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        Por Andrés Urzúa de la Sotta
            aurzuadelasotta@gmail.com
         
         
        
           
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        “Un pueblo vencido
              sólo debe ser dócil.
              Se lo merece”.
          José  Ángel Cuevas
          
        No deja de ser curiosa la escena inicial de la novela Mano de obra, de la escritora chilena  Diamela Eltit. En ella se muestra a un trabajador alienado por el trabajo, el  cual, en vez de exigir sus derechos o siquiera refunfuñar contra sus jefes o  contra los dueños del supermercado, posee una directa y profunda aversión por  los clientes, como si ellos fueran los responsables de su precariedad  existencial:
        
          “Ay, cómo desordenan todo lo que encuentran a su  paso. Mi persona ya no está radicada en mí mismo porque los clientes invalidan  el tiempo que le he dedicado al orden programado por el analista”. (14).
          
         Sin embargo, esta aversión sólo habita en el pensamiento inmediato  del trabajador, el cual no va a decantar, en ningún caso, en acción. El  protagonista de la primera parte del libro es un trabajador anónimo, cuya única  misión es trabajar para sobrevivir (o sobrevivir para trabajar). No tiene  espacio para cuestionamientos ni menos para alzamientos. El pueblo, para él, está  contra el pueblo: el trabajador contra el cliente y/o contra el supervisor, mas  nunca contra el poder indirecto que lo subyuga (que a estas alturas es  simplemente invisible). 
         En este sentido, es totalmente incapaz de pensar en las verdaderas  figuras que hay detrás de esa maquinaria de subordinación. Desprovisto de toda  lucidez mental, padece de la inercia que engendra el trabajo sistemático y la  supervivencia descarnada: “Me invade una sed agónica que me habla ferozmente de  la sed” (Eltit,  Mano de obra 58). Es  prisionero de sus instintos más precarios: alimentarse, sobrevivir y mantener  su trabajo a costa del adormecimiento mental y del sometimiento físico. Sus  verdaderos enemigos no son los que él es capaz de visualizar a primera vista. No  son los clientes ni los viejos ni los supervisores, a los que parece  despreciar. La maquinaria del poder ha hecho tan bien su trabajo que los  sujetos están vencidos y enajenados. Viven para sobrevivir y para enriquecer,  sin siquiera tener consciencia de aquello, a las clases hegemónicas. 
         Para representar estos mecanismos de dominación, la imagen del  supermercado es paradigmática. En él se reproducen las dos banderas del  capitalismo desregulado: el trabajo alienante y el consumo desaforado.  Trabajadores y compradores son las piedras angulares de un sistema que  sobrevive únicamente gracias a ellos. Tal como señala María Elvira Luna, el  supermercado “representa un microcosmos de la sociedad chilena, donde todas las  clases sociales se encuentran y negocian sus espacios”[1].  Eltit, entonces, elige al supermercado como un símbolo, y un síntoma, del Chile  de fines del siglo XX. Un Chile en el cual trabajadores y consumidores parecen  tan absorbidos que han perdido una de sus capacidades más elementales: el  pensamiento.
          
          Por lo mismo, el gesto de la escritora chilena parece irónico.  Cuando alude, en los encabezados de la novela, a los periódicos de resistencia obrera  de las primeras décadas del siglo XX, en realidad está constatando la  imposibilidad de resistir. O más bien, la derrota pueril y absoluta del  proyecto revolucionario. A estas alturas, parece insinuar, ya no hay organización  colectiva ni sindicalismos ni movimiento social posible. Los proletarios se  encuentran absolutamente derruidos, consumidos por un trabajo alienante que  sólo los lleva a trabajar: “¿Quién soy?, me pregunto de manera necia. Y me  respondo: una correcta y necesaria pieza de servicio” (Eltit, Mano de obra 58).   
          
          Incluso el espectro del narrador, y por lo tanto el de la  literatura, parece no quedar ajeno al adormecimiento mental y a la  imposibilidad de la resistencia. En palabras de Rubi Carreño: “Se trata de un  narrador enfermo por el trabajo alienado, excesivo y en serie”[2]. Y  claro, en este sistema no sólo los productos y los trabajadores llegan a  padecer de la serialización, sino también la misma voz del narrador (y tal vez  del autor): 
        
          "No estoy enfermo (en realidad) sino que me  encuentro inmerso en un viaje de salida de mí mismo. Ordeno una a una las  manzanas. Ordeno una a una las manzanas. Ordeno una a una (las manzanas)".  (Eltit, Mano de obra 45). 
          
        Este viaje de salida bien podría ser el del mismo narrador, el  cual, en consonancia con la derrota generalizada del trabajador y de toda la  clase obrera, parece haber sucumbido ante la alienación del presente,  resistiéndose, valga la redundancia, a proclamar la resistencia.
         Eltit parece insinuar hacia el final  de la primera parte del relato, que el ritual de la realidad contemporánea, o  más bien del neoliberalismo desatado de los últimos años del siglo XX, no  radica en los gestos épicos de resistencia ni en las consignas del tipo “viva  Chile, viva el pueblo, vivan los trabajadores”, sino en el más pedestre  procedimiento de vigilancia económica: 
        
          “Los guardias plenamente armados retiran los cuantiosos fondos y  se desplazan hasta el camión blindado realizando un bello operativo bélico. Las  armas, la estatua, el gesto decidido, el botín en las bolsas de dinero” (Eltit, Mano de obra 60).
          
        Allí, en medio de la pirotecnia del consumo y del trabajo alienante,  el resguardo del bien principal (el dinero), por parte de un camión blindado y  de sus heroicos guardianes, parece ser la única épica posible ad portas del  siglo XXI.
         
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        Bibliografía
        - Elvira Luna, María. El espacio de la marginalidad y el  desamparo. 
          En http://www.letras.mysite.com/eltitcuba0808037.htm
        
        - Carreño, Rubi. Mano de obra, una poética del (des)  centramiento. 
        En http://www.letras.mysite.com/eltitcuba0808037.htm 
        
          
          
          - 
            Eltit, Diamela. Mano de obra. Ed. Seix Barral. Santiago:  2011. 
            
              
          
           
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        Notas