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La narrativa de Diamela Eltit y los límites del testimonio hispanoamericano
Laura Scarabelli
UNIVERSITÀ DEGLI STUDI DI MILANO
Confluenze, Revista di Studi Iberoamericani. Vol. 4 N°2. 2012.
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Quiero abrir mis reflexiones alrededor del tema testimonial y la narrativa de Diamela Eltit con o, mejor dicho, gracias a un interrogante polémico y controvertido[1]. ¿Si consideramos los alcances teóricos de nuestra hipermodernidad (el ocaso de las grandes narraciones en favor de relatos menores y polifónicos, la debilitación del sujeto y de su verdad, el dominio absoluto del lenguaje, único lugar de habitabilidad del ser), tiene sentido, hoy en día, hablar del género testimonial y de sus posibilidades hermenéuticas? En el marco de estos debates, el testimonio y su protagonista, el testigo, parecen haber desvanecido, junto a las ideologías fuertes que pretendían describir, interpretar y moldear la realidad[2] (Gugelberger, 1996).
Es bien sabido que la historia del testimonio en América Latina se desarrolla a través de dos etapas fundamentales: el nacimiento y la afirmación del género en los años sesenta y setenta, tras los revolucionarios eventos[3] que quebraron los escenarios culturales y civiles de América Latina, otorgando el ingreso en la agenda política de nuevos actores sociales y nuevas problemáticas, y su institucionalización, en la década de los Ochenta, sobre todo gracias a los aportes metodológicos de la escuela norteamericana[4]. La perspectiva exegética de dichos estudios no se centra en el posicionamiento político y social del discurso testimonial y en el rescate de las voz del subalterno y de su postura ética, sino que prefiere reflexionar sobre el estatuto ontológico del “hecho testimonial”, generando lo que podemos nombrar “metacrítica del testimonio”.
A partir de los años noventa y a pesar de la proliferación de novelas testimoniales en diferentes áreas del Continente, el género parece haber perdido su brillo, convirtiéndose en una práctica de denuncia autorreferencial e infecunda. La enunciación de un yo fuerte, portador de una experiencia ejemplar y ética ha dejado paso al multifacético bosquejo de las mismas posibilidades de afirmación de este yo, individual y colectivo a la vez.
La multiplicación de la función autorial, paradigma de los heterogéneos regímenes de enunciación que se entrecruzan en la praxis testimonial (la oralidad del testigo, que no tiene voz -escrita- y la palabra del intelectual solidario), ha revelado sus quiebres y “mentiras” debido a dos razones fundamentales: la paulatina inclusión de los actores que protagonizaron dichos discursos en la agenda política y la toma de conciencia de la imposibilidad de “decir” al otro, de encontrar una forma adecuada para “mediar” sus palabras y sus pensamientos.
A partir de estas premisas, en el presente trabajo quiero bosquejar “lo que queda del testimonio” tras la puesta en tela de juicio de su “verdad” extraliteraria. En otros términos, pretendo centrar mi análisis en la problematización de la posibilidad misma de “mediación” de la palabra del testigo.
El testimonio y sus límites
El proceso de mediación es una de las características principales de todo acto testimonial.
Aún cuando el desdoblamiento del autor en las instancias de trascriptor y testigo no se da y el testimonio desemboca en los dominios del autobiográfico, la “verdad” contenida en su discurso es una verdad “mediada”, escondida bajo las trampas del desajuste cronotópico entre el yo que narra y los hechos narrados. Podemos decir más. Siguiendo los planteamientos teóricos de Foucault y Agamben, junto a las sugerencias de Sarlo (2005) sobre la relación entre testimonio y ficción, brindar testimonio integral de lo vivido es una práctica ilusoria, porque el acto verbal no consigue contener la totalidad de la experiencia, ni comprenderla en el espacio de los diferentes enunciados. Podemos testimoniar sólo “lo que queda” de la experiencia, el resto de un yo que el lenguaje no puede expresar en su totalidad existencial. Cifrando los planteamientos lacanianos sobre la relación entre los límites del lenguaje y la experiencia, cabe aseverar que la praxis testimonial consigue reflejar la huella de un deseo de plenitud irreparablemente perdido (Lacan, 2005, pp. 57-58).
Según Benveniste (1991, pp. 181-182) decir “yo” es un acto de afirmación y negación a la vez, significa dar voz a una ausencia. Cuando el yo lingüístico nace el yo existencial necesariamente perece, junto a su deseo de eternidad y compleción.
Desde esta perspectiva podemos atrevernos a afirmar que la única posibilidad de “mediación” de lo real que el testimonio todavía puede encarnar reside en los dominios de lo simbólico.
El manejo lingüístico de las redes de símbolos, metáforas, similitudes, alegorías posibilita la entrada en las fisuras de la experiencia y el acceso a su verdad, gracias a la evocación del sentido más que a una rotunda y plena afirmación. En las palabras de Agamben:
El testimonio es una potencia que adquiere realidad mediante una impotencia de decir, y una imposibilidad que cobra existencia a través de una posibilidad de hablar. Estos dos movimientos no pueden identificarse ni en un sujeto ni en una conciencia, ni separarse en dos sustancias incomunicables. El testimonio es esta intimidad indivisible (Agamben, 2002, p. 153).
