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Cartografías quebradas y cuerpos marginales
en la narrativa de Diamela Eltit [*]
Distorted mapping and marginal bodies in the narrative of Diamela Eltit
Por Mónica Barrientos
Universidad de Santiago de Chile, USACH, Santiago de Chile, Chile
Publicado en Debate Feminista 53 (2017) 18–32
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Resumen
Este trabajo analiza tres novelas de la escritora chilena Diamela Eltit: Lumpérica, Los vigilantes y Los trabajadores de la muerte, considerando el espacio geográfico y el cuerpo como centro de relaciones de poder, y la materialidad del cuerpo como depósito de una violencia histórica que intenta someterlo a diferentes formas de normalización. A pesar de la violencia ejercida, este cuerpo es también una forma de resistencia que inscribe, en su propia materialidad, la memoria narrativa para re-contar el pasado y criticar el presente. La intención es elaborar una lectura política de la historia a través del cuerpo para poder leer los signos del desamparo social y mental de una sociedad que intenta borrar continuamente su pasado.
Palabras clave: Narrativa; Espacios; Marginalidades; Corporalidad; Diamela Eltit
Abstract
This paper analyzes three novels by Chilean writer Diamela Eltit: Lumpérica, Los vigilantes and Los trabajadores de la muerte, considering geographical space and the body as the center of power relations and the materiality of the body as a container for a historical violence that attempts to subject it to various forms of normalization. Despite the violence inflicted, this body is also a form of resistance that enshrines, in its own materiality, narrative memory in order to retell the past and criticize the present. The aim is to develop a political interpretation of history through the body in order to interpret the signs of social and mental distress of a society that continually attempts to erase its past.
Keywords: Narrative; Spaces; Marginality; Corporeality; Diamela Eltit
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Introducción
Me interesa el cuerpo en tanto zona, mapa, territorio [. . .]. Un cuerpo que transcurre como mano de obra,
objeto libidinal, campo de batalla, zona religiosa, riesgo epidémico, punto de experimentación, botín de
mercado, producción de ilegibilidad, entre otros experimentos.
Diamela Eltit (Réplicas, 2016).
En su último libro de ensayos, Réplicas (2016), Diamela Eltit afirma: “Comprendo y celebro la condición de la escritura literaria como portadora de diferentes vías de abordaje, sin embargo, en mi caso particular, me han interesado esas zonas marcadas por un incierto nomadismo y menos apegadas a las pedagogías, a los protocolos del mercado y al autor como espectáculo” (Eltit, 2016, p. 20). Desde su primera novela —Lumpérica— hasta este último libro de ensayos, podemos observar que se han mantenido en su obra ciertos ejes constantes, como son el cuerpo, la violencia y una estética marginal que se extiende a diferentes disciplinas de análisis. Al hacer un recorrido en algunas de sus obras, observamos ciertas estructuras de significación que se organizan bajo instancias marginales en las que prevalecen las figuras de vagabundos, torturados, delincuentes, niños, esquizofrénicos, entre otros. También vemos el descentramiento de la palabra dentro del proceso de escritura, que se presenta por medio de quiebres sintácticos, modos narrativos, explosión de géneros, etc.; pero, además, encontramos la materialidad del cuerpo femenino como centro de las relaciones de poder. La finalidad, entonces, de este artículo es elaborar una lectura política a través del espacio y del cuerpo para leer los signos de extravío de una sociedad en crisis que intenta re-articularse con relación a un pasado traumático y un futuro incierto.
Espacializando poderes y resistencias
A lo largo de la historia, la vida de las personas se ha desarrollado con relación a dos temores básicos: la pérdida de bienes y el miedo al otro. Es por ello por lo que preservar el orden y mantener la seguridad frente a un exterior desconocido ha sido fundamental. La sociedad moderna basa su estrategia de vigilancia en el panóptico, un modelo carcelario que tenía como objetivo la vigilancia y disciplina permanentes.[1] Esta metáfora del poder mantenía el control de los reos por medio de la constante sensación de estar siendo observados por un ojo que no podían ver para procurar la interiorización de las reglas y que ellos mismos se autodisciplinaran de manera voluntaria. Estamos hablando de una arquitectura moral que sienta las bases de un poder descentralizado y anónimo, impersonal e imperceptible, pero no por ello menos omnipresente. Aunque el panóptico no se llegara a construir, los mecanismos panópticos se han convertido en fuente de inspiración del poder y la vigilancia en nuestros días, por lo que debe ser entendido como una metáfora en los recintos inherentes a la vida cotidiana. No está solo en las cárceles, los hospicios, los hospitales, sino que es un desplazamiento disciplinario que abarca a la sociedad en general para codificar sus comportamientos y conformar personas útiles. Es por esto por lo que la topografía impone un orden basado en la significación de símbolos unidimensionales que se entendían como el telón de fondo o contexto de las cosas en un nivel secundario, neutral, casi invisible.
