La novela chilena de los años 80 se enriquece con la producción prolífica y diversa de buen número de narradores de dentro y de fuera[1] En revisión rápida puede comprobarse que, junto a los actores de larga y reconocida trayectoria que continúan produciendo, aparecen otros, los nuevos, los que se inauguran en la escritura de novelas y relatos. En este panorama de la narrativa, las creadoras mujeres no están ausentes. Al contrario, a partir de 1976 —luego del tiempo de silencio provocado por el golpe militar de 1973— y durante todos los 80, la presencia significativa de diversas escritoras es innegable[2]. Presencia en la que las narradoras se distinguen especialmente, y cuya producción, en ciertos casos, marca hitos. Es más que probable que, en el futuro de la literatura nacional, algunas de entre ellas se transformen en mención inevitable apareciendo como representativas de este período[3].
Una narradora marca con su impronta singular la novela chilena de los 80. Con sólo tres obras Diamela Eltit ingresa y se apropia, con plenos derechos de un sitial importante entre las narradoras nacionales del país. Lumpérica, su primer volumen, 1983, revela a una autora joven, dueña de una escritura segura, extraña y poderosa. Su libro aparece como algo absolutamente inédito en el contexto novelesco del país. Insólito. Y por lo mismo, distanciado —conceptual y formalmente hablando— de los procedimientos tradicionales del narrar nacional. Un segundo texto, Por la Patria, 1986, confirma esta trayectoria narrativa diferente. Diamela Eltit se muestra en él como creadora madura y poseedora de un arte de contar sin parangón. Arte que se define como transgresor en esencia, como desmitificador a ultranza. El Cuarto Mundo, 1988, confirma su opción estética. En ella la autora se erige, sin vacilaciones, como narradora única. Segura de un arte poético cuyos valores reivindica, dueña de un discurso propio, enraizado en una concepción auténticamente original[4].
Tres novelas bastan para situar a Diamela Eltit como una escritora iconoclasta. Novelista de los extremos es su condición, narradora de los bordes, como ella misma gusta de afirmar. Sus libros no son de fácil lectura. Incomodan al lector. Inquietan y provocan rechazo. El porque de estas reacciones es fácil de comprender. Nadie ha publicado antes relatos como los de esta autora. Tal vez alguien haya escrito con anterioridad textos similares, pero, ¿accedieron a la publicación? Es de dudarlo. Lo que sí es seguro es que ninguna otra narradora chilena (ni latinoamericana) —y probablemente tampoco narrador alguno— osó decir el mundo y sus circunstancias como Eltit lo hace.
Diamela Eltit es la novelista de la condición marginal por excelencia. Los perseguidos, los maltratados, los malamados, los torturados habitan sus historias. En ellas la violación, la cosificación de los individuos, su animalización; el incesto, la violencia, el acoso, el apartamiento constituyen variantes banales de lo cotidiano. El miedo, el horror, la zozobra y la locura las acompañan inevitablemente como vivencias viscerales de lo indecible. Desde Lumpérica hasta El Cuarto Mundo, pasando por Por la Patria, lector y narradora, lector y personajes, lector y mundo penetran arrastrados, impelidos, en una realidad desplazada, agónica, pero que lucha todavía por la supervivencia, por el derecho a ser. El discurso que emana, entonces, de estas obras es acezante, al borde de la asfixia, silenciado, pero, también próximo al alarido. Son las voces de los interdictos de expresión las que aquí se manifiestan. Diamela Eltit en esta situación, se asume como la organizadora textual y pacta con el lector. Pacto, contrato o compromiso, exigente y callado que dificulta la lectura[5], que obliga, que reduce, que hace de quien lee también un oprimido y un acosado. Todo lector chileno, todo lector latinoamericano que acepta el desafío y asume el pacto reconoce las claves del universo eltiano y, sobre todo, se reconoce. Reconocimiento de apariencias y de esencias, de lo que se es; reconocimiento de una identidad propia, alienada y alienante, nacional y continental.
Coherentemente con todo lo anterior, desde los títulos mismos de la novela —todo título programa una lectura—, se imponen, de algún modo, los signos identitarios orientadores. Los juegos connotativos, las correspondencias sonoras y conceptuales a ellos debidos, son inherentes a una vivencia de lo nacional y latinoamericano. Lumpérica dice bien un mundo marginado americano y sureño. Por la Patria es sintagma elocuente de sugerencias: metáfora inevitable de un discurso autoritario, despótico y opresivo, por un lado, mensaje emblema, por otro, emblema de los cuerpos policiales, encargados de matar, de aniquilar, precisamente por la patria. El cuarto mundo, por último, expresa lo que expresa: en el Tercer Mundo que son el continente y el país, viven ésos, los del cuarto mundo, los marginales, parias solos y apartados, reducidos a la mínima expresión de sus conciencias. Esos son los originarios, los autóctonos, los auténticos anónimos de ese allí. Son los mestizos, los genuinos, los que emergieron del frote y del incesto[6].
