Adentrarse en Jamás el fuego nunca (Eltit, 2007) es, desde el mismo epígrafe, ingresar a territorios que son tributarios de la política y sus pasiones contradictorias, tornadizas. El texto es de César Vallejo y sus versos sirven, además, para nominar la propia novela: Jamás el fuego nunca/ jugó mejor su rol de frío muerto. El fuego, desde luego, representa la energía política tanto a nivel colectivo como individual; es el hálito revolucionario, el motor de una historia que de un momento a otro quiso detenerse y que, al hacerlo, al extinguirse ese fuego fundante, comenzó a jugar su rol de frío con miles de muertos como saldo.
Un primer aspecto textual del libro en que es preciso detenerse, es la narración en primera persona de la protagonista del relato, una voz vehemente, donosiana, que de manera ocasional pasa a la segunda persona para dirigirse a su compañero, con el que se sitúa en una cama donde se ha desplazado la pulsión del deseo para ceder su lugar a la memoria. La historia narrada visibiliza los excesos dictatoriales y una lucha ideológica de la que ahora no son más que residuos. Porque las condiciones políticas de enunciación son las actuales: han caído los socialismos reales, la globalización campea y para aquellos que vivieron en y para las utopías, sólo queda una retórica de la decepción.
Diamela Eltit
Un segundo aspecto textual que exige atención, es la permanente confusión temporal que existe en la novela; milenio, siglo, década no logran distinguirse jamás entre sí; la ambigüedad en que se instala el enunciador es absoluta: “Hace más de un siglo, te digo, mil años a lo menos” (22); o bien: “Ya han transcurrido, de cierta manera, cinco decenios (no, no, no, mil años)” (63); o: “De manera increíble, muy poco expresable, sufrí esa anulación del tiempo. En un día de otro siglo, de otros siglos, un tiempo en el que caminaba y caminaba, pero no era capaz de avanzar (…) Terminó por invadirme una confusión inexpresable del tiempo” (33).
Metáforas de un tiempo otro, en desorden, fragmentado como la propia posmodernidad a la que han arribado a disgusto, la narradora/protagonista y su acompañante funcionan fuera de la temporalidad ‘común’, es decir, aquella que une nominativamente el transcurrir de las subjetividades en el contexto de una espacialidad también común. ¿Cuál es la razón de esta vaguedad constante, persistente? Creemos que no es únicamente debido a la experiencia traumática de la violencia política, aunque éste sea un elemento que contribuye de forma notable a ese descentramiento. El motivo se vincularía, más bien, a la matriz de pensamiento que articula todo el relato: ambos personajes habitan en una temporización aún determinada por las nociones del materialismo histórico.
El tiempo se hace ambiguo, confuso, porque el acontecer de la historia ha dejado de regirse según los presupuestos marxistas, y los personajes se encuentran presos de ese desajuste esencial[1]. Esto se vuelve palmario al advertir que su única fuente dispensadora de sentido, el materialismo histórico, exige un papel fundamental a la Historia, siendo un sustrato irreductible para este pensamiento, algo que se explicita de modo constante en la narración:
Esa serie opaca y disciplinada en la que se reconoce un militante, un verdadero militante, tal como nosotros que seguimos fielmente el trazado de nuestros principios. La gloriosa parquedad necesaria y resistente, la analítica que nos pertenece, los términos gastados pero necesarios, abarrotados de un deseo inexcusable: esperar que la historia se manifieste (40).
Los personajes residen en un paradójico exilio del tiempo ya que la teleología marxista ha quedado en suspenso, una teleología eminentemente histórica, como la nazi fue una teleología biológica. Para los últimos era la preeminencia natural de una raza, pura biología; para el materialismo histórico se da por una necesidad de la propia historia, por el inevitable agotamiento del capitalismo. Porque, aun cuando “la necesidad de las leyes que gobiernan la sociedad capitalista no implican una pasividad de los hombres” (Harnecker, 1999: 341)[2], es absolutamente claro que en los postulados marxistas existe una definitiva “afirmación del determinismo histórico” (342). Es decir, la certeza fatalista que “el capitalismo se desvanecerá en el calor de sus propias energías incandescentes” (Berman, 2006: 203).
De ahí, entonces, el caos temporal que administra la existencia tanto de la voz enunciadora como de su compañero de habitación: se encuentran, al interior de esa célula primigenia que ambos conforman, “esperando la llegada ineludible de la historia” (Eltit, 2007: 36).