La metáfora del panóptico es fundamental en la obra de Eltit. En todas sus novelas existe esta tensión entre un ojo de poder que intenta aprehender a ciertos personajes y que estos tratan de evitar, como sucede con la protagonista de Lumpérica con la luz del luminoso y la cámara filmadora; en Los Vigilantes, donde encontramos la supervisión del marido ausente; y en el prólogo y epílogo de Los trabajadores de la muerte, donde las voces populares venden sus productos alternativos bajo las cámaras de vigilancia de un mercado informal, por señalar algunos ejemplos en los que profundizaremos de las novelas seleccionadas.
Sin embargo, es necesario indicar que esta metáfora no es estática en las novelas, sino que podemos observar diferentes etapas en que esta figura panóptica se va modificando.[2] En la primera etapa de la dictadura,[3] nos encontramos con un panóptico que ejerce su poder de manera vertical sobre los cuerpos de los protagonistas por medio de un poder directo, opresor y violento, como sucede con el luminoso, la vigilancia policial en el barrio o los padres voyeuristas de los mellizos. En la etapa de la posdictadura,[4] la figura del panóptico se va diseminando gradualmente desde un poder indirecto, con una figura paternal de vigilancia absoluta hasta la conformación de cuerpos obedientes.[5] Finalmente, en la etapa de la globalización[6] encontramos un biopoder que traspasa los cuerpos disciplinados para intentar conformar ciudadanos dóciles y serviles a un sistema, como ocurre con los trabajadores del supermercado en Mano de obra, o con la madre y la hija bicentenaria que viven en el hospital en Impuesto a la carne. Vemos así que la metáfora del panóptico se ha ido transformando desde un ojo vertical hasta una red operativa invisible que traspasa los cuerpos y los espacios.
Analizaremos tres obras de Eltit en las que se representa este desplazamiento del poder en los cuerpos de los personajes que tienen como escenario principal la ciudad, entendida como un lugar de operaciones donde los ciudadanos producen espacialidades según sus trayectorias, actuaciones, funciones y afectividades: este espacio urbano es una de las locaciones geográficas fundamentales en la obra de Diamela Eltit.
La plaza, el barrio marginal, las calles, hospitales, casas, hospicios, supermercados, se construyen metafóricamente como espacios propicios para representar el poder y sus fisuras no solo en esos lugares geográficos localizados, como la ciudad de Santiago, sino que puede ser cualquier ciudad latinoamericana bajo las mismas condiciones de vigilancia. Para Kirkpatrick (2006), el “mundo/ciudad construido por Eltit no se ve como un panorama completo, sino fragmentario, atravesado por las múltiples entradas que las voces de sus personajes nos entregan” (p. 40). Es por ello por lo que debemos redefinir el concepto de espacio desde el análisis tradicional bajo la supuesta premisa de la rigidez y lo estático y suponer que es algo más que una superficie con propiedades físicas
Para Massey (2005), el espacio se entiende en función de tres aspectos. En primer lugar, es producto de interrelaciones que se configuran desde lo más global hasta lo más íntimo; en segundo lugar, el espacio es una “esfera de posibilidad de la existencia de la multiplicidad” en la que coexisten diferentes trayectorias y múltiples voces, por lo que espacio y multiplicidad son constitutivos; y finalmente, siempre está en proceso de formación, abierto, en devenir (p. 104). El espacio, entonces, ya no es una entidad estática, sino que es dinámico y fluido y depende de las relaciones que se instalan en él. Un lugar es un proceso, por lo tanto, la identidad de un lugar no es fija porque las relaciones que se dan a su interior son dinámicas; pero lo más importante es entender que los sujetos se construyen en este punto de intersección, por lo que la identidad posee una variedad de discursos, de tiempos y de espacios. Esta movilidad y dinamismo es uno de los puntos fundamentales en los espacios eltitianos porque se mueven desde lo interno hacia lo externo o desde lo local hacia lo global, como sucede con la plaza, el barrio marginal, el hospital, la casa que representa también el país en tiempos de dictadura y, por extensión, América Latina.