Bien se descubre en este asedio general a la novelística de Eltit algunos de sus planteamientos estéticos básicos. Ellos no se imponen, sin embargo, monolíticos. Más bien, se suceden progresivamente texto a texto, novela a novela, en una maduración segura. Si el universo de los desplazados, del autoritarismo patriarcal y de la violencia son constantes en las tres obras —aunque en las tres trabajados diferentemente— , la coordenada de la transgresión, enclavada en la estética del frote y del incesto, va configurándose de manera paulatina. Y este proceso es visible tanto a nivel conceptual como formal. Así en Lumpérica el contenido se focaliza en la confrontación del individuo, una mujer —L. Iluminada— con el sistema. Un sistema mostrado a doble faz, como órgano represivo, y como masa anónima lumpen. La mujer es la acosada, mujer sin voz ni discurso. Enmarcada en una plaza, sufre el asedio de ambos brazos del sistema. En este orden de cosas, el sentido de base de Lumpérica es el desequilibrio y la incomunicación. Individuo y sociedad existen en antagónica contradicción. La escritura eltiana refleja ese choque. Su procedimiento es el de la desestructuración del lenguaje. Hay, en efecto, en esta novela una voluntad de desequilibrio y ruptura de los moldes expresivos tradicionales. Hoy también, y por otra parte, la búsqueda y la estructuración de nuevos modos de contar[7].
En acuerdo con su propósito creativo desmitificador, Diamela Eltit arremete en contra de lo aceptado y transgrede normas. Esas normas expresivas de un buen decir nacional y continental, incorporado e integrado en las conciencias por múltiples generaciones. Un buen decir además exacerbado en el presente como resultado de la imposición del sistema dictatorial. Formalmente, la transgresión en la escritura aparece en Lumpérica como una búsqueda expresiva. Una expresividad otra, un desafío al discurso. Hay, en efecto, algo que caracteriza a esta novela; ese algo son los múltiples discursos del confinamiento; la ampliación, reducción e intensificación consecutivas y entremezcladas de diferentes modos de decir. Discursos casi siempre exasperados, exacerbados y alcanzando el límite de lo soportable. En Lumpérica hay cosificación, animalización y descuartizamiento del lenguaje normado. Hay la expresión de la comunicación en sus extremos: el gruñido, la onomatopeya, el balbuceo, el laleo, el quejido, el grito, el alarido. La prosa, la poesía, el monólogo, el diálogo —o al menos algo que se le asemeja, la expresión teatral, la fílmica o la fotográfica. Como la propia protagonista-narradora afirma: Se propició el desvarío en el lenguaje para alejar así la solución de la belleza y que no se sostuviera en ninguno de sus rasgos característicos[8]. Se afirma de este modo, una voluntad subvertidora, al mismo tiempo que la reivindicación de una originalidad propia porque como un zoom es la escritura[9]. Juego y técnica a la vez, aproximación y distanciamiento, escribir es, de este modo, acto de libertad personal, espacio de realización auténtica por el que es posible avanzar ruleteada con la pura muerte, desenterrando máscara sobre máscara, y palabra caída será: letra modulada sobre el pasto, frotará cuerpo y pasto, lengua y pasto, pierna y pasto y el líquido[10].
La atmósfera y el personaje son lo más importante de Lumpérica, porque lo evenemencial está reducido a expresión mínima. La singularidad del texto surge, entonces, del modo de enunciación que en él se propone. A través de diez capítulos se siguen y combinan un abanico de variantes expresivas que toman y retoman, tocan y retocan, aumentan y reducen —como el zoom es la escritura—, el nudo central sobre el que la ficción se articula[11]. Ese nudo, clave situacional del texto, es el de la solitaria L. Iluminada en la plaza. Allí confinada toda una noche es asediada por los Otros, el lumperío y los esbirros del poder. El mundo —esta situación mínima— se ficcionaliza a partir de una focalización en la conciencia de la protagonista. Las vivencias individuales, pesadillas, alucinaciones, el miedo, la pena, la náusea existencial, el pavor del acoso de la mujer componen un universo de agonía pánica. Textualmente él se refleja en un discurso entrecortado que es expresión del recluido, del aterrado. Discurso de lo extremo en el que, por lo mismo, y para superarlo quien lo expresa acude a la evocación del ensueño, de la fantasía para hundirse, por último, en la alucinación y la locura. Mujer, discurso y enclaustramiento son confrontados en la literaridad a dos asedios textuales de diferente origen y que, de cierto modo, los contestan y enriquecen[12].