Empero, este nexo con el materialismo histórico y su temporalidad se rastrea también en las innumerables citas que, con severidad religiosa, ejecuta la protagonista para validar sus propios argumentos. Su lectura doctrinaria, de una lealtad extrema, elude de forma consciente la paráfrasis o la versión parafrástica, considerando peligrosa la reescritura del texto original aun cuando ésta porte una visión clara e inclusive didáctica del mismo. Esta aprensión es palpable en la transcripción de una de las múltiples citas marxistas que registra la novela:
Por este motivo, te dije, tienes que recordar que: “Todas las relaciones de propiedad han sufrido constantes cambios históricos, continuas transformaciones históricas”. Mientras escribía esas palabras, pensé en que no podía equivocarme. Una sílaba mal escrita o una falla ortográfica empañarían el prestigio de la afirmación (Eltit, 2007: 57).
Pero también existe otra vía para emparentar el libro con la perspectiva analítica del tiempo en el materialismo histórico. Esta se da por medio de una de las tareas encargadas a la protagonista del relato.
En este punto del texto es imprescindible recordar que “la teoría marxista de la historia es un estudio científico de los diferentes modos de producción” (Harnecker, 1999: 341). Después de todo, esa fue la gran labor de Marx. Tal como un estudioso de la filosofía puede consagrar su vida entera al estudio de la obra de un solo autor del idealismo alemán, o un entomólogo puede hacerlo entorno al comportamiento de una avispa que puebla un ambiente específico del sur de Norteamérica, Marx se dedicó casi exclusivamente, como señala Lenin, al “análisis científico del régimen burgués contemporáneo” (342), una delimitación muy moderna, por lo demás, en cuanto a los saberes que hoy rigen la academia.
Y una faena similar se le encarga a la narradora del libro:
Estabas empecinado en definir el comportamiento industrial y sus variables. Querías acotar los síntomas y los males de la producción (…) te dabas el trabajo o el lujo de iniciar una acometida en la ya agotada producción industrial. Me obligaste a repasar mis apuntes, me encargaste un extenso y estéril protocolo que recogiera las variables (Eltit, 2007: 81).
La enunciadora/protagonista es, de esta forma, una sombra mimética de la figura rectora del propio Marx, persiguiendo variables ya inexistentes en una economía que está dando cabida a la rápida expansión de la clase media, y que abandonó el antiguo proyecto industrial de desarrollo por la apertura al mercado mundial con la baja abrupta de los aranceles en sus fronteras, tras la instalación del modelo neoliberal.
Tal como ocurre con las citas textuales que antes revisamos, siempre forzosamente exactas, esto viene a dar cuenta del temor a ingresar “en el territorio del desviacionismo” (57), repitiendo de manera idéntica la estructura de estudio donde Marx “se propone presentar un panorama de lo que hoy se llama el proceso de modernización” (Berman, 2006: 211). No obstante, dicho intento de fidelidad absoluta fracasa: “Ante ellos disimulabas un aspecto que, bajo la forma del rumor o de un no demasiado sutil intento de difamación, se hacía sentir de célula en célula: la acusación de actuar impulsado por el voluntarismo” (Eltit, 2007: 109).
Cabe recordar que esta desviación consiste en la creencia de que es “la voluntad de los hombres, de ciertos grupos de revolucionarios y de sus héroes, quienes determinan la marcha de la historia” (Harnecker, 1999: 340). Lo importante aquí es que contra todos los dispositivos de disciplinamiento que existen, y en un ambiente opresivo, hermético hasta la asfixia, la izquierda no puede evitar la aprehensión individual de una teoría marxista de la historia que finalmente dejará a estos sujetos descentrados, impedidos de armonizar con una realidad fluctuante, siempre en proceso, movimiento y transformación.
Una última marca textual que nos interesa relevar en Jamás el fuego nunca, se relaciona a este radical desacomodo en la experiencia que padecen sus protagonistas, pero que ahora Eltit aborda en forma de metáfora fisiológica, corporal.
Primero es menester, empero, recordar un poema de Baudelaire que a juicio de Marshall Berman describe de manera ejemplar la emergencia de lo moderno en París. Para Berman, Los ojos de los pobres nos refiere un innovador contexto urbano a través de una discusión entre dos enamorados que, sentados en “un nuevo café que hacía esquina en un nuevo bulevar” (Berman, 2006: 209), se distancian en emociones frente a una familia que los observa con impúdica admiración.