En esta misma línea, Lefebvre (1991) agrega otro aspecto importante del espacio, planteando que no es un objeto separado de la ideología o de la política, sino que es político y estratégico con apariencia de neutralidad. Para el autor, el “espacio representacional”[7] es el espacio vivido por medio de sus símbolos e imágenes y que se vincula con la cultura y el arte (p. 38); por lo tanto, se produce y modifica a través del tiempo, representando formas de conocimientos locales e informales dinámicas, simbólicas y saturadas de significados. Los espacios están articulados en las vidas cotidianas y constituyen “sitios de resistencia”. El presente análisis se centra precisamente en el carácter político del espacio y en la posibilidad de resistencia al interior de los mismos procesos. Las múltiples formas de resistencia dependen del lugar en que se forman y de las experiencias cotidianas de ese lugar concreto, como veremos en algunas obras de Eltit, en las que los lugares específicos se encuentran sometidos y vigilados, pero también permiten la resistencia de diferentes modos. Examinaremos entonces el concepto de espacio en las novelas de Eltit y analizaremos cómo el proceso de formación del espacio y la forma en que los personajes lo habitan se entreteje con mecanismos de poder que intentan fijar los cuerpos y las formas de resistencias que se oponen mediante los mismos cuerpos.
Como habíamos afirmado previamente, los espacios en la obra de Eltit son múltiples, cambiantes, movibles y alegóricos, y comprenden principalmente lugares abiertos que no se configuran de forma homogénea, sino por medio de matices. Para Brito (2014), el espacio en la obra de Eltit es un escenario donde emergen fuerzas significantes “que aglutinan la dirección de las formas psíquicas y culturales que materializan la historia nacional [. . .]; es el lugar por donde transcurren los imaginarios nacionales, que conforman el ser y el hacer de los sujetos sociales que habitan el lugar” (p. 14). Destacando la movilidad de los personajes, Carreño (2006) llama pasafronteras a esta característica y señala que son como “una poética en movimiento, que se reinventa respondiendo a las diversas contingencias y escapando de ese modo, al trabajo en serie” (p. 149)
En las novelas de Eltit, la ciudad es un espacio fundamental y paradigmático de cruce entre lo sexual, lo marginal y lo económico que mantiene una tensión entre lo que se oculta —es decir, la marginalidad, la perversión, la sexualización— y lo que se exhibe. Por ello, para Guerra Cunningham (2014), el plano de cualquier ciudad se presenta a la vista lleno de líneas horizontales, paralelas y convergentes que crean una impresión de orden y totalidad, pero este mismo plano omite los relieves y las cargas connotativas que le asignan un valor a este mismo diseño. Este proceso se debe a que estos espacios son intentos de control, sometimiento y definición de una identidad que intenta huir de las diferentes formas de fijación que los mecanismos de poder imponen en los personajes. Por ello, el trazado de la ciudad tiene características importantes. En primer lugar, “la materialización de una ecuación que hace de la simetría geométrica, la imagen especular de una perfección que tiene como antecedentes el orden cósmico” (Guerra-Cunningham, 2014, p. 12) basado en un orden que también es de autoridad y jerarquía. En segundo lugar, la ciudad es el locus “de la producción y circulación de un orden social y político implementado por una estructura de poder” (p. 12). Y, en tercer lugar, la ciudad es un “espacio heterogéneo y dispar de un territorio nacional que intenta imponer la homogeneidad a través de sus íconos y emblemas oficiales” (p. 13). Sin embargo, a pesar de que el imaginario oficial de la ciudad intenta imponer su visión homogénea, surgen en este mismo mapa otras formas de circulación complejas y disímiles que se relacionan con formas de habitar y vivir la ciudad desde una perspectiva más subjetiva.
