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Diamela Eltit. Vaca sagrada.
Buenos Aires: Editorial Planeta, 1991, 188 pp.


Por Guillermo García-Corales
Baylor University
Publicado en INTI: Revista de literatura hispánica, N°36. (Otoño 1992)


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Los escritores de Chile nacidos aproximadamente entre los años 1948-1957 y que dan a conocer sus primeros trabajos en plena dictadura (1973-1989) ya conforman un grupo muy peculiar dentro del escenario creativo y crítico de la literatura de dicho país. Este grupo de autores — a Generación de los '80 o Generación Post-golpe— se caracteriza, en especial, por incursionar en lo que podríamos llamar la poética del desencanto. Es precisamente en esta vertiente donde —reincidiendo en el lenguaje enigmático que le caracteriza— se inscribe Diamela Eltit con su cuarta novela, Vaca sagrada.

En esta obra, la poética del desencanto se configura a través del cruce de varios flujos estéticos e ideológicos actuantes tanto en el nivel inmanente del texto como en la relación del discurso narrativo con otros planteamientos o referentes literarios y socio-políticos. Por ejemplo, en el conjunto de normas, valores, actitudes, estilo y tono que gobierna la novela se detecta una aversión a las historias y discursos globales esencialistas que despliegan una gran locuacidad para aprehender ciertas relaciones del "universo objetivo". En Vaca sagrada, en cambio, con un lenguaje ajeno a la anécdota causal y cronológica, se escamotea la carga explicativa de ese discurso totalizante. Así, la novela traslada a un primer plano la estructura de un lenguaje que evoca una gestualidad y un sentir mediante la articulación problemática de historias mutiladas, cuyas imágenes de violencia, desamparo y derrota alcanzan un primer plano.

Los once capítulos de la novela, levemente conectados entre sí, están a cargo de una narradora-protagonista anónima, que también ofrece la visión predominante a través de la cual se proponen los conatos de historias. En lugar de enfatizar la elocuencia descriptiva y explicativa, su voz problematiza la fragmentación, la ambigüedad y la mentira. En tal sentido, a partir del inicio del relato, ella expone en este tono su manera de percibir el mundo: "Duermo, sueño, miento mucho. Se ha desvanecido la forma pajaril. ¿Cuál forma se ha desvanecido? Me acompaña a todas partes un ojo escalofriante que obstaculiza el ejercicio de mi mano asalariada. Fui incapaz de penetrar un universo. Soy diestra sólo en una parte, en la parte de una parte, veo apenas el agujero genitalizado de una parte. Una paga infernal me obliga a pensar en figuras sesgadas, plagadas de mutilaciones. Sueño, sangro mucho" (11). Más tarde, dentro de un juego metaficticio indirecto, la voz narrativa central insistirá en la parcialidad y subjetividad de su acto discursivo en un contraste —innombrado desde luego— con el modelo novelístico totalizante que caracterizó a la narrativa latinoamericana hace unos años, y que todavía ensaya en Chile, por ejemplo, Isabel Allende. Son varios los segmentos como el siguiente que aluden a este asunto: "He olvidado la parte más concreta de los acontecimientos y apenas conservo imágenes, pedazos de imágenes, palabras sin imágenes. Una orden, un vuelo, un grito, un sonido de guerra, un picotazo, una mujer gimiendo. Tampoco." (41-2). En síntesis, se propone una trizadura de aquel discurso grandilocuente y referencial para que surja la palabra elusiva, envanescente, no concluida ni concluyente, la anti-certeza.

Otro aspecto de la poética del desencanto que se destaca en esta novela emerge de la conexión de la narradora con los otros cuatro personajes —Manuel, Sergio, Francisca y Ana— en torno a los cuales giran los fragmentos de trama. Donde más se insiste en dicha problemática es en el hilo narrativo que entreteje la participación de Manuel, con quien la protagonista ha establecido una relación de pareja fracturada por el caos, la fantasía, la mentira y la ambivalencia. En contrapunto con las otras figuras de la narración, Manuel representaría el único que no aparece totalmente desencantado. Tiene la obsesión del Sur: "Sólo se iluminaba cuando describía el Sur. El Sur, el Sur, era su mejor oferta y por su lengua aparecían las estruendosas casas mojadas bajo la lluvia, la naturaleza, estallente, los roqueríos que abrazaban al mar" (17- 8). Esta imaginería de la naturaleza austral convoca la única "utopía" presente en el mundo acotado. Ésta es pulsada, en especial, por los deseos del personaje de escapar de una ciudad siniestra, de abandono moral y físico; donde "la muerte se agarraba de los lugares menos esperables" (41) quedando como símbolo de las acciones inconclusas en las cuales se seducen y tiranizan Manuel y los personajes. Sin embargo, esa esperanza, que se materializaría con la huída de la ciudad, también se desmorona: Manuel es detenido y posiblemente torturado en el Sur. A partir de este dato —que no tiene una cronología precisa— de manera intermitente se cruzan varias actitudes y visiones desesperanzadas en torno a ese territorio. La narradora convoca todo un imaginario del desencanto con respecto a esa última "utopía", afirma, por ejemplo, que "Pucatrihue era el infierno. Su mar encabritado consumía los cuerpos y los árboles retorcidos emitían figuras espectrales" (19). Luego, dejando en evidencia el grado más íntimo de su internalización negativa de aquel lugar-símbolo, la narradora declara: "El Sur no era más que el vuelo fatídico de los pájaros que a mis espaldas lucían un arma afilada" (183).

