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Escuchar el dolor, oír el goce
Por Diamela Eltit
En Por un Feminismo
sin Mujeres
2º Circuito de Disidencia Sexual CUDS
http://www.bibliotecafragmentada.org/
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He pensado en el circuito que hoy nos convoca. Lo he pensado desde otros
circuitos, tal vez el mismo. He pensado en Gabriela Mistral ya instalada en la
plenitud de su propia poesía post Nobel escribiendo cartas de amor a Doris Dana.
Pero, atendiendo al orden ensimismado en el que se estructura el género “carta”,
tengo que señalar que ella está escribiéndose especialmente a sí misma o, más aún,
describiéndose a sí misma. Escribiendo cartas de amor masculinas, escribiendo,
para decirlo de alguna manera, como un hombre, escribiendo cartas como un
hombre, cartas de amor. Pero escribiendo o describiendo sin cesar, en la frontera de
su amor de hombre, su salud de mujer.
Gabriela Mistral, en el curso de sus cartas de amor, se queja de todo, se
enferma de todo, le duele todo. Sus órganos le duelen, le duelen los pulmones, el
hígado, cada uno de los órganos que tiene. Le duele el cuerpo que tiene y a Doris
Dana, la joven estadounidense, también le duele casi todo el cuerpo, los órganos.
Se cansan las dos, las abruma la biología (es un decir) el cuerpo que son. Se
quejan. Las dos. Se enferman. Las dos.
Ese circuito del cuerpo, ese instante en que los pulmones se manifiestan
o el hígado se inflama o irrita, no puede ser desincorporado. Si se desincorpora
se incurre en un error histórico o simplemente histérico. No se puede renunciar,
pienso, a esa escritura que nos legó Mistral (ella en el momento de esas cartas ya
vivía en Estados Unidos), ese exacto escenario en que escribe como hombre pero
le duele la mujer. Le duele la mujer más presente y más biológica que es (en el
entendido que la biología es un tipo de ficción).
Su cuerpo, ese cuerpo que dirige la mano corporal que tiene, la mano
mistraliana para escribir que le duele todo y entre los dolores constantes, ama como
sólo puede amar (siguiendo la lógica de la “dominación masculina” como diría
Bourdieu), repito, como sólo puede amar por escrito un hombre a una mujer: “soy
arrebatado, recuérdalo, y colérico”, escribe el hombre en ella. Escribe el hombre en
una de sus cartas de amor.
Gabriela Mistral, hace ya más de cincuenta años transitó un circuito radical,
el circuito del cuerpo o de los cuerpos o de la historia del dolor. Y la del goce. Vio
un dolor inexcusable y su otra (la última) Doris Dana, compartía similar manera de
hablar de la mujer: les duele todo. Sus órganos. Pero Mistral se fugaba de sí misma
y por el angosto túnel de su salida (de sí misma) ingresaba a jugar consigo misma,
a jugar como hombre. Pero encima, sobrevolando el juego y la fuga, estaba ese
cuerpo que no dejaba de enfermarse de todo. Acoto: las mujeres nos enfermamos
de todo. Me enfermé dice la adolescente, ya me enfermé. Siempre.
Mistral hace ya más de cincuenta años escribió con una claridad sorprendente,
en el mismo suelo de Judith Butler, la permanencia, la fuga y la errancia como
estrategias. Escribió esa fuga y esa errancia con una intensidad lúdica pero con una necesaria densidad dramática. Porque desde la fuga y la errancia escribió el dolor
permanente o la permanencia del dolor.
Las cartas de Mistral son especialmente una pieza teórica, un dispositivo
privilegiado para pensar los últimos dos mil o tres mil años del cuerpo de las
mujeres. Los mil años que ya pronto llegarán. Las escenas del goce y del dolor. Ese
cuerpo que no deja de doler (que sangra durante gran parte de su vida) o no ha
dejado de doler a lo largo de la historia o en la historia. Que continuará doliendo.