Cartografías de una ciudad: el habitar y el recorrido en los espacios eltitianos
La ciudad ha sido definida como un espacio cercado o sitiado con una topografía definida, pero que ahora se entiende como un espacio movible que es reapropiado por combinaciones de fuerzas que escapan de las disciplinas y la mirada panóptica. La ciudad es un factor crucial en la producción social de corporalidad sexuada, ya que define la construcción de la imagen territorial, el paisaje y el punto de referencia de las nociones de intercambio económico, social y cultural, impartiendo orden y organización, que automáticamente se enlazan con los cuerpos. Para Arendt (2005), en las ciudades de la antigüedad existía una estricta división, por un lado, entre el espacio público de la polis —relacionado con la política, que era el lugar de la libertad y de la relación entre iguales, reservado a la individualidad y a la excelencia—, y, por el otro, el espacio privado, que era el mundo de la familia, de las actividades relativas a la reproducción biológica y conservación de la vida. Por esto es fundamental “entender la decisiva división entre las esferas pública y privada, entre la esfera de la polis y de la familia, y finalmente, entre actividades relacionadas con un mundo común y las relativas a la conservación de la vida, diferencia sobre la que se basaba el antiguo pensamiento político como algo evidente y axiomático” (p. 42). La ciudad emite signos sexuados que son interpretados bajo los paradigmas genérico-sexuales tradicionales, ya que ese cuerpo que camina por las calles está marcado por la asociación o negación a los modelos del orden genérico que dominan este entorno. Para Grosz, las interrelaciones se complejizan aún más si estos cuerpos sexuados se relacionan:
La ciudad es uno de los factores decisivos de la producción de corporalidad (sexuada): el entorno construido aporta el contexto y coordina las formas contemporáneas del cuerpo. La ciudad aporta orden y organización, los cuales automáticamente vinculan cuerpos que de otra manera no estarían relacionados; es la condición y el medio en el cual la corporalidad se produce social, sexual y discursivamente. Pero si la ciudad es un contexto significante y un marco para el cuerpo, las relaciones entre los cuerpos y las ciudades son más complejas de lo que parecía (Grosz, 1995, p. 104).
Esta complejidad se produce porque las relaciones entre la ciudad y los cuerpos implican diversas formas dispares que se unen y separan en procesos temporales y fugaces. La ciudad es, por lo tanto, el locus más concreto de producción y circulación de poder, que funciona como una fuerza activa al constituirse con los cuerpos y siempre dejar huellas en la corporalidad de los sujetos.
En la obra de Eltit, notamos un deseo de poder que intenta “cercar”, “sitiar” y “alambrar” los espacios por medio de un discurso que narra el entorno y establece un nexo directo con la situación política. En una entrevista con Morales (1998), Eltit afirma que la ciudad tiene dos caras: por un lado, “una ciudad que no es la oficial, que te ofrece saberes, una ciudad mucho más subjetivizada, una ciudad más de grietas”, que es posible leer desde la contraparte de la oficialidad, ya que exhibe “signos sociales, signos eróticos, signos políticos, signos familiares en la plaza [. . .]. Y, por otro lado, esta ciudad ya [es] doblemente intensificada por la cuestión dictatorial” (p. 136). El discurso narrativo deja marcas en la superficie textual —al igual que los cercos en la ciudad—, lo cual permitirá cartografiar esos lugares que se han mantenido silenciados y que contienen una historia que se ha tratado de ocultar.