Desde esta perspectiva, la valoración de las capacidades de la metáfora de “decir lo indecible” y “nombrar lo innombrable” (Reati, 1992) desarticula y deslegitima la posibilidad de plena afirmación del testimonio en su apelación a la verdad extraliteraria, dejando paso a formas testimoniales más subjetivas, autobiográficas y crípticas, inscritas en los dominios de la ficción y de las prácticas más rebuscadas de elaboración del discurso literario. Dicho en otros términos, el testimonio no puede existir fuera de la esfera subjetiva y autorreferencial del lenguaje, único y exclusivo locus que alberga y desvela el vestigio de la experiencia.
Muchísimas son las formas de testimonio que reproducen dichas posibilidades del lenguaje, que se convierte en “mediador” de la experiencia, gracias a las propiedades evocativas del símbolo. Cierto es que este proceso de literalización de la función del testimonio quiebra el trasfondo ético y político de dicha producción, quizás convirtiéndola en mero ejercicio de estilo, en especulación sobre las posibilidades de atestiguar la aparición y desaparición de un yo que elabora la situación que ha vivido o que ha “presenciado”.
Mediación, elaboración, digestión de una circunstancia. Estas palabras parecen sellar el evento testimonial desde sus mismísimas premisas. Si en los tiempos hipermodernos el testimonio se ha convertido en la paradójica afirmación de la imposibilidad de afirmar, que no puede eludir los límites de la representación, podemos preguntarnos ¿qué sentido tiene testimoniar? ¿Vale la pena esforzarnos para afirmar esta ausencia, este resto fantasmal, incapaz de dar cuenta plena de la voz del otro?
Lo aurático del testimonio, que se expresa en su necesidad de puesta en suspenso de lo literario para posibilitar el ingreso en lo mimético, es decir la plena comunión con lo vivido, activada en el acto de recepción del texto (Moreiras, 1996: 195), quizás pierda consistencia, refiriendo únicamente una cadena de imposibilidades[5].
Todos estos interrogantes conllevan una serie de apreciaciones teóricas y hermenéuticas impensables de desentrañar fehacientemente en el espacio de estas breves páginas.
Sin embargo, lo que más me llama la atención no es el contenido de dichas preguntas, sino su marco, su premisa, es decir la relación entre testimonio y mediación, la limitación del testimonio a simple acto de mediación del sentido[6].
Creo que para poder solucionar esta “aporía” del testimonio y recuperar su vigencia es necesario desfigurar el mecanismo de mediación implicado en todo acto testimonial e indagar nuevas posibilidades de “salida”, vías de fuga, excéntricas y nómades.
La narrativa testimonial de Diamela Eltit investiga los límites del testimonio poniendo en tela de juicio la misma posibilidad de “mediar” la realidad a través del lenguaje. Los testimonios de la autora abren interrogantes nuevos porque deconstruyen las reglas mismas del juego lingüístico literalmente “evadiendo” los dominios de la representación.
Estas viradas de los límites del testimonio trastornan los actores implicados en el evento, transformando el autor-editor, es decir el artista comprometido en el acto de mediación, en testigo inmediato de las mismas circunstancias que quiere relatar. El acto de “padecer” dichas situaciones, directa o indirectamente, es el nuevo eje de la praxis testimonial, que puede ser “traducida” sólo a través de un proceso de asimilación íntima, de implicación del artista. Siguiendo estas líneas interpretativas el autor se convierte en “testigo” de las existencias que quiere iluminar con su palabra y de la situación de urgencia de las mismas (Forcinito, 2006, p. 68).
La indagación de Diamela elude y rompe toda posibilidad de aserción directa de lo real, instalándose fuera del lenguaje mediante un recorrido regresivo que se propone rozar el punto cero de la palabra. Esta regresión consigue desbaratar las estructuras lingüísticas de aserción del sujeto mediante un camino à rebours, hacia el estado imaginal del yo.
A la escucha y más allá de la lección lacaniana, rehuyendo los límites (im)puestos por el lenguaje, la palabra de Eltit no se reconoce en la triangulación edípica que rige las dinámicas deseantes y cuestiona el fundamento de la ley del Padre, gracias a la creación de una red de paradójicos signos[7] que “desbordan la linealidad dogmática del mensaje vertical, desjerarquizando sus fundamentos y predicamentos” (Ortega, 1993, p. 54). Desde esta apertura del significado hacia un abanico heterogéneo de posibilidades surge la peculiarísima práctica escritural de Diamela Eltit, una praxis que pone en cuestión la integridad del yo quebrando sus formas de representación y exhibiendo sus límites.
A partir de estas consideraciones quiero basar mi lectura de la palabra testimonial de Diamela Eltit subrayando la red de analogías entretejidas en la trama textual, analogías orientadas al cuestionamiento de dos figuras clave en la construcción del logos occidental, el Padre y la Madre.