Por un lado, hay la imposición normativa del poder. Su discurso —bajo la forma del interrogatorio policial— es el de la ley, y con él se informa de la versión oficial: la solitaria y los marginales de la plaza son locos, desarrapados y sus acciones propias de terroristas, sospechosas. Por otro, hay la opción del narrador básico, Diamela Eltit, quien acudiendo indistintamente a la prosa y a los versos desvela los secretos profundos de su escritura, el vínculo visceral del doble narrador-personaje, de la simbiosis creador-creación. Su discurso sinuoso, extraño y poderoso es, en esencia, el discurso de Diamela Eltit, el individuo personal[13]. Una Diamela cuya situación en el mundo chileno y latinoamericano, en el sistema político y social, en el espacio cultural y literario es idéntico al de su personaje, la marginada, excluida, separada y confinada: sus ojos son a mis ojos gemelos [...] sus manos son a mis manos gemelas [...] Su alma es cerrar los ojos cuando vienen los pensamientos y reabrirlos hacia el césped. Su alma en este mundo y nada más en la plaza encendida. Su alma en no llamarse diamela eltit/sábanas blancas/cadáver: Su alma es a la mía gemela[14].
Lumpérica es el texto del descubrimiento, de la génesis de una nueva expresión en la escritura novelesca. El impulso transgresor que la motiva se concretiza, sobre todo, en esa voluntad de cambio, de innovación. Lo que domina en esta obra, entonces, es el afán de búsqueda de nuevos modos de enunciación. En Lumpérica los diferentes asaltos a la situación narrativa mínima se imponen así como experimentación de un saber propio que se construye a sí mismo. La ruptura, el corte, el cambio en lo conceptual y en la forma[15], ingresan en ese sentido cabalmente como una expresión de apertura y de indagación. Modalidades éstas que se integran en un deseo de desequilibrio y derrumbamiento de la norma narrativa existente y en un afán de desmitificar, sobre todo a nivel de lo literario paradigmático, los tradicionales esquemas del narrar institucionalizado. Las incursiones conceptuales y expresivas de Lumpérica maduran alcanzando un grado óptimo en la novela siguiente, Por la Patria.
Texto narrativo más estructurado, más homogéneo, Por la Patria propone una escritura tensa y serena a la vez, segura en su asumirse esencialmente. Si en le historia de L. Iluminada se encontraba más que nada un discurso para solista, la apartada y su vivencia de la marginalidad, Por la Patria propone, en cambio, un discurso polifónico. La polifonía se explica aquí como un decir de individuos, de mujeres casi exclusivamente. Mujeres que viven el encierro —impuesto y asumido— como única forma de existencia. De este modo la noción de enclaustramiento, femenino en particular, organiza el mundo, determina las personas y da sentido a la textualidad. Ley estructural de lo narrado es este concepto del reducto, de lo reducido espacial, evenemencial y personal. Así, y de manera diametralmente opuesta, la circunstancia del espacio mínimo, del emplazamiento —la mujer asediada en la plaza— que marcaba la situación narrada de Lumpérica, se ha ampliado y a la vez reducido en Por la Patria. Ampliado porque en el segundo texto hay una mayor diversidad espacial y temporal, así como de personajes y eventos. Reducido porque esos varios estratos conforman ahora reductos cerrados, asfixiantes e intensamente emplazados. Y esto porque, en verdad, la condición del universo evocado en este libro es el de la marginalidad absoluta. En efecto, las conciencias marginales de las enclaustradas de Por la Patria se apoderan del texto y sus discurso[16], sus puntos de vista mezclados, entrecruzados y entrecortados[17] en sucesión dinámica de solos y coros de voces no autorizadas, construyen esa sinfonía del vivir en exclusión total. La violencia expresiva de lo dicho en Por la Patria remece hondamente, choca, provoca. El discurso eltiano, los discursos de sus mujeres son en esencia, expresión chilena profunda. Decir mezclado, machihembrado, fusión de lo genuino y lo impuesto, de lo vernáculo y lo advenedizo, de lo aborigen y de lo extranjero. La escritura y el lenguaje son mestizos en Por la Patria. Son el castellano chileno del cordón urbano de miseria, del corazón de la población marginal. Pero igualmente —y no hay que olvidarlo— son los de la voluntad estética de la narradora, Diamela Eltit. Una creadora que imprime a su texto una dimensión artística otra, la de hacer ficción y transformar en literatura la expresión amalgamada —incestuosa— de lo criollo indígena y excluido normado. De todo ello nace, se genera un modo de enunciar la realidad. Realidad de lo chileno, escritura auténtica de una identidad nacional.