Sin embargo, el punto es escuchar aquel dolor que nos parezca más próximo y
más político. Este es el centro conceptual que pretendo inscribir en este trabajo, lo
repito: tenemos que escuchar el dolor que nos parezca más próximo y más político.
Establecer una política para escuchar el dolor y la enfermedad. Pero también una
política del goce, me refiero a los territorios del dolor y del goce.
O examinar ese espacio y el momento en donde los conceptos y las prácticas
metropolitanas se encarnaron en los cuerpos locales, ese circuito histórico-poético
en que las múltiples periferias y sus contexto aledaños tejieron un relato que
impuso una ficción en medio del programa duro de la dominación más terca que
tanto conocemos.
Hacer historia.
Elena Caffarena nació en 1903, esa misma Caffarena que a principios de
los años veinte fundó la Asociación de Mujeres Universitarias y ella fue la que
en 1935 puso en marcha el Movimiento pro Emancipación de la Mujer Chilena,
el MEMCH, un movimiento de mujeres laicas, un pacto activo entre los mundos
populares y las clases medias profesionales. He tenido el privilegio de leer las cartas
todavía inéditas que el MEMCH mantuvo con sus afiliadas de provincia donde se
lee el protocolar intercambio de información entusiasta ante la emergencia de un
iniciático espacio feminista fundado en los años 30 del siglo XX.
Hace 80 años.
Sí, 80 ya, cuando esas mujeres escribían desde distintos puntos del país.
Mujeres trabajadoras, las proletarias pensadas por Rancière en Francia, claro. Pero
estas proletarias nuestras, las locales chilenas que querían emanciparse, también
hablaban en algunas líneas de sus cartas formales, de sus enfermedades, porque al
igual que Mistral habían pasado pésimos inviernos porque les dolía todo. Les dolía
y les dolía su salud, su mala salud, su cuerpo chileno y provinciano que tenían casi
un siglo atrás. Escribían sus dolores pero también su deseo imperioso de participar
en el circuito emancipatorio del feminismo memchista que las iba a llevar a un
espacio donde el dolor que les provocaba su cuerpo iba a cesar (es una hipótesis)
por la emancipación de la mujer chilena, pero no de todas, sino la específica
emancipación de ese grupo de mujeres chilenas proletarias que querían abandonar
el dolor de los cuerpos obreros que tenían. Por eso escribían políticamente tanto
el goce de la emancipación como la tragedia de sus dolores, simultáneamente,
cuerpos que se fugaban de su condición y en el túnel muy, pero muy angosto que les
permitía su huída, jugaban a terminar con el desastre de un salario imperdonable.
El imperdonable salario femenino, un salario insensiblemente menoscabado,
pero creían (utópicamente) que podía ser interceptado de manera política por la
emancipación, una emancipación que pensaba la igualdad desde la más rotunda
desigualdad.
Elena Caffarena formó el MEMCH. Como feminista ¿Qué consiguieron?
Algunas cosas. En 1940 las bases para un concurso público para Contadores de
Impuestos Internos tenían como requisito haber hecho el servicio militar o estar
inscrito en los registros respectivos. El MEMCH protestó. Cambiaron entonces las
bases. Pero, lo que en realidad cambió fue “esa” base, cambio “un” concurso. Sin
embargo, siguiendo a Rancière, esa intervención “interrumpió el tiempo normal de la dominación”, porque “esos “momentos” no son solamente instantes efímeros de
interrupción de un flujo temporal que luego vuelve a normalizarse. Son también
mutaciones efectivas del paisaje de lo visible, de lo decible y de lo pensable,
transformaciones del mundo de los posibles”.