La evaporación del Padre (Mío): el testimonio ‘in-mediado’
El Padre Mío es una “experimentación testimonial”[8] que, a primera vista, refleja las modalidades clásicas de producción del género. Consiste en la fiel reproducción de la palabra de un vagabundo esquizofrénico, que vivía en las afueras al norte de Santiago. Eltit lo conoció por primera vez en 1983 en uno de sus recorridos en compañía de la amiga artista Lotty Rosenfeld. La autora recogió la memoria del psicótico gracias a tres grabaciones (respectivamente de 1983, 1984 y 1985), puestas en papel después de un “fiel” proceso de transcripción y elaboración[9].
Si bien la forma del marco testimonial parece respetar el esquema básico de la entrevista biográfica, el análisis de los diferentes actores del relato nos revela una serie de aspectos que no encajan en la economía narrativa del testimonio.
El primer elemento que quisiera destacar es la diseminación de la función autorial.
En el testimonio “clásico” la autoridad autorial se desdobla. El testigo es el “portador” de la experiencia y el dueño de la palabra mientras en cambio el trascriptor es el ventrílocuo, el inventor de la trama textual.
¿Quién es el protagonista de la narración “traducida” por Diamela Eltit? Un Padre, su padre. Ya desde el mismo título las dos autoridades que participan en la operación de edificación de la obra desaparecen dejando paso al simulacro de una familia. Los actores “reales” se disfrazan convirtiéndose en Padre e hija y, gracias a su gesto subversivo, deslizan los límites del testimonio hacia los dominios de la relación filial.
El paratexto de la novela ofrece nuevas posibilidades para cuestionar la veracidad del testimonio, junto a la jerarquía vertical que une informante y receptor. La “receptora-editora”, Diamela Eltit, no está sola sino que comparte su tarea con otras mujeres que la ayudan en el proceso de producción del texto.
En una nota que encabeza la obra, Eltit apunta: “Agradezco a mi hija Dánisa por su inapreciable ayuda en la tarea de transcripción de cintas” (p. 7) Y, en las primeras líneas de la introducción añade:
Conocí al Padre Mío en 1983. La artista visual Lotty Rosenfeld me acompañaba en una inestable investigación en torno a la ciudad y los márgenes, investigación iniciada en 1980, y en la que ya habíamos pasado por múltiples hospederías, barrios, prostibularios y diversas situaciones de vagabundaje que Lotty Rosenfeld iba documentando en video (Eltit, 2003, p. 9)
Autorizando el acceso al texto, la autora comparte su “responsabilidad” sobre la narración. Gracias al despliegue de la función autorial en instancias múltiples y heterogéneas, fragmenta la univocidad y verticalidad de la operación ventriloquial[10]. Con este acto sumamente innovador, inaugura una experiencia de escritura colectiva, que pone en tela de juicio la integridad del autor-editor y sus capacidades de mediación del significado. Esta “lógica del contrapunto” se refleja en la misma estructura paratextual, que translitera los clásicos dispositivos de apertura al texto, a través de aparatos más fluidos e inclusivos. Las tres hablas del Padre Mío no necesitan introducción alguna, lo único que se puede hacer con ellas es presentarlas, exhibirlas, (ex)ponerse a la escucha.
Diamela Eltit lo sabe muy bien y por esta razón, en su peculiarísima “Presentación” de la obra, adhiere a las exigencias del potencial narrativo que maneja:
Un interrogante me ha atravesado dilatando esta publicación por casi cuatro años. ¿Cómo situar este libro? Interrogante continua, fundamental, percibiendo, por otra parte, que la respuesta ya estaba contenida en el instante mismo de la grabación y, por ello, recuperación de esta habla, siguiendo la lógica de su salvataje en el deseo de su publicación, de esta publicación. Desde dónde recoger esta habla era la pregunta que principalmente me problematizaba […] (Eltit, 2003, p. 14).
El Padre Mío es la recuperación del habla de un psicótico y, por ende, no puede encontrar mediación alguna, vive en su misma presencia, en la secuencia rítmica y caótica del flujo de su pensamiento, en la literalidad de la libre asociación de sus significantes. El Padre Mío no representa a una subjetividad paradigmática, expresión de una colectividad en lucha, registra la experiencia de un yo hipertrófico que contiene al mundo.
El relato del esquizofrénico es el negativo del relato testimonial, su sombra siniestra. El yo ejemplar, que se eleva en la metáfora de su mundo y un yo individual que literaliza la experiencia del mundo y la inmoviliza en el espacio de su delirio.
Silla Consoli en su ensayo sobre el relato del psicótico señala que:
Una misma preocupación de verdad recorre muchos de los textos psicóticos. Se trata entonces de una verdad arcaica, de una palabra que dice lo que es y que pretende ser revelación y profecía para el otro, sin tomar en absoluto en cuenta la adhesión que podría encontrar en aquellos a quienes se dirige ni la autentificación que estos últimos podrían aportarle […] Sólo este reconocimiento de verdad puede aportar al relato la validación a la que el psicótico aspira. La duda está excluida (es decir la verosimilitud como posibilidad de lo falso), creando un pensamiento lógico y absolutamente coherente. (Consoli, 1985, p. 95)
El psicótico “existe integralmente” en su expresión, no puede vivir fuera de su verbo que no acepta cuestionamientos. El Padre Mío vive en las redes de su delirio. Siguiendo las sugerencias teóricas de Lacan sobre la construcción del yo y las relaciones entre inconsciente y lenguaje podemos afirmar que sus palabras son la trampa que imposibilita el desarrollo de su tensión deseante, impidiendo el acceso a lo simbólico.