Por la Patria es la historia de una población marginal de Santiago de Chile. Historia de sus habitantes, más que nada de sus familias, y en ellas en especial, de sus mujeres. Madres, hijas, esposas, amantes, hermanas, compañeras pueblan las páginas de esta novela. Mujeres todas, con una preferencia sin embargo, la de la relación madre-hija. El centro de la anécdota se cifra en la historia de un grupo familiar que integran Coya, la heroína y sus padres. Propietarios de un bar en el interior mismo de la población, el padre es asesinado —llegó, vino herido por el hampa y los guardias lo buscan, sí, la noche es que lo trajo y yo tanto tiempo y pisadas escuchando, oyendo abrir mi puerta[18]— , y madre e hija fuertemente atadas en violento vínculo de atracción y rechazo, siguen en ese mundo. Y es que la violencia caracteriza toda relación entre los individuos. Violencia sombría, implacable, casi siempre despiadada. Violencia generada por la imposición autoritaria. Todos los seres que habitan esta historia están, en rigor, sometidos, amarrados a una situación de orden tiránico que les ha transformado en víctimas dependientes. Y dentro de ellos quienes más acatan, más soportan, quienes viven la condición del sometimiento a ultranza, son las mujeres. El acatamiento y, sobre todo, la dependencia son en Por la Patria fenómeno complejo. Afectivo, pero también y más que nada fenómeno social, económico y cultural. El conjunto de todos estos elementos caracterizadores se integra coherente en un texto que hace gala de una escritura armónica en la que toda pulsión iconoclasta y desestabilizadora parce haberse apaciguado. Esto al menos en apariencia.[19]
A imagen y semejanza del mundo narrado, entonces, la escritura parece también adaptarse a ciertos moldes unificadores. Un decir fluido domina la textualidad. La opción por el salto, el corte o la escisión profunda ya no se impone con la evidencia que caracterizaba a Lumpérica[20]. Es un hecho que la voluntad organizadora del narrador domina en Por la Patria. Por eso a imagen y semejanza de lo que ocurre en el mundo narrado, la escritura es también dependiente. Como los habitantes de la población, como las mujeres que la habitan, ella, está igualmente reducida, emplazada, dominada por su hacedor. Y es que, coherentemente con los principios organizadores de la textualidad en Por la Patria palabra a palabra, silencio a silencio, página a página, blanco a blanco se construye la hipérbole del enclaustramiento, del vivir enmarcado: vino entonces el ordenamiento. Midieron, cuadraron mediante distribución legal el barrio y seres cultos proclamaron nuestro espacio: tantos metros para unos, tantos para otros, definitivos serían. Reducción era[21].
La noción de espacio como reducto mínimo en el sentido de restricción y rebajamiento físico y moral prevalece en Por la Patria. El existir precario de los individuos, su situación de dominados impone la primacía de la violencia que reduce. Esta tiene múltiples caras. Una de ellas —básica— tiene que ver con el vínculo afectivo persona a persona. A todo nivel esta forma de contacto humano parece degradada. La pareja, el padre-la hija, la madre-la hija, establecen lazos afectivos reductores, marcados por la dominación. En lo social y político la relación que asigna la violencia reductora es aún más devaluada porque la confrontación individuo-sistema se resuelve en la dicotomía oprimido-opresor o, más sibilinamente aún, en la de los vencidos-vencedores[22]. De manera más cruel y refinada todavía, se produce el efecto reductor de la violencia en lo cultural. Aquí la relación degradada se establece al nivel de los que tienen o no derecho a la palabra, los autorizados o los privados de discurso; en síntesis, los binomios dispares de cultos-ignorantes o ilustrados-iletrados. Claro lo dice la propia narradora, la vivencia de la extrema precariedad no es sino obra de esos seres cultos [que] midieron, cuadraron [...] proclamaron nuestro espacio[23].