Para este análisis, haremos un recorrido por la ciudad centrándonos principalmente en los nudos semánticos urbanos sometidos a diferentes formas de poder, en los que la forma en que son habitados provoca la fractura en ese espacio que contenía, en palabras de Lefebvre, la “ilusión de transparencia”. La lectura de estos espacios coincide con el proceso de construcción de las mismas obras, porque los lugares se repiten en ellas, pero el modo de habitarlos cambia, dependiendo del proceso de construcción de una poética espacial diferente en cada una de las obras —como sucede con la casa, el hospital o el hospicio— que tienen fuertes cargas simbólicas y que van cambiando su forma de ser habitadas. Este proceso responde a cuerpo(s) que intentan huir de las diferentes formas de fijación que los mecanismos de poder intentan imponer en los personajes, y en los que cada uno de estos espacios o lugares son intentos de control, sometimiento y definición de una identidad. Pero ¿qué sucede cuando los personajes no habitan el margen geográfico? ¿Podemos afirmar que esos personajes son realmente marginales? Estos son los casos de los personajes de las novelas que analizaremos, como sucede con la protagonista que ocupa la plaza principal de la ciudad de Santiago en Lumpérica, o los personajes completamente productivos, como los vendedores en Los trabajadores de la muerte o la abnegada madre y su hijo enfermo en Los vigilantes. Ellos se insertan en el sistema capitalista, pero ¿mediante qué codificaciones se (des)agregan al sistema? El primer punto importante para el análisis de estos personajes es que son “ciudadanos” insertos en espacios institucionales; son cuerpos consumidos por sistemas vivientes al servicio de la producción y la reproducción, los cuales exceden la normalidad impuesta, ya sea por su comportamiento, por su vocabulario o por sus prácticas excesivas y abyectas. Constituyen un problema para el sistema. De este modo, para intentar responder las preguntas previamente planteadas, hay que tener presente que la marginalidad en la que se inscriben estos personajes es una decisión política y no una subalternización del poder. Se trata de una acción que incorporan en sus discursos y sus cuerpos.
Lumpérica y la fisura del espacio público
En Lumpérica (1983), la primera novela de Diamela Eltit, la plaza es el eje fundamental: el espacio vigilado en que se desarrolla toda la obra. Si consideramos los postulados de Arendt sobre lo público y lo privado anteriormente planteados, observamos que esta obra provoca un quiebre en esta dicotomía, porque el espacio que es “público” se encuentra tomado por los personajes como si fueran espacios privados. L. Iluminada y los pálidos de la ciudad se construyen a retazos desde la periferia de la periferia como subjetividades de una memoria ciudadana que los mantiene ocultos en la oscuridad de la noche. Sin embargo, estos “vencidos en vencedores se convierten resaltantes en sus tonos morenos, adquiriendo en sus carnes una verdadera dimensión de belleza” (p. 13) que provoca incomodidad en el centro mismo de la ciudad moderna. La exclusión en la plaza origina la trama que es la búsqueda de un nombre propio y el intento de fijación de una identidad ciudadana, pero la desarrapada, junto a los pálidos, se apropia o, mejor dicho, se “toma”[8] la plaza, por lo que la luz del luminoso que intenta definirla es apropiada —“tomada”— por L. Iluminada: “Ella misma ha tomado su lugar, se va lentamente hasta su imagen y se pone bajo él para imprimirse” (p. 31). Así desmonta el discurso del luminoso —cartel publicitario— para regocijarse ante esa luz, subvirtiéndose en una pluralidad de identidades que se confunde con los diferentes apodos que ella posee: la iluminada, la desarrapada, la lumpeniluminada, la rapada, la quemada, la mafiosa, etc.; es una serie de nombres y de identidades que cambia las leyes de la descendencia civil.
Esta dislocación provoca una ruptura con las categorías tradicionales, ya que la “toma” de la plaza pública de Santiago de Chile provoca un quiebre al símbolo de esta civis nacional que impone violentamente la ley o el orden en momentos de toque de queda durante la dictadura chilena. En este espacio se mueve la protagonista realizando diferentes poses, movimientos, frotaciones y atentados corporales[9] para elaborar una performance frente a un grupo de indigentes que la acompañan como testigos mudos. La acción sucede durante una sola noche y el ambiente es agobiante y saturado por la incesante vigilancia. El espacio, por lo tanto, está constantemente controlado por otros mecanismos artificiales, como son un luminoso que arroja su haz de luz en el cuerpo de la desarrapada para fijarle un nombre propio y una identidad, una cámara de vigilancia que intenta grabar sus movimientos y unos personajes externos que cuestionan las escenas grabadas. El tiempo no transcurre, sino que se mantiene suspendido mientras la protagonista se encuentra allí, exponiéndose al luminoso y a la cámara.
El capitalismo se desarrolla conjuntamente con la reorganización espacial, como afirma Harvey (1993), ya que, por un lado, el capital puede moverse libremente de un lugar a otro dentro de un espacio que ya contiene ciertas formas de relaciones; por otro, estos espacios se modifican por las nuevas tecnologías que alteran el carácter del lugar e interactúan con ese lugar en construcción (pp. 5-6). Bajo esta idea de espacio, producto movible y técnicas que afectan el lugar, podemos ver que los cuerpos de los desarrapados en la novela metaforizan a los productos, ya que se encuentran allí como elementos de mercancía iluminados por el recurso tecnológico de un “luminoso”:
El luminoso rige sus movimientos para otorgarles identidad y darles un valor comercial: Aunque no es nada novedoso, el luminoso anuncia que se venden cuerpos.
