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“El paradero” de Juan Balbontín: Escenas límites

Por Diamela Eltit
Escritora, académica UTEM, New York University
Publicado en El Desconcierto. 22 de septiembre de 2016

 


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Se trata ahora de revisitar la memoria, la mía, aunque no es exactamente propia porque esa memoria y ese tiempo estuvo fragmentado en millones de cuerpos que permanecimos en Chile envueltos en el toque de queda, quedándonos adentro de una casa por esa orden o nerviosos en el paradero esperando la última micro de esos tiempos.

La novela “El paradero” de Juan Balbontín (Cuarto Propio) es una singularidad literaria. Es fina, sorprendente, misteriosa. Evasiva y múltiple. Puede ser leída como la novela de la espera y de la vigilancia. El texto que deja entrever una cierta paranoia en la subjetividad de la mirada. Siguiendo desviadamente a Walter Benjamin, pienso que este relato recoge a un flaneur periférico, carente de portal pero poseedor de un aura que  deambula en una espera doble o triangular. Sus movimientos descansan en la escritura misma, en esa capacidad de generar un paradero posible para su letra fundada en una resonante poética que sobrevuela a ese o esos personajes tenues y misteriosos. Cuerpos carentes de alojamiento, fugaces y, a la vez, definitivos. La escena de la novela se confunde con la novela como escena y muestra en su breve extensión una extensión máxima, porque alude a una contención que la escritura es capaz de sostener. Un deliberado silencio que no puede sino multiplicar sentidos.  Todo está dicho. “A buen entendedor pocas palabras”. Esa es la capacidad que porta la escritura o quizás habría que decir de algunas escrituras porque, precisamente, permiten al “otro” su lector y acaso coescritor (como es todo lector) entender su propio recorrido por la letra como una forma intensa y múltiple de habla.

Ya dije que la novela “El paradero”  de Juan Balbontín es fina y en cierto modo se funda en la cadencia. En esta oportunidad la leí sin él, lejos de su presencia sureña y me impresionó por su pericia. Tengo confianza y desconfianza en la memoria. En la mía. No soy proclive a volver trascendentes la vida o la literatura. Así, aunque pensaba que este texto era una pieza literaria importante, temí que mi amistad con su autor hubiera contaminado mi recuerdo. Pero ahora, cuando re-leí este texto,  me resultó tal vez más eficaz, autónoma, asombrosa, su vigencia.

Ya sabemos que el tiempo que rige cada una de nuestras cronologías es una convención, una trampa, una forma -por qué no decirlo- de dominación. Que solo transcurrimos entre el sueño y la vigilia, que es en ese espacio donde se juega todo lo que somos, que abrimos o cerramos los ojos para retomar ese ciclo de manera perturbadoramente repetida. Pero entre esos momentos almacenamos imágenes. Las almacenamos en estado de reserva igual como las prolongadas etapas en que dormitan las tortugas o los murciélagos. Imágenes que no pueden ser capturadas por las tecnologías, porque le pertenecen al acto de vivir y a cada uno de sus remanentes.

Nos conocimos con Juan y con Eugenia Brito justo el año 73, “el año maldito”,  en la Universidad de Chile. En esos meses previos a lo que venía. Justo unos meses antes porque unos meses después la realidad ya se había dado vuelta. Debo reconocer que me resulta difícil recorrer esos años porque, en uno de sus vértices, permanecen en mí rencorosamente agazapados y en otra parte el pudor, el miedo a trivializar o por la sensación de la insuficiencia que podría alcanzar el relato. Es posible, no lo sé, que fuera exactamente ese año o esa fecha o esa ruptura la que precipitó el volvernos comunitarios.

Más adelante, siempre inmersos en la precariedad, entre un abrir y un cerrar de ojos, Juan y yo hablamos hasta llegar al silencio sin ninguna incomodidad. Aprendimos a conocernos. Habitábamos la sumisión social a la que debíamos rendirnos, experimentábamos las infracciones espeluznantes que debíamos tragarnos y entre medio estaba la literatura como emblema y tal vez el único horizonte que parecía posible. Pero Juan fue detenido. Tengo una imagen que guardo en mi memoria tal como la centenaria tortuga o el murciélago. Una imagen alojada debajo de una gruesa caparazón o colgando de las patas en una ruinosa viga. Apenas nos enteramos de su aparición fuimos con Eugenia Brito a visitar a Juan al regimiento donde lo mantenían preso. Allí estaba después de un tiempo que había resultado peligrosamente interminable. Fuimos. Y mientras íbamos llegando al recinto nos cruzamos de frente con un vehículo militar y allí pudimos ver que sacaban a Juan del regimiento. Lo llevaban sentado en el medio del asiento delantero del camión, con los ojos vendados. Una imagen que tengo y la conservo por su extrañeza o por su dramatismo o su violencia o la certeza de que estaba pasando algo que parecía imposible.