La representación simbólica de lo reductual llena y desborda las páginas de Por la Patria componiendo una gigantesca metáfora del enmarcamiento que va de lo más grande a lo más pequeño, de lo más exterior a lo más íntimo. Todo es reducto, por último en esta novela. Desde la cavidad uterina materna a la casa, el barrio o la población; desde la prisión, a la celda, la cama o la propia conciencia personal; desde el bar, por último, al erial que delimita la población, a la ciudad que está al otro lado, o al país o el continente en última instancia[24]. En la textualidad este postulado se resuelve en ampliaciones y reducciones, en discursos sucesivos de conciencias agobiadas, en diálogos interpolados que, a menudo, resultan ser monólogos, en interrogatorios policiales, en injurias, imprecaciones, llamados, encantaciones, gritos y balbuceos. De todo este magma expresivo desvelado por una escritura, al mismo tiempo fascinante y repulsiva, se desprende una visión de la existencia, femenina sobre todo, marcada a fuego por el trauma de la territorialidad y de la subordinación. Se está enmarcado, emplazado y en peligro. La vivencia es el reducto asignado, es la única posibilidad de salvación. Territorio-reducto amado y odiado, buscado y repelido, porque la permanencia en él, a la vez que recluye, excluye; Noche afuera, bar afuera, acordonado todo el barrio con sigilo sobre los cuerpos [...] no atiné sino a nombrarlos. No, a gritarlos, sabiendo que agravaba el peligro sobre mi[25].
La tortura, la violación, el asalto, el incesto, la prisión, el asesinato, la persecución, el ensañamiento son algunas de las prácticas repetitivas que impone la violencia reductual. Su exacerbación, denunciada en asedios consecutivos por la escritura, desemboca en propuestas expresivas extremadamente originales e inéditas. La frase eltiana recoge en su seno los diversos niveles del habla chilena. Pero el habla que aquí accede al texto literario no es otra que la expresión suburbial de la población marginal[26]. Dentro de la ficción, Coya, la heroína comprende su condición reductual de excluida gracias, justamente, a la escritura[27]. Comunicación y escritura son procesos conjuntos en esta comprensión de sí. En su praxis, y gracias a ella, la mujer se explica el mundo, se erige en voz de su grupo, en memoria colectiva, y por lo mismo, en Historia de los suyos: Memoria/ [...] /Hay una épica/ Surgida de la opresión y del destello del linchaco/ Yo para ti madre y padre en cuanto insurgente y diestra, en tanto reina y el poder de resistencia a tu vacío[28]. La toma de conciencia individual y colectiva es proceso de intelección difícil de vivenciar. Y si él se asume es gracias a la revelación de la esencia: Retorno, digo, en la carencia y en el exceso [...] Así, ensayo posición y respuesta. COYA-COA (despejada, despojada, ardiente) Memoria [...] Mi corte ha tomado todos los roles y juglar. Yazgo, estoy privada pero no ajena. He ingeniado un sistema para conectarme con el afuera del barrio: sé del levantamiento ocasional, de los desalojos constantes, de las víctimas y del seguimiento a la preñez primeriza [...] Cuando ascienda Coa, saldré a la última arremetida y al clandestino mando[29].
Acceder, sin embargo, a la expresión escrita es ardua tarea, búsqueda incesante de sí mismo, de la esencia identitaria. Esa esencia, Coya la encuentra en sus propios reductos, en el barrio, en el bar, en la cama de sus padres, en el entorno poblacional, pero básicamente, esa esencia se cristaliza en sus orígenes, gracias al recuerdo y a la memoria. Escribiendo la mujer se descubre poco a poco, porque decir es decirse, y eso, en su caso, atreverse a abandonar, uno a uno, los múltiples reductos en que fue encasillada. Abandonar, sobre todo, el reducto inconsciente en el que reposa la propia conciencia: Sentada al borde de la cama voy ordenando cada uno de los parlamentos, me elaboro levitada. Cunden, crecen los papeles que domino[30]. Decirse significa, entonces, llegar a dominar la palabra escrita, y así, cuando las barreras se han superado, cuando el agobio de la imposición y sometimiento se aleja, la comprensión del mundo, y del Otro devienen realidad. Y el individuo se sabe salvado y se conoce en esencia. Esencia que es identidad acabada: Si, cuando toda habla ha sido expulsada, cuando los movimientos reducidos, cuando reductas todas aramos un tinglado, un aindiado y profundo subsistir despiertas[31]. La comunicación, la escritura son soportes de un conocimiento real de sí, que se define, sin embargo, como precario, mestizo y consciente: aindiado y profundo subsistir despiertas. Conciencia individual, desde luego, pero también y fundamentalmente, aceptación de una conciencia colectiva. Coya, la marginal escribe, de este modo, para sí y para sus iguales —las mujeres— y éstas comprenden: Las otras mujeres empiezan a entender y sonríen cuando les hablo del vino, de la farra, de las batientes puertas del bar, de la burla incansable a los Zarcos, de nuestra venganza programada a los uniformados esclavos. De nosotras[32]. Hay en este conocerse colectivo un reconocerse. Reconocimiento que es reivindicación de un ser iguales, con un mismo origen, con una misma experiencia —aindiado y porfiado subsistir— con una misma identidad. Y entonces Coya, la escritora y portavoz, liberada y consciente de sus reductos —machi y madre de madres[33]— se acepta, se asume y se identifica en su ser inicial y vernáculo —soy el último reducto/mantengo intacta la memoria colectiva[34]—, ser mezclado, mestizo, único e indivisible, en libertad: mi insurrección es total. Quiero mi casa, mi cama y yacer autóctona con otro nombre y rango./ Cedo mi cargo/Ya no Coya incesto e hibridez/Renazco Coa y mi maldad me subyuga[35].