Sí, cuerpos se venden en la plaza.
A un precio no determinado. Es más bien el placer que emana en lo profundo de su compromiso. Sus palabras caen en el vacío ampliando sus moléculas para petrificar lo eterno de la producción (Eltit, 1983, p. 13).
La plaza entonces no solo es el soporte de un espectáculo de represión y violencia física que metaforiza la represión en Chile durante la dictadura, sino también alude al incipiente proyecto capitalista elaborado por la misma dictadura:
Piel de luz, patio, trampa de seguro.
Qué curiosa disposición esta. Yace en la plaza e hipoteca la soltura que rinde a su apuesta. Transa para lograr abastecer su lujo chocante en los tramados grises que la envuelven. Se estigmatiza hasta extender su frase:
La vende,
Pero sin los aspavientos de los mercaderes
Solo como piel y cuero que se vende (p. 179).
Junto con el “luminoso”, encontramos el ojo de una cámara que intenta grabar cada uno de sus movimientos. Es el ojo del panóptico que habíamos visto previamente y que domina todo el cuadrante de la escena de la plaza por medio de tres elementos: la cámara fílmica, la fotografía y un “Otro” que comenta y rehace las escenas filmadas en la plaza. La cámara fílmica logra grabar cuatro escenas: la primera corresponde a la construcción estética de la pose, la segunda a la producción del grito; en la tercera, la protagonista se quema una mano en la fogata, y la cuarta gira en torno al interrogador y al interrogado. En la primera escena, L. Iluminada inicia su performance dentro del cuadrante (la plaza) y la cámara trata de atraparla en la constitución estética de la pose. Hay una descripción muy técnica del movimiento que las cámaras realizan para retener la pose perfecta, incluyendo comentarios y errores de la toma. La segunda toma graba el primer atentado en que ella se estrella la cabeza contra el árbol y se presenta ante su “público” con la cabeza dañada. En la tercera escena, L. Iluminada y el resto del lumperío han recogido restos de desechos en la plaza y han encendido una fogata; ella se acerca e introduce una mano en el fuego. La cuarta escena, un poco más distante de las anteriores, graba un interrogatorio de un sujeto anónimo que intenta responder preguntas vagas acerca de lo que L. Iluminada hizo o dijo en el momento de la caída. Cada una de estas filmaciones falla, pues la cámara no logra encontrar el ángulo perfecto o no ha enfocado el momento preciso. El error se reproduce constantemente y la obsesión de la toma se vuelve más violenta. La cámara entonces se introduce en cualquier momento dentro de la plaza para aprehender a la protagonista sin cometer un error: “Ahora sí, a ciencia cierta afirman que el error no se reiterará” (p. 18). La cámara utiliza diferentes formas de atrapar a la desarrapada y para ello usa también la fotografía que muestra la imagen en blanco y negro de L. Iluminada (fig. 1) que se encuentra sentada con los brazos colgando sobre las rodillas y muestra las quemaduras y los cortes. La fotografía es un elemento similar a la cámara, ya que ambas implican un lente-ojo para captar la situación, pero en la fotografía se congela la escena; por lo tanto, el ojo del lente solo capta una perspectiva y obliga a leerla de una determinada manera. Cada uno de estos mecanismos de poder actúa en forma simultánea en el cuerpo de la protagonista, pero fallan constantemente, ya que ella se mantiene en movimiento entre el centro y los bordes, provocando un vacío producido por la carencia de nombre o identidad fija. Carencia y exceso hacen que L. Iluminada se presente de forma incierta, “sospechosa”, frente al luminoso y frente a la cámara que intenta fijar su pose. Esta teatralidad de apariencias provoca un juego de representación en la plaza en la que la protagonista y el resto del lumpen “reapropiados constituyen el escenario” (p. 12), un boceto, un borrador bajo una luz fantasmagórica. Los personajes se mueven para mostrar todas sus formas posibles, hechos y deshechos como un ensayo premeditado para provocar constantemente “erratas conscientes” (102) y que la pose se rehaga nuevamente.