Nunca hablé de manera contundente con él de lo que experimenté frente a esa escena, la de la venda en sus ojos. Quizás esa imagen de un capturado con los ojos vendados en un vehículo militar se había convertido en una cierta  norma o formaba parte del relato más conocido de los presos políticos, no estoy  segura, porque entonces la venda en los ojos parecía una condición.  Pero también hay que considerar ese impresionante cruce, en la más plena luz del día, donde vimos con toda claridad al amigo con los ojos vendados. Y esos ojos vendados señalaban de manera inexorable que vivíamos en medio de un sobresalto porque la incertidumbre y lo innegable de esa imagen indicaban que cualquier cosa podría ocurrir  Señalaban que Eugenia Brito y yo éramos las testigos del suspenso en torno a la vida de Juan, a lo que  se exponía en el interior de ese camión y que ese cruce, marcaba un corte temporal para nosotros y la ausencia en el interior de nuestra comunidad de la que salía el compañero-amigo literario.

(Me permito establecer aquí  un desvío. Yo enseñaba por horas en el liceo de la emblemática población José María Caro el año 1973. Nunca me reincorporé después del 11 porque era imposible. Pero un día me crucé en la calle, en pleno centro de Santiago, con Marieta Castro, actriz, hermana del legendario “Cuervo Castro” y cofundadora del teatro Aleph. Marieta el 73 trabajaba conmigo en el Liceo. Ella, ese día, caminaba con dos hombres en dirección a la Alameda. Recuerdo que cuando iba a acercarme para saludarla, ella movió  levemente la cabeza indicando un no frente a mi gesto de reconocimiento. Quedé completamente desconcertada. Digo, que tú vayas a saludar en la calle a una persona que conoces  y que te “nieguen el saludo” es en cierto modo incomprensible y hasta podría resultar hiriente. Más adelante supe que había sido detenida junto a su hermano. Me enteré de que su marido y su madre fueron a visitarlos, con los permisos correspondientes de entrada al centro de prisioneros político Tres Álamos. Nunca salieron. Hasta hoy –su madre y su marido-  están desaparecidos. Marieta y el “Cuervo” Castro sobrevivieron. Fue entonces que reordené la escena: Marieta Castro, ese día, el día en que nos cruzamos en esa calle del centro estaba detenida y caminaba con los CNI, uno a cada lado (el terrorífico “poroteo”).  Su negación  fue un gesto político de resguardo, un gesto solidario. Se trató de un instante, un cruce, un encuentro sorpresivo con una mujer joven que estaba en una situación crítica que yo no podía presagiar. Lo recuerdo ahora en el escenario de lo que fue vivir entre signos de una aparente baja intensidad pero que permiten asomarse para comprender, quizás, no lo sé, tal vez ya no sea posible, la densidad de la otra dimensión que cercaba la vida cotidiana. Nunca volví a ver a Marieta).

Pero quiero reponer la imagen de Juan Balbontín con los ojos vendados, a plena luz del día, en un vehículo militar. Primero, la sorpresa ligada el asombro total hasta llegar al miedo en una progresión perfectamente articulada. Juan ciego, en cierto modo, mientras Eugenia yo los veíamos pasar rompiendo la simetría que antes nos juntaba. Me parece complejo hoy comprender cómo fue que conseguí “normalizar” hasta relegar esta imagen que comparto con ustedes. Sólo adquirió relieve mucho más adelante como asalto a la memoria de la tortuga o del murciélago que me habitan. Sé que Juan fue un preso político, que pasó del regimiento a la cárcel pública. Sé también que de la cárcel pública de Santiago fue trasladado a Osorno. Meses después, cuando lo liberaron, volvió a la Universidad y continuamos esa vida literaria que nos convocaba.

Pero esos ojos vendados por el poder militar, en la calle, sin ningún disimulo, significan, lo sé, no solo el síntoma de un deseo mortífero de castración como escena central  sino también todos los posibles márgenes que podrían adherirse a ese deseo.

En otro registro me parece que entonces que una parte transcurría en la realidad más real de ese tiempo entre el ver y el no ver: ver la prisión del otro que el preso no veía pero sí experimentaba mientras el otro, con los ojos vendados,  no veía al que lo miraba en medio de una conmoción. Algo así pasaba. Pero estaba la literatura, el leer y el deseo de escritura, el pensar y el deseo de escritura, como un horizonte de fuga del ojo. La imperiosa necesidad de mirar política y poéticamente hacia un espacio posible. Ese día del regimiento supimos del paradero de Juan. Pero era un paradero móvil sin un destino conocido.

Y después vino la novela “El paradero”. Incierto y constante, acuciosamente nocturno. Un trabajo de años que después de años pudo emerger y hoy reemerge en el pleno presente que portan las estéticas y  ciertos libros literarios. Porque la novela  “El paradero” es  hoy. Pues a pesar de los signos con se escriben las órdenes y los órdenes de los poderes, la literatura sigue transcurriendo y renovando sus imágenes para un ahora que está colgando de las patas esperando todo su futuro.



 

 

 

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