imagen. Será de enorme provecho, por ello, concluir estas líneas con unas palabras  de Diamela Eltit, pronunciadas en una entrevista con Robert Neustadt en Ñuñoa, el  10 de junio de 1998, que ponen de relieve su papel como verdadera protagonista de  un proyecto epistemológico singular:  
        
          Se inició desde la primera conversación la decisión de hacer un tipo de arte  relacionado con la situación política, eso es lo que nos movilizó, el desastre  político de ese tiempo. Se realizaron una serie de reuniones y se organizó el  trabajo. Teníamos claro que íbamos a cuestionar los soportes tradicionales y  frente a la intervención dictatorial sobre los espacios públicos, íbamos a trabajar  la ciudad como obra, soporte, pasión. (Neustadt, 2001: 93) 
          
         
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        Notas
        [1]   Para profundizar en las relaciones del CADA y Lumpérica, véanse Fernández de Alba  (2006) y Donoso (2009). 
[2]    Como recuerda Juan Carlos Lértora, lo marginal en Diamela Eltit se encuentra en  muchas de las características de su mundo ficcional, no en las operaciones narrativas de su  autora (1993: 27). 
[3]   De ahora en adelante, se indicará en exclusiva el número de página en el que se  encuentran las referencias y citas textuales extraídas de Lumpérica (1983).
[4]   La esquizofrenia y la locura, además de otras consecuencias para la trama, permiten  destapar las falacias de la represión del discurso dominante que no pretende sino “ocultar  fragmentos de deseo, aristas psicóticas subyacentes en la epidermis de la norma, borrando la  posibilidad binarista y enmascarante de la clasificación que la aleja de su aparente  transgresión” (Brito, 2006: 27).
        
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