La transgresión total de la mujer dueña de la palabra en Por la Patria reside en esto, precisamente. En conquistar la salida, en escapar a toda represión y a toda culpa, gracias a la creación, la comunicación, el dominio del discurso. Los marcos asfixiantes del reducto impuesto por el poder son así anulados. Y entonces el texto, esta novela atroz sobre la violencia institucionalizada se cierra con una apertura, una esperanza final. Los marginados, poseedores a partir de ahora, del verbo —una palabra propia, auténtica e identitaria— vislumbran un universo más puro, donde la emoción existe: El fuego, el fuego, el fuego y la épica/Volví a sentir: volví a sentir sobre el erial [...] Todas soltamos el cuerpo y las manos móviles y diestras. Vimos el continente y fuimos otras vez combatientes y hermanas casi[36]. Y si la capacidad de sentir es energía reencontrada, su descubrimiento se cifra en el verbo conquistado. Sensibilidad y discursos son derechos inalienables y simiente de solidaridad. Y todos ellos, unidos, confirman una irreductible humanidad.
Las mujeres escriben en Chile —Diamela Eltit como las demás— movidas por una necesidad imperiosa de comunicar, quebrando con este gesto, la norma de silencio y la represión impuestas por el discurso dominante. Para lograrlo, poetas, narradoras, escritoras en general (o al menos buena parte de ellas), tratan la substancia fónica, el cuerpo del lenguaje como lo haría un creador primigenio, artesanalmente. En este quehacer, único, como de amanuense de sí mismo hay, desde luego, escalas y calidades, hay matices. En todo caso, desde este punto de vista, escribir es acto primario y primitivo. Gesto simultáneo del intelecto de la sensibilidad y de las manos. Escribir es ademán físico y, a la vez, expresión afectiva y búsqueda estética. Al usar la palabra, entonces, al decirla y disponerla en el papel se vive una experiencia iniciática, sagrada, en la que
escribir es tocar, agarrar, palpar, oler y gustar la materia lingüística —cuerpo del lenguaje— como si ella fuera lo único real, lo único auténtico, la verdad irrefutable, lo absoluto y esencial.
Los libros transgresores de Diamela Eltit son prueba de esto. La relación de la escritora con la entidad física y simbólica del lenguaje en tanto estructura trascendente, es vivida en sus novelas como experiencia somática, dolorosa, traumática y violenta de la que no se sale indemne. Y es que el vínculo palabra-creadora se establece dinámico, como conflicto, lucha. Lucha íntima, profunda y decisiva. La escritora lo vive en sus textos hasta la saciedad. El lector también. Probablemente la opción más extrema de la estética transgresora de Diamela Eltit resida en esto. En el hecho de que el acto de creación, así como el de recreación, sean, en verdad actos de amor. De amor porque esta narrativa pone a prueba, exige y resiste al mismo tiempo, un contacto físico, doloroso, extremado. Diamela, en esencia, agrede el lenguaje, lo acerca, lo asedia, arremete en su contra, lo violenta por último, para extraer de esa lucha el zumo de lo auténtico y primigenio. Este es el secreto subversivo de su arte de contar.
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Notas
[1] Con esta expresión -de dentro y de fuera- se connota en Chile los escritores propios. Aquellos que produjeron en el corazón del sistema dictatorial son llamados de dentro. Los escritores de fuera son los exiliados, los que produjeron desde Europa, USA, o el resto de América Latina. Luisa Ulibarri, crítico chilena, afirma que aproximadamente 300 novelas de narradores de dentro y de fuera fueron publicadas en esos años (ver: Luisa ULIBARRI "Largo viaje hacia la noche. Motivos de la novela chilena 1973-1988" in La Epoca. Literatura y libros, Santiago de Chile, año 1, no 7, domingo 29 de mayo 1988, pp. 1-2). Hay que considerar entre esas 300 obras, las novelas de los consagrados -Donoso, Skarméta, Alegría, Délano, Teitelboim, Edwards, etc.- publicadas por editoriales europeas, las novelas de los nuevos que alcanzan vasta difusión en el exterior -Isabel Allende, Ana Vásquez- , y reediciones; y las novelas de los nuevos editadas en el país -Marco Antonio de la Parra, Hilario Da, Ramón Díaz Etérovic, Diamela Eltit, etc. que obtienen una restringida difusión y escaso reconocimiento en el propio país.