Elena Caffarena se transformó en una de las sufragistas más activas de
nuestra historia. Cuando se aprobó el voto para la mujer, ella no fue incluida en los
festejos. En una entrevista que le realicé a finales de los 80 me dijo: “soy una persona
que no va a ninguna parte donde no la invitan”. Por eso, ese día, el día en que se
celebró la aprobación del voto político para la mujer, se quedó en su casa y escuchó
por la radio la ceremonia. Pero justo a los tres días de aprobado el voto para las
mujeres, en enero de 1949, su nombre fue eliminado de los registros electorales. Se
le aplicó la llamada “ley maldita”, esa ley que mandó a parte del partido comunista
a Pisagua y por esa misma ley se retiraron los derechos ciudadanos a los militantes.
Caffarena no era comunista, más bien pertenecía a una indeterminada vertiente
anarquista. Pero ella defendió los derechos que le habían sido suspendidos. Como
abogada que era, defendió personalmente su causa. Consiguió una restitución. En
su carta- manifiesto que envía para ser reincorporada a los registros electorales,
en una de sus partes, cuando Elena Caffarena tiene 46 años, señala: “si no pasaran
los años y no tuviera mi salud severamente quebrantada, ya habría tomado una
decisión”.
Eso afirmó a sus 46 años. Elena Caffarena murió a los 100 años. Había
nacido en el inicio del siglo XX. Murió en el siglo XXI, en el 2003. Sin embargo no
dejo de pensar en su carta pública, que hoy oficia como documento histórico, en la
que habla con claridad de una salud quebrantada ya en 1949. En una salud que sin
duda siguió o sintió quebrantada 50 años más adelante.
Nadie podría decir que Caffarena no tenía una muy buena salud, por no decir
excelente, pero habría que comprender de manera fina y precisa que esa (buena)
salud estaba severamente quebrantada, que los años que ya habían pasado por ella
se constituían no como años biográficos, sino especialmente como años históricos,
unos años que pesaban por la violencia de un conjunto más que angustioso de
prácticas antifemeninas y que esa salud quebrantada hablaba de una fractura en ella
que la misma emancipación, a la que tanto apeló, no pudo entablillar enteramente.
Quebrantada. Pero aún así, Caffarena transita la emancipación a la que se
filió, una emancipación que fuera definida por Rancière como “un fenómeno que
se desarrolla en los espacios intersticiales: los espacios del tiempo dividido y los
de las fronteras inciertas entre los modos de vida y las culturas”. Porque en un
lugar, su salud quebrantada no la privó de la vida (después de todo ella vivió cien
años) y el peligroso quebrantamiento que puede y quizás está allí para matar, era
un quebranto que pudo ser combatido o resistido, ya no se sabe, porque algo en
ella, parcialmente o focalmente, se había emancipado del mismo quebranto que le
pesaba año a año.
Busqué traer pedazos de cuerpos a esta reunión de disidencias sexuales.
He buscado recordarles los dolores del cuerpo local. Los dolores de las mujeres. De
esas precisas mujeres ya históricas y que no obstante nos aguardan en los múltiples
espacios de nuestro porvenir. De los 100 años o más, de los cien mil, ya no se sabe,
que nos esperan o quizás debería decir que les esperan a ustedes, los disidentes del porvenir. Tal vez, así lo pienso, ya les duela algo o todo. O debería dolerles el
cuerpo que tienen para alcanzar los umbrales del feminismo y transitarlo como
mujeres en la necesaria fuga que nos permiten las categorías, inmersas en la
materialidad misma de la fuga. No lo sé. Puede ser que estén escribiendo la misma
carta utópica de las provincianas chilenas de los años 30 y 40. Sí, puede ser que estén escribiendo una carta si no idéntica, al menos repetida. Después de todo no
estamos en los centros sólo formamos parte de una devaluada provincia global.
Tenemos un cuerpo totalmente provinciano o periférico (de alguna de las periferias
o de las provincias, no lo sé). Así lo pienso. Pienso hoy en cuerpos que duelen y que
gozan.
Y sigo pensando, como siempre, en ciertos cuerpos siempre a medio camino
de un complejo, atormentado pero liberador túnel decididamente político.