En la novela que nos ocupa, tal como lo hace Baudelaire al prefigurar a través de una familia de ojos –como lo nomina Berman– el advenimiento de la modernidad (reflejado en la aparición de múltiples bulevares inaugurados por Haussmann a finales de 1850), el personaje eltitiano escamotea ahora la cruda imagen de la posmodernidad al decir que el ojo ve exclusivamente lo que quiere ver el cerebro, premisa que vendría a legalizar su negación de percibir los cambios que ha sufrido el mundo, evitando así rivalizar de manera directa con un tiempo posmoderno donde todo es vacío y desechable. La operación textual es mediante una especie de anatomía de ese ojo que no quiere ver lo que la realidad le enseña:
Miro tu ojo. Te abro al máximo el ojo con mis dedos.
Déjame mirarte el ojo.
¿Para qué?, dices. Para verlo, para comprobar el ojo. Está bien, está bien, me contestas y permites que mis dedos se esmeren, lo abran, ridiculizando tu párpado, para relevar así tu horrible globo ocular al punto que parece fuera de sí mismo (…).
El ojo no ve nada, te digo, no, nunca, es el cerebro, te digo, se trata de una orden (…). Exploro con la yema de uno de mis dedos, el de la mano izquierda, tu globo ocular.
Lo toco. Es acuoso.
Un líquido frío y tenue, cristalino (Eltit, 2007: 55-56).
Es un ojo que rehúsa ver que la fatalidad marxista no se ha cumplido, que se opone a examinar y registrar “una época carente de marcas, un siglo que no nos pertenece y que, sin embargo, estamos obligados a experimentar y en este siglo parece todo irreal o prescindible, sí, prescindible” (23). Esa mano izquierda que escudriña en un ojo que no ve porque el cerebro se niega a emitir la orden pertinente, un ojo que sólo percibe una incomodidad desmesurada con el presente. El ojo no atestigua su propia inscripción en la posmodernidad, se cierra ante la ausencia de la épica que normativizaba el mundo de antaño. Ese ojo frío y tenue de la protagonista tiene la poderosa virtud de representar a muchos sujetos (hoy devenidos en meros consumidores) que se encuentran incómodos con el presente; es un ojo que no tramitará jamás las imágenes de un tiempo cuyo fuego se enfrió, y debe reconocer que la Historia, contra las promesas de la ideología, nunca comparecerá ante ellos.
Eltit expone su oficio al hacer que sus protagonistas nos muestren un terreno que de ordinario permanece silente. Hablamos del padecimiento de una experiencia radical: ver desaparecer ante nuestros ojos las bases mismas de la vida, una vida amparada en un macizo corpus de certidumbres que hoy se han desvanecido en el aire. Es decir, la autora nos viene a enseñar el vértigo sombrío, borroso, de atestiguar que el tiempo utópico que guiaba a un número importante de hombres y mujeres, ha muerto.
_________________________
Notas
[1] Pese a las múltiples interpretaciones que existen para “el concepto de temporalidad de los posmodernos”, en el presente texto se entenderá esta noción a partir de “una reivindicación de lo fugaz, efímero, siempre cambiante”, que junto con ser la idea más difundida respecto a este período, es la visión instalada por Jean–Francois Lyotard en 1979, con su obra La condición posmoderna.
[2] La utilización que haremos en adelante del texto Los conceptos elementales del materialismo histórico, de Marta Harnecker (1999), obedece a su condición de lectura canónica e inductiva en el contexto sociopolítico que aborda la novela.
____________________________
Referencias
—Altamirano, Carlos, 2002. Términos críticos de sociología de la cultura. Buenos Aires: Paidós.
—Berman, Marshall, 2006. Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad. México: Siglo XXI Editores.
—Eltit, Diamela, 2007. Jamás el fuego nunca. Santiago: Planeta.
—Harnecker, Marta, 1999. Los conceptos elementales del materialismo histórico. México: Siglo XXI Editores.
—Lyotard, Jean-Francois Lyotard. 1989 [1979]. La condición posmoderna. Madrid: Cátedra.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com La muerte del tiempo utópico en Jamás el fuego nunca de Diamela Eltit
Por José Antonio Rivera Soto
Publicado en Acta Literaria N°39, II Sem. 2009