[2] La lírica se enriquece con gran número de poetas mujeres de inapreciable calidad: Elvira Hernández, Carmen Berenguer, Marjorie Agosin, Verónica Zondek, Astrid Fugellie, etc. El género dramático también gana en presencia femenina. Y en narrativa a partir de 1976 se observa la aparición de novelistas y cuentistas destacadas. Ver al respecto: Adriana CASTILLO de BERCHENKO, "Notas sobre la narrativa femenina chilena en la última década, 1975-1985" in Ventanal, Creación y Crítica, no 11, Université de Perpignan, France 1986, pp. 17-41.
[3] Narradoras como Isabel Allende, Myriam Bustos Arratia, Ana Vásquez y Diamela Eltit. Hay muchas más. Permanecerán en el tiempo como narradoras representativas, probablemente, la primera y la última. Isabel Allende como la escritora que dio a conocer la novela chilena en el mundo. Diamela Eltit como la gran renovadora de la escritura novelesca nacional. En lo que va corrido de la década de los 90 esta hipótesis se ha confirmado; cada narradora ha seguido produciendo: 1. Allende ha confirmado su irradiación internacional; D. Eltit ha sido traducida al inglés, al francés y al alemán.
[4] Las referencias bibliográficas de las obras de Diamela Eltit son: Lumpérica, Las Ediciones del Ornitorrinco, Santiago 1983; Por la Patria, Las Ediciones del Ornitorrinco, Santiago 1986; El Cuarto Mundo, Editorial Planeta, Colección Biblioteca del Sur, Santiago 1988. Entre 1988 y 1998, la novelista ha madurado su escritura con una prolífica producción. En este estudio se consideran sobre todo las dos primeras obras. Todas las citas van por estas ediciones.
[5]
Evidentemente, porque si el lector no asume el rol convenido no hay lectura. Como dice Todorov, la situación narrativa esencial supone junto a la imagen del narrador aquella del lector. Imagen del narrador e imagen del lector existen en estrecha dependencia y sólo dentro del espacio de la ficción, donde se realizan (ver T. TODOROV, "Les catégories du récit littéraire" in L'Analyse Structurale du Récit. Communications 8. Editions du Seuil, Collection Points, Paris 1981, p.153). Por su parte H. R. JAUSS, afirma que la figura del destinatario (el lector) en gran medida está inscrita en la obra misma a través de un juego de anuncios, claves -manifiestas o latentes- , de referencias implícitas, de características familiares (consultar H. R. JAUSS, Pour une Esthétique de la Réception, Éditions Gallimard, Paris 1978, p. 55). En el caso de las obras de Eltit, hay que pensar que la prefiguración del lector imaginario deberá encontrar su destinatario concreto en aquellos que asuman la lectura y cumplan, en consecuencia con el pacto que involucra el reconocimiento de las claves.
[6]
El frote, el incesto, motivos estructurantes, claves de sentido recurrentes y caracterizadoras de la narrativa eltiana. Situaciones, vivencias constantes, experiencia totalizadora frote e incesto son correlativos e interdependientes. Valores, además, en estado de latencia, intensamente sensoriales, sensuales y sexuales. El frote es también toque o roce, contacto vital, primario, genuino y primigenio. Siempre, o casi, en relación con la madre en tanto percepción intrauterina o en el tiempo de la lactancia, y más tarde como fantasma o recuerdo en la nostalgia siempre vivenciado.
El incesto en correlación de sentido se configura como forma máxima de vínculo resultante del frote y, por lo mismo, también primaria, genuina y primigenia. Única en otras palabras. El incesto es pulsión siempre latente y totalizadora textual en la obras de Eltit. Abarca el mundo y se apropia de la escritura. Poco a poco el sema incesto deviene isotopía de lo incestuoso para acabar siendo metáfora de una condición identitaria nacional y continental mestiza. La marca del ser mestizo latinoamericano, entonces, tiene como clave esta concepción del incesto.
[7]
Desde el punto de vista de la escritura, del discurso propiamente tal, Diamela Eltit destruye y construye algo nuevo. Un modo de contar que rompe con el molde realista-costumbrista naturalista de la novela chilena patriarcal es el suyo. Que rompe también con los modos expresivos vehiculados por los narradores paradigmáticos del boom, narradores del sistema editorial institucional y hegemónico continental y que son editados desde España. Que rompe, por último, con los moldes institucionalmente aceptados como narración de una literatura femenina típica.