Por esta razón la única modalidad de construcción de dicho testimonio consiste en su simple observación y exposición, en su muestra y exhibición:
Es Cultura, pensé.
Esculturas diseminadas en los bordes negando la interioridad arquitectónica, tomando, en cambio las fachadas, a partir de constituirse ellos mismos en puros ornamentos, en fachadas después de un cataclismo. Observar esta conversión en esculturas era permitir la elaboración del pensamiento que asistía a un trabajo con la apariencia y la exterioridad (Eltit, 2003, p. 11).
Diamela Eltit gracias a El padre Mío crea un anti-testimonio que vuelca y disemina los códigos establecidos de la redacción testimonial. La literalidad de su informante, que no conoce mediación posible, abre interrogantes sobre de la praxis del testimonio, problematizando sus premisas junto a las mismas posibilidades del lenguaje.
La palabra del Padre no explica, no define y, al mismo tiempo, no alude, no evoca, no sugiere, no insinúa. Es una palabra que se instala fuera de los dominios de la denotación y de la connotación, que habita el más allá del lenguaje[11].
No es casual que el único recurso retórico que posibilita la exhibición del sentido del Padre Mío sea la analogía. La figura retórica designa una relación de semejanza entre imágenes o palabras, que se fundamenta en las libres asociaciones del pensamiento antes que en los nexos lógicos o sintácticos.
Junto a conceptos unívocos y equívocos, Aristoteles admite la posibilidad de conceptos análogos, que hunden sus raíces en la semejanza y la relación. Por tanto la analogía no es una categoría lógica sino ontológica y refleja el conjunto de las relaciones de participación y diferencia: mide la distancia entre el yo y el mundo. Sus aproximaciones e inexactitudes expresan las faltas de sentido que habita el lenguaje, sus quiebres y sus ausencias.
Eltit consigue encontrar puntos de contacto entre el habla del Padre y la historia de Chile gracias a una cadena de analogías, únicos signos que le otorgan la posibilidad de “actuar desde la narrativa. Desde la literatura” (p. 15)
1) El Padre Mío es Chile. Un Padre sin Nombre, un Padre que se ha evaporado[12], junto a su relación con la lengua. La fragmentación y la rotundidad delirante del lenguaje del psicótico se aproxima a la realidad chilena, a la saturación claustrofóbica de un país que vive encerrado en las lógicas monolíticas y exactas de la dictadura:
Es Chile pensé.
Chile entero y a pedazos en la enfermedad de este hombre; jirones de diarios, fragmentos de exterminio, sílabas de muerte, pausas de mentira, frases comerciales, nombres de difuntos (Eltit, 2003, p. 15).
2) La enfermedad de Chile coincide con esta pérdida, con la imposibilidad de acceder a lo simbólico. Por tanto, Chile no consigue hablar, recordar, desear, vive en la esclavitud del instante y no puede imaginar su futuro.
Es una honda crisis del lenguaje, una infección en la memoria, una desarticulación de todas las ideologías. Es una pena, pensé. (Eltit, 2003, p. 15)
3) Considerando estas premisas, la única forma de dicibilidad y denuncia de los horrores creados por la ideología de la dictadura es la exposición de la palabra, en sus aproximaciones y distancias:
Reconociendo que las palabras me hablan cuando me hablan y que en general me entrampa el lenguaje oral, que estoy seducida y comprometida por esa habla que recibí o encontré en la ciudad inesperadamente precisa, hoy recuerdo que pensé: es literatura, es como literatura (Eltit, 2003, pp. 15-16)
4) La imposibilidad de asimilación y traducción del habla del Padre activa la construcción de un escenario verbal que sugiere sentimientos de contemplación estática. Diamela Eltit “exhibe” un testimonio integral, un verbo pleno, absoluto. Para conseguir proclamar la circunstancia del Padre Mío, Eltit accede a la fragilidad del lenguaje y a sus fallas, a su inexactitud y precariedad, “expone” sus huecos, sus fisuras, sus grietas. Esta peculiarísima “presentación” del monólogo paterno es el único testimonio posible.
Habiendo reconocido en ella una cierta equidad con la situación chilena bajo dictadura: su eclosión, el habla del Padre Mío me parece que ejerce una provocación y una demanda a habitar como testimonio, aunque en rigor su testimonio está desprovisto de toda información biográfica explícita. Él mismo lo dice en una de sus partes: “Pero debería de servir de testimonio yo” (Eltit, 2003, p. 16).
La “Presentación” de las tres hablas del Padre Mío no pretende filtrar la experiencia del psicótico, que vive en su irreparable inintelegibilidad. La autora juega con la imposibilidad de reproducción de su palabra liminal, colocándose en los márgenes del lenguaje. Sólo mediante este recorrido excéntrico puede “recoger” el sentido último y definitivo de la presencia del Padre. Sabe muy bien que no puede relatar su biografía ejemplar, “la historia de su Padre que es Chile entero”: lo único que le queda es la posibilidad de manifestar personales fragmentos de su verdad, haciéndolos ostensibles.