Es desvanecimiento de las esperanzas proyectadas en ese Sur mítico, hacen caer con mayor perseverancia la mirada desencantada de la narradora en el mundo urbano y sus habitantes. Rediagrama así su desencanto en cuanto a las relaciones humanas a nivel privado y colectivo. Por una parte, en la "ciudad vigilada" la protagonista persiste en revivir —mediante una profunda perturbación psíquica— la experiencia de seducción y rechazo con Manuel. Lo recuerda a menudo como un ser "devastado, como si ya se hubiera tragado todas las catástrofes" (152). Esto también se proyecta en una relación caótica con Sergio, quien, al representar para la protagonista un ambiguo y deslavado sustituto de Manuel, no hace más que aumentar la nostalgia de ella. Asimismo, en la ciudad está Ana, quien sostiene económicamente a la narradora básica desde cuando le faltó el trabajo y la pobreza empezó a cercarla. Pero, a partir de ese hecho, Ana se relaciona perversamente con su amiga, buscando apoderarse de su mundo, tocando todo lo que ella tocaba, incluso sus mentiras y alteraciones más caras. La narradora indica esto insistiendo en acotaciones metafóricas como: "Fascinada con mi particular fascinación, se acercó a mi obsesión, intentando el hurto personal de mi relato" (80).

Por otra parte, la figura central del relato se adentra en el escenario social, en especial, del mundo de los asalariados y sus organizaciones. Allí termina por aumentar su desencanto, expresado —en este caso— en la imposibilidad de integrarse a una acción política colectiva, con lo cual también deja implícitamente estipulada la poca viabilidad de esta causa. He aquí un segmento que, al ilustrar lo anterior, también dibuja la gran mueca irónica latente en el texto: "Quiero sangrar, desfilando con el puño en alto, gritando por la restitución de nuestros derechos, conmovida por una energía semejante a la histeria. Sangrando, con el puño en alto alcanzo a entender que aún sobro en todas partes, en todas partes me aguarda lo que me hizo huir de todas partes" (116-7).

En suma, la poética del desencanto que recorre Vaca sagrada aparece por momentos con cierta nitidez como es el caso recién indicado; sin embargo, en muchas oportunidades penetra en los más oscuros pliegues psíquicos de los personajes y en los recovecos de una ciudad abyecta para expresarse en un discurso opaco, metafórico. Éste deja bastante de lado las relaciones de causa y efecto, más las descripciones externas, apegadas a la búsqueda de un verosímil lineal con la realidad. Quedan latentes, en contraste, las imágenes fracturadas de, por ejemplo, una mujer sangrante, de pájaros heridos, de aglomeraciones que "demarcaban la estructura de un moderno laberinto" (124). Más que explicar, estas imágenes reiterativas indagan en una situación que no logra atraparse. Así, el discurso abre sentidos sin una resolución esencialista definitiva. No obstante, al ser testigo de esta mirada oblicua, mediatizada por la alteración poética, de todas maneras en el lector quedan resonando los ecos de una profunda trizadura moral y social. Asimismo, el lector presiente la gestualidad y el sentir de una ciudad fracturada. De este modo, se descubren las huellas de la crisis de paradigmas socio-políticos y de la convivencia humana. Los escritores chilenos de la Generación de los '80 han querido responder estética e ideológicamente a una época con tales características, la que les ha tocado vivir en estas dos últimas décadas. Si hay algo que en este predicamento los identifica, es su confluencia en la poética del desencanto con efectos, entre otros, de catarsis y exorcismo. Pero a esta vertiente común, los creadores llegan desde una diversidad de voces y enfoques. Y la persistencia en un vasto imaginario del desencanto alcanza, incluso, como en el caso de Diamela Eltit, niveles de audacia y rigor estético inéditos en la literatura chilena.



 

 

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Buenos Aires: Editorial Planeta, 1991, 188 pp.
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