[8]Lumpérica, p. 74. Esta expresión es toda una declaración -feliz- de principios, de una poética totalmente iconoclasta.
[11]
Ver al respecto Adriana CASTILLO de BERCHENKO, "Lenguaje y Marginalidad en Lumpérica de Diamela Eltit" in Nature et Signification du Discours Marginalisant, Actes de la table ronde du CRILAUP, collection Marges no 2, Centre de Recherches Ibériques et Latino-américaines, Université de Perpignan, France, 1986, pp. 257-272.
[12]
De los diez capítulos que componen Lumpérica, siete (los no 1, 3, 5, 6, 8, 9, y 10) corresponden al discurso femenino marginal que expresa a L. Iluminada; dos capítulos (los no 2 y 7) reflejan al discurso patriarcal totalitario. Construido como un diálogo de sordos, estos dos capítulos son imagen mimética perfecta de una expresión tradicional. El capítulo no 4 es, por último, el que expresa la voz del narrador básico, es decir, de la narradora Diamela Eltit. Por otra parte, sólo algunos capítulos poseen un título (los no 4,5, 8, y 9). Esta característica concuerda con lo conceptual. En efecto, estos cuatro capítulos son los más innovadores, los más iconoclastas de toda la obra.
[13]
El procedimiento es fascinante y no perceptible en una primera lectura. Es en estos niveles en los que se descubre el talento narrativo de Diamela Eltit y las posibilidades máximas de su escritura. También lo realmente original que hay en ella. El capítulo cuarto de Lumpérica es clave esencial ineludible del arte poético de Eltit. Toda empresa interpretativa de esta narrativa debería pasar por su análisis.
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Conceptualmente, dentro de la historia en un momento dado L. Iluminada se tijeretea los cabellos, se taja, se autoflajela. Formalmente, capítulos, secuencias, estrofas, fotografías, títulos cortan la literalidad discursiva. A esto se añade una disposición tipográfica extremadamente cuidada, que pone particularmente de relieve blancos y vacíos. Estos son connotaciones siempre significativas. Se puede afirmar, en rigor, que en este sentido se está aquí frente a una estética del corte o de la escisión.
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En efecto, en Por la Patria la presencia del narrador básico aparece disuelta, fundida en los discursos de sus criaturas y, en función de lo ya expresado en Lumpérica (cap. 4), hecho carne en los entes de ficción.
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Como en Lumpérica, la valorización del corte, del tajo, de la herida sigue teniendo una dimensión estética fundamental en esta segunda novela.
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En efecto, Por la Patria es novela coherentemente planificada. Ocho capítulos la componen ordenados en dos partes. Unos y otros respectivamente titulados. Títulos, divisiones y subdivisiones revelan una voluntad orientadora de la lectura por parte de la narradora.
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Formalmente, la escritura en prosa es dominante. La prosa adopta a menudo la función narrativa; abunda también la prosa poética. Esta última da lugar a los pasajes de mayor lirismo y calidad estética de la novela. Los diferentes discursos que entregan la historia son enunciados todos ellos en la literalidad discursiva y sólo algunas marcas tipográficas -una ocupación peculiar del blanco de la página- los revelan al lector.
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Y que esta forma de violencia reductora es clave de sentido lo prueba el que devenga motivo recurrente en la novela. Incluso da título al capítulo 2 de la Segunda Parte "Acerca de vencedores y vencidos" pp. 203-240.
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La extrapolación se justifica porque Por la Patria es novela que se gesta en un lugar confinado como Chile. País geográficamente excluido, encerrado por cordillera y océano, por desierto y hielo. País, último reducto de las dictaduras latinoamericanas en los 80. Por otra parte, América Latina como continente refleja bien su condición de Tercer Mundo, reducto, patio trasero de América del Norte.
[26] Expresión suburbial, comunicación oral de los cordones de miseria, su nombre es habla coa... Habla del hampa; de los desposeídos, del submundo miserable que rodea a la urbe que es Santiago de Chile.
[27] Aunque siendo narradoras diametralmente diferentes, Diamela Eltit coincide en esto con Isabel Allende. En efecto, todas las heroínas de esta última se asumen, se explican la realidad y avanzan siendo ellas mismas, individuos a parte entera gracias a la escritura. Proceso similar es la experiencia que vive en Por la Patria Coya, la mestiza bastarda.
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La estética de la transgresión en la narrativa de Diamela Eltit
Por Adriana Castillo de Berchenko
Publicado en Arrabal, N°2, 2000