La escritura de Diamela Eltit no quiere encarnar nuevas profecías, ni transmite revelaciones últimas y garantías ontológicas. Intenta tímidamente mostrar las polifónicas facetas de un mundo que ha perdido su centro gracias a nuevas formas de “dicibilidad debilitada”. La expresión de la autora rehúsa la afirmación dogmática y exacta y se abre a la alteridad, desvelando su rostro secreto, un rostro escurridizo, fugitivo, inestable, vivo en sus ausencias:
La publicación de este libro me permite compartir su peso, dejar abiertas otras identificaciones. Me permite, especialmente, diluir su ausencia (Eltit, 2003, p. 17).
Las almas oscuras y cómplices de las Madres: el testimonio ‘introyectado’
Diez años después de las fieles trascripciones del habla del Padre Mío, Diamela Eltit empieza otro recorrido testimonial, junto a la fotógrafa Paz Errázuriz. Si la autora, tras su posicionamiento como testigo del relato del vagabundo, problematiza el discurso monolítico del Padre mediante la creación de una serie de correspondencias experienciales (la relación entre Padre e hija, entre el Padre y Chile, el relato autístico del Padre y el discurso de la dictadura) y, al mismo tiempo, denuncia la imposibilidad de “encontrar las palabras” para restituir la integridad de la vivencia del psicótico, con esta nueva experimentación testimonial rompe la lógica binaria de articulación del texto, diseminando el dialogismo entre autor-testigo e informante-testigo.
El infarto del alma, así se titula el producto de la visita del hospital psiquiátrico de Putaendo que las dos artistas realizaron en 1992, es un texto de difícil clasificación porque no encaja en ningún género conocido, instalándose en la frontera entre múltiples tipologías escriturales (la novela epistolar, el relato de viaje, el relato autobiográfico, el ensayo, la prosa poética, la transcripción psiquiátrica de un caso clínico[13]), integradas con unas cuarenta fotografías, primariamente de parejas de pacientes del centro de reclusión.
Sus siete aparatos narrativos sobrepasan todo género establecido, armando un producto híbrido y heterogéneo, que consigue irradiar los focos de observación y los puntos de vista, junto a los confines entre sujeto y objeto, gracias al diálogo entre imagen y escritura y a los continuos desplazamientos de géneros y estilos que caracterizan la narración.
Es cierto que la técnica del collage y la polifonía, típicos recurso postmodernos, rigen la amalgama textual, proponiendo un producto que problematiza los regímenes de representación, desbaratando sus confines.
Sin embargo, las huellas experimentales que caracterizan la arquitectura textual reflejan un intento que fuerza los límites del esteticismo, deslizando la narración hacia lo ontológico.
El mismo posicionamiento de las “dos” autoras[14] frente al texto implica el irremediable cuestionamiento de la autoridad autoral y la dispersión de las subjetividades, los centros de la representación y los distintos actores que protagonizan el relato.
La arquitectura narrativa muestra dos planos de diseminación:
1) Dispersión de la identidad de los testigos. Como en el caso del padre mío, la imposibilidad de mediación de la palabra de los locos de Putaendo impide la transmisión del mensaje universal sacado de su experiencia. Las tramas personales de los albergados de la estructura no se pueden trasmitir mediante un relato lineal. Los ‘pacientes’ no representan una porción de humanidad, si bien excéntrica, no son expresión de voces alternativas de disidencia. Lo único que pueden traducir es la presencia de una ausencia, la imposibilidad del habla: forma y práctica del vacío (Agamben, 2002)
2) Irradiación de la relación informante-testigo. Las dos autoras implicándose en la comunidad hospitalaria, pierden la autoridad de ‘mediadoras’ de la experiencia y se convierten en ‘nuevos testigos’ de la misma. Esta pérdida de su función y punto de vista no afecta únicamente al plano narrativo sino que se inocula paulatinamente en lo existencial. Al ingresar en el psiquiátrico, Diamela y Paz comparten los ritmos y las costumbres de la vida hospitalaria, entrando de pleno derecho en la comunidad de Putaendo. La narración, entre otras cosas, es el relato autobiográfico (o, más bien, el testimonio) de la inclusión de las dos mujeres en la vida marginal y trágica de los reclusos del centro psiquiátrico. Esta nueva experiencia perturba a las dos autoras y hace vacilar su capacidad de ordenación y sistematización de lo real, llevándolas a experimentar nuevas modalidades expresivas, más abarcadoras e inexactas[15].
A medio camino, Paz Errázuiz y yo estamos ubicadas en el límite, nos enfrentamos a la disyuntiva de tener que cruzar continuamente las fronteras. Habremos de asumir la encrucijada de estar repartidas entre el personal y los pacientes y tocadas por una súbita y semejante resignación nos apresuramos a decir que sí, mientras abandonamos las oficinas. Sé que en algunas ocasiones resulta difícil entender cabalmente la diferencia que media entre el azar y la predestinación. (Eltit, 2010, p. 12 )
Para encontrar una modalidad de reproducción de estos contenidos diseminados, vagos e inestables, las dos autoras necesitan un centro de irradiación del discurso.
Mi hipótesis es que la focalización del proyecto textual se debe, otra vez, a un procedimiento analógico: la individuación del tema del amor como correlativo de la locura. El amor, junto al delirio (el término latino de de-lirar significa “apartarse del surco”) es una experiencia de excentricidad y de “salida” del yo. La búsqueda del ser deseado, de la “cosa” materna (das Ding), el objeto querido y perdido para siempre[16], es la concreción de una ausencia, que desencadena la tensión deseante y posibilita, entre otras cosas, el anhelo de la creación:
Después de todo he viajado para vivir mi propia historia de amor. Estoy en el manicomio por mi amor a la palabra, por la pasión que me sigue provocando la palabra […] Comprendo ejemplarmente que el objeto amado es siempre un invento, la máxima desprogramación de lo real y, en ese mismo instante, debo aceptar que los enamorados poseen otra visión, una visión misteriosa y subjetiva. Después de todo los seres humanos se enamoran como locos. Como locos. (Eltit, 2010, p. 16)
Esta misma tensión creativa que habilita el acto testimonial coincide con una práctica sumamente subversiva porque, mediante la creación y el amor a la creación, la dos autoras pueden legitimar la presencia de un mundo clandestino, pueden iluminar un fragmento de Chile escondido y oscuro y, al mismo tiempo, denunciar a una sociedad excluyente y amnésica, que rechaza cualquier expresión diferente y perturbadora del orden constituido.
Haciéndose literalmente “cargo” de las fisicidades de los pacientes del psiquiátrico consiguen otorgar visibilidad al resto misterioso y abyecto de la Nación. Las dos mujeres entran en las vivencias de los enfermos de Putaendo para incorporar en sus conciencias los rostros íntimos de la comunidad de hospitalizados y sólo gracias a la introyección de esta “situación” consiguen ofrecer un testimonio personal y creativo de lo vivido.
Ellos están viviendo una extraordinaria historia de amor encerrados en el hospital; crónicos, indigentes, ladeados, cojos, mutilados, con la mirada fija, caminando por las dependencias con todos sus bultos a cuestas. Chilenos, olvidados de la mano de Dios, entregados a la caridad rígida del Estado. […]
Volveré a la ciudad atrapada en el manicomio de mi propia mente y después caminaré mucho tiempo de un lado para otro, subiendo y bajando escaleras, tambaleando entre pasillos, atravesando patios, cargando a esos cuerpos en un pedazo de mi cerebro. Iré de un lado para otro llevando a esos cuerpos con la desdicha y con la fuerza de un alma en pena (Eltit, 2010, p. ).
En esta (con)fusión de roles y planos se origina el texto, expresión de un saber circular, abierto, femenino, que brota de la relación entre seres humanos, del contacto intimo entre vivencias y experiencias.
En el Infarto del Alma Diamela Eltit parece recuperar el resto exhibido de El Padre mío y filtrarlo mediante su propio cuerpo, gracias a la acumulación de sus contenidos existenciales. El testimonio de esta peculiarísima contaminación es un producto híbrido y culto, reflejo íntimo de la autora y de su subjetiva traducción de la circunstancia de Putaendo. Sus distintas secciones y la habilidad de entrelazar diferentes formas del discurso en un mismo entramado narrativo, centrado en el amor, posibilita diversas aperturas textuales y pistas hermenéuticas. El aparato titulado “El otro, mi otro”, en la trágica descripción de un cuerpo femenino abierto a la alteridad del otro que lo invade, en la fenomenología de la gestación, pone a prueba los confines de la individualidad, postulando nuevos paradigmas de experimentación de lo real, un saber de relación, que vive de la tensión misteriosa y oscura hacia el otro.
Diamela Eltit, en este testimonio de múltiple autoría, expresa el arte de poner el cuerpo en lo narrado y la generosidad de exhibir su palabra, brindándola al otro.
La escritura de Eltit, junto a las fotografías de Errázuriz, erigen una ‘morfología femenina’ en un mundo masculino, convirtiendo lo privado en experiencia pública. Construyen una praxis repleta de interrogantes e incertidumbres, siempre a la escucha de la voz del otro y de sus postulados.
Gracias al cuestionamiento de las posibilidades mediadoras de la palabra del Padre y de las Madres, la narrativa de Diamela Eltit consigue (con)fundir roles y formas del testimonio canónico postulando alternativas de dicibilidad y nuevas significaciones de la praxis testimonial.
La palabra del padre mío refleja la imposibilidad de reproducción de la diferencia del psicótico y la necesidad de exhibir su habla ‘integralmente’ y ‘literalmente’[17], sin mediación alguna.
En un extraordinario giro semántico, la autora consigue torcer los límites del testimonio, convirtiendo la literalidad del discurso de la locura en literaturización del ‘estar en el mundo’ del esquizofrénico:
Hube de abrir un amplio, un gran margen para la especulación, confiando en el quehacer narrativo que permitía tejer y unir creativamente distancias, liberando el flujo analógico y la carga estética incrustada en cuerpos, gestos, conductas y fragmentos de un modo de habitar (Eltit, 2003, p. 10).
La autora transforma su testigo en objeto estético y lo hace ostensible a través de una operación de exhibición barroca de sus límites y fisuras.
Con la experimentación testimonial de El infarto del alma, Diamela Eltit y Paz Errázuriz se ‘encargan’ de traducir las vivencias de los internados de Putaendo tras una operación de asunción amorosa de sus cuerpos. Esta experiencia excéntrica desbarata los marcos de la narración involucrando la autoridad-autorial de las dos mujeres en las lógicas textuales y diseminando la relación informante-mediador que rige la práctica testimonial en una cadena de relatos íntimos. El simple reportaje se convierte en diario y autobiografía: punto de fuga de los confines del hospital y búsqueda de un sentido alternativo, que contiene la conmoción de las protagonistas del viaje frente a la inconmensurabilidad del escenario y reproduce las distintas voces que habitan el espacio manicomial.
Gracias a la lectura de este testimonio coral de un fragmento de la historia chilena podemos entender plenamente el mensaje y el reto de la poética eltitiana.
Dejándome guiar por un nuevo giro analógico, quiero terminar este camino en los recovecos de la producción testimonial de Diamela Eltit dejando la palabra a la autora que, refiriéndose a su relación con el quehacer literario asevera:
Sigo pensando lo literario más bien como una disyuntiva que como una zona de respuestas que dejen felices y contentos a los lectores. El lector (ideal) al que aspiro es más problemático, con baches, dudas, un lector más bien cruzado por incertidumbres. Y allí el margen, los múltiples márgenes posibles marcan, entre otras cosas, el placer y la felicidad, pero además el disturbio y la crisis (Eltit, 1993, p. 21).
La letras como proclama y denuncia, como quiebre de lo canónico, como línea de fuga que permita el rescate de la uniformidad de los lenguajes del orden constituido y de toda forma de violencia política y social.
Por esta cadena de razones quizás la modalidad más adecuada de fruición de los peculiarísimos testimonios de Diamela Eltit resida en la declamación, en la lectura colectiva, en la recitación, en la exhibición pública, en la coparticipación de la palabra. La transformación del texto escrito en performance, en muestra participativa, quizás esta práctica, abarcadora y conmovedora, pueda abrir fronteras hermenéuticas alternativas y diseminar nuevos ejes interpretativos, posibilitando una nueva alianza entre ética y estética, entre arte y política.
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NOTAS
[1] El presente artículo fue parcialmente presentado como ponencia en el XXX Congreso LASA “Hacia el tercer siglo de la independencia en América Latina” (San Francisco, 23-26 de mayo de 2012).
[2] El autor afirma: “Obviously the euphoric moment of the testimonio has passed, and it is now time to assess in a more self and meta-critical spirit his reception by the critical academic disciplines […] With the replacement of the Third Word metaphor by the metaphor of postcoloniality, testimonio critics could not remain unaffected (Gugelberger, 1996, pp. 1-2).
[3] Sin duda alguna el evento que consiguió institucionalizar el discurso testimonial fue la Revolución Cubana, que inauguró una serie de políticas culturales y educativas orientadas a la promoción del género en América Latina. Véase: Casañas, Inés y Jorge Fornet, 1999.
[4] En los años ochenta y noventa las publicaciones centrada en el análisis de los dispositivos de enunciación de la narrativa testimonial, la ontología del testigo y su posicionamiento político fueron muy numerosas. Entre otras apunto estas tres: Rene Jara y Hernán Vidal, 1986; Beverley, John y Hugo Achugar, 1992; Gugelberger, Georg 1996.
[5] En cuanto al cuestionamiento del paradigma testimonial y a sus límites véase el sugerente ensayo de Tierney-Tello (1999).
[6] La confirmación de esta hipótesis se encuentra en la misma etimología latina de la palabra testigo: el testis “el que se pone como tercero (*terstis) en un juicio o en una disputa entre dos contendientes” (Agamben, 2002, pp. 15-16).
[7] La paradoja de estos signos consiste en la diseminación de la relación necesaria significantesignificado.
[8] Para diferenciar las peculiares formas de testimonio elaboradas por Eltit hablaré de “experimentaciones testimoniales”.
[9] En una entrevista a Bernardita Llanos, la misma autora afirma que el hipotexto de su proyecto cultural se encuentra en “La Secuéstreé de Poitiers”, novela testimonial escrita por el escritor francés Andrés Gide en 1930. En las palabras de Llanos: “El texto de Gide recoge los testimonios que documentan los veinticuatro años de reclusión en condiciones inhumanas de Mélanie Bastion, castigo impuesto por su familia al haber quedado embarazada siendo soltera. El confinamiento de por vida en la casa materna en una pequeña habitación en estado de total abandono, salen a la luz en un juicio que escandaliza a la opinión pública de la época y que Gide sigue de cerca” (Llanos, 1997).
[10] El Padre Mío “padece” la misma suerte, gracias a la cadena de multiplicaciones puestas en obra su monólogo. En las primeras líneas de la trascripción de su segunda habla (y en muchas otras ocasiones) refiriéndose a el Padre Mío, el psicótico desencadena una serie de desdoblamientos identitarios, que diseminan su frágil corporeidad en los pliegues del entramado narrativo: “El Señor Luengo que es el Señor Colvin tiene compromisos con el medicamento para quedar negro de piel […] Las representa el señor Luengo que es el señor Colvin y el Padre mío tampoco […] Voy a poner a prueba el señor Colvin que es el señor Luengo que es Argentino Ledesma….” (Eltit, 2003, pp. 31-32). La dificultad para fijar la totalidad del yo en el lenguaje se expresa con sus continuas referencias a la debilidad de su cuerpo, extenuado y consumido por el esfuerzo de contener al mundo en su voz quiebrada: “Si hubiera podido hacer el trabajo pesado desde esa fecha a esta fecha sería un superhombre yo. […] Antes de perder la firmeza de mi cuerpo, de una sola cachetada podía tumbar a un hombre yo, pero ya no soy el mismo, porque yo no le convenía, por lo que le estoy conversando (Eltit, 2003, pp. 28).
[11] Cabe señalar que la reproducción fiel de las tres hablas del vagabundo no consigue restablecer la totalidad de la experiencia. La “exposición” de las charlas, concebidas como objetos monádicos, que no se pueden fragmentar ni reelaborar, vive en la ausencia de la plenitud de la performance, de sus gestos y signos extraverbales. La autora consigue restituirnos el material residual de la vivencia del psicótico, en su integridad de resto.
[12] El concepto de “evaporación del Padre” se debe a la sugerente lectura de Recalcati, que invita a reflexionar sobre la condición hipermoderna bajo el prisma del pensamiento lacaniano. La sociedad contemporánea parece haber perdido la función edípico-normativa del Padre que autoriza el acceso a lo simbólico (el Nombre-del-Padre) diseminando la posibilidad misma de desear al otro, soñar la posibilidad de unión con el otro, otorgar la sublimación de su ausencia. Cabe subrayar que el único acceso a la enseñanza del Padre reside en su rehabilitación ética como Padre del testimonio antes que padre del Nombre. (Recalcati, 2011, pp. 19-23).
[13] Ana Forcinito propone una descripción muy detallada de los distintos aparatos que constituyen el entramado textual: “El infarto del alma combina unas cuarenta fotografías (en su mayoría de parejas de internos de un psiquiátrico) y un texto distribuido en siete partes que se repiten y se interrumpen unas a otras pero que podemos describir de la siguiente manera: 1) La sección «El infarto del alma», en forma de carta, se refiere al abandono de una de las pacientes y al engaño de su amado; 2) «El diario de viaje» relata la visita de Eltit al psiquiátrico y las historias que los pacientes le cuentan; 3) «La falta» es una sección muy breve que subraya el hambre y la indigencia y al mismo tiempo, es una sección que se repite cuatro veces con muy pocas diferencias; 4) «El otro, mi otro» es una parte que ejercita el ensayo, con una reflexión acerca de la subjetividad, la abyección y los límites que impone la cultura y es un segmento, a su vez, interrumpido por una narración que tiene como eje central la figura de una madre; 5) «El sueño imposible» es la trascripción de un sueño de una paciente; 6) La sección «Juana la loca» consiste en una reflexión acerca de la rebeldía de la misma paciente; 7) «El amor a la enfermedad» combina el ensayo (una historia de la institución y una reflexión acerca de la enfermedad, el amor, la reclusión y la productividad) con una narración en primera persona (acerca del enamoramiento de un enfermo de tuberculosis) ». (Forcinito, 2006, pp. 60-61)
[14] Ya desde la misma mención a una doble autoridad autoral, la univocidad del sujeto que organiza el entramado narrativo se rompe, poniendo en tela de juicio su fuerza y omnisciencia.
[15] El paradigma de la inexactitud contrarresta el ordenamiento monolítico, rígido y perfecto de los regímenes de representación autoritarios. El recurso a la dispersión del significado único cuestiona la univocidad de interpretación de lo real, abriendo la posibilidad a opciones múltiples y alternativas. En términos lacanianos podríamos decir que la inexactitud despierta la tensión deseante, en el abanico de sus heterogéneos y posibles significados.
[16] Véase: Lacan, Jacques, Seminario VII, La ética del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 1988
[17] En un extraordinario giro semántico la literalidad del discurso de la locura se convierte en literaturización en la peculiar transcripción de Eltit.
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Laura Scarabelli es investigadora de Literaturas Hispanoamericanas por la Universidad degli Studi de Milán. Sus estudios abarcan las formas de representación del negro y de la mulata en la narrativa antiesclavista cubana (Identità di zucchero. Immaginari nazionali e processi di fondazione nella narrativa cubana, 2 vols., 2009) y el análisis de la obra narrativa de Alejo Carpentier desde la perspectiva de las ciencias del imaginario (Immagine, mito e storia. El reino de este mundo di Alejo Carpentier, 2011). Su ulterior ámbito de interés es la reflexión CONFLUENZE Vol. 4, No. 2 Laura Scarabelli 312 sobre modernidad y posmodernidad en América Latina (coeditora de Itinerari di cultura ispanoamericana. Ritorno alle origini e ritorno delle origini, 2011) Actualmente se está dedicando al estudio de la narrativa de la dictadura en el Cono Sur, con particular atención a los aportes ofrecidos por las teorías biopolíticas.
Contacto: laura.scarabelli@unimi.it