Los vigilantes y el control del espacio interno
Los vigilantes (1994) nos presenta a una madre y su hijo que habitan una casa donde son asediados por la vigilancia de un padre ausente. La madre escribe cartas al padre, excusando su comportamiento, mientras el hijo, enfermo y babeante, juega con unas vasijas de greda que se encuentran en la sala. La familia se mantiene encerrada en la casa debido a la hostilidad del exterior, que muestra una ciudad marcada por la segregación, la violencia, el hambre y el frío. La familia y el hogar se constituyen por medio de la ausencia de la figura paterna, representada dentro del contexto del imaginario latinoamericano mestizo, en el que es la madre quien vincula al padre ausente con los hijos que crecen sin el padre. Montecino (1993), quien ha elaborado un hermoso estudio sobre este tema en su obra Madres y huachos, afirma:
Pensemos que el hueco simbólico del Pater, en el imaginario mestizo de América Latina, será sustituido con una figura masculina poderosa y violenta: el caudillo, el militar, el guerrillero. El padre ausente se troca así en presencia teñida de potestad política, económica y bélica. Presencia que llena el espacio que está fuera de la casa; pero que impone en ella el hálito fantasmático de su imperio, aunque sea solo por evocación o visión fugaz (p. 33).
Esta figura fantasmática del padre se erige como una imagen monolítica e infranqueable que domina todo el espacio de la casa y el barrio.[10] Desde esta perspectiva, es acertado el planteamiento de Cánovas (1997) al considerar esta obra dentro de aquellas que tienen al huérfano como figura central, aquel sujeto vaciado de contenido que exhibe una carencia primigenia: “donde los componentes —padre, madre, hijo— reproducen, desde su lugar simbólico particular, un sentimiento de absoluta precariedad por la cual se deconstruye el paisaje nacional” (Cánovas, 1997, p. 39). La vigilancia entonces se representa por medio de esta ausencia que solicita rigurosamente explicaciones detalladas de la acción de la familia y que obliga a la madre a escribirlas. Los lectores reconocemos como destinatario de las cartas al padre, que se erige como juez que deslegitima el universo materno para construir “con la letra un verdadero monolítico del cual está ausente el menor titubeo” (Eltit, 1994, p. 51). Este ejercicio de la letra se inicia con “Amanece”, segundo capítulo de la obra en que la madre toma la palabra[11] para intentar crear un discurso dentro de los cánones legitimadores, en el cual el vigilante obliga a la elaboración de un discurso logocéntrico, masculino y lineal, ya que la madre debe informarle a través de las cartas sobre su rutina diaria. Las epístolas se inician para informar acerca de temas cotidianos, pero, a medida que avanza el intercambio, van tomando la forma de una confesión. Recordemos que para Foucault (2002a), la confesión es un dispositivo de poder y saber en el que el confesor, por medio de técnicas específicas, hace hablar: “la confesión difundió hasta muy lejos sus efectos: en la justicia, la medicina, la pedagogía [. . .]; se confiesan los crímenes, los pensamientos y deseos, el pasado y los sueños, la infancia [. . .] la gente se esfuerza en decir con la mayor exactitud lo más difícil de decir” (pp. 74-75). Por ello, el intercambio epistolar nos muestra de qué manera el discurso mismo de la madre va sufriendo alteraciones frente al constante agobio de “hacer hablar”. La vigilancia del padre se extenderá desde el espacio íntimo del hogar hacia fuera de la casa, haciendo que los vecinos también cumplan con esta función y, mientras la madre escribe en vigilia su informe-confesión, los vecinos “han conseguido convertir la vigilancia en un objeto artístico” (p. 37), reforzando la ley y limpiando la esfera pública de los desposeídos y marginados que deambulan por la ciudad. Las redes de vigilancia se extienden entonces hacia la ciudad, que ha iniciado un cambio turbulento hacia un nuevo orden, con la figura del padre como símbolo del poder masculino y represivo. Este nuevo escenario necesita de técnicas violentas y definitivas que provocarán la exclusión de aquellos que no se ajustan a este nuevo panorama, a “las nuevas leyes que buscan provocar la mirada amorosa del otro lado de Occidente” (p. 41),[12] esto es, la irrupción del capitalismo en el modelo occidental, en la sociedad moderna neoliberal acrítica, que seduce a la población con su oferta material y discursiva.[13]
Sin embargo, la figura más precaria y marginal es la del hijo que, por su condición larvaria y su habla atrofiada, es quien provoca el quiebre y la resistencia a esta vigilancia extrema. Este hijo no puede pertenecer al mundo normal del modelo de Occidente, afirmando que “mi lengua es tan difícil que no impide que me caiga la baba y mancho de baba la vasija” (p. 13). Es un niño parásito que vive adosado a la pantorrilla de la madre, mientras ella escribe las cartas, o se arrastra por el suelo para ingresar a unas vasijas que hay en la habitación. El hijo abre y cierra la novela, al igual que la boca; intenta emitir un sonido por medio de un habla trabada mediante dos monólogos que son el centro de la novela, anunciando: “mi cuerpo habla. Mi boca está adormilada” (p. 13). El niño muestra la fractura del cuerpo en el quiebre de su discurso que intenta comunicar, porque no quiere entender. Por eso, lo que expulsa de su cuerpo es baba en vez de palabras, en referencia al líquido que representa la forma serpenteante de su movimiento corporal. El discurso residual —babeante— del hijo presagia la caída de la madre, en la que “las palabras que escribe la tuercen y mortifican” (p. 17). El niño es el ser más desamparado de la obra y el más subversivo a la vez, ya que se oculta en sus vasijas, no genera un discurso racional, es expulsado de la escuela y “realiza con su cuerpo una operación científica en donde se conjugan las más intrincadas paradojas” (p. 52). El hijo es la promesa de la caída hacia un lugar que se encuentra fuera del nuevo orden. Ya al final de la novela, la madre y el hijo deben abandonar la casa y se dirigen a los márgenes de la ciudad, porque “el fracaso de mamá nos volvió nocturnos, despreciados, encogidos” (p. 122). El niño es quien relata la salida, porque la madre no pudo continuar con la escritura, ya que su mano se fue torciendo poco a poco con cada epístola, y ahora el niño dirige sus pensamientos:
Ahora yo estoy cerca de controlar esta historia de dominarla con mi cabeza de TON TON TO to. Mamá y yo terminaremos por fundirnos. Por fundirnos. Gracias a mí la letra oscura de mamá no ha fracasado por completo, solo permanece enrarecida por la noche. Yo quiero dirigir la mano desencajada de mamá y llevarla hasta el centro de mis pensamientos. De mis pensamientos. Tengo que conducir a mamá a través de esta oscuridad que conozco. Llevar, llevar a mamá lejos de la irritación y de la burla y de la indiferencia que provoca su letra (Eltit, 1994, p. 122).
Madre e hijo, figuras deformes y abyectas, terminan constituyéndose en un problema para el sistema de Occidente. Ahora los papeles están invertidos, ya que el hijo es quien escribe y la madre ha tomado el lugar inicial del niño, aferrándose con fuerza a la pierna de su hijo “como antes a la pasión por su página” (p. 125). No importan el hambre ni el frío ni la vigilancia, solo aferrarse al último pensamiento, el último refugio en que será posible acercarse a esa hoguera de hombres de fuego que se encuentran en los límites de la ciudad, donde las miradas ya no pueden alcanzarlos, para así internarse “en el camino de una sobrevivencia escrita, desesperada y estética” (p. 115).
El espacio globalizado en Los trabajadores de la muerte
Hace más de un siglo, cierto pensador nos alertaba acerca de un fantasma que recorría Europa mientras se encendía la mecha de un movimiento que expresaba el rechazo a las condiciones de vida de los trabajadores impuesta por el capitalismo industrial que emergía efervescentemente. La globalización es un proceso que se ha visto acelerado “por la explosión de la tecnología informática, por la eliminación de los obstáculos a la circulación de mercancías y de capital, y por la expansión del poder económico y político de las empresas multinacionales” (Ellwood, 2001, p. 17). El capitalismo no se entiende sin un análisis de los espacios —como afirma Harvey— que han sido un pilar fundamental en el proceso de globalización.[14] A pesar de que los productos se mueven libremente dentro del planeta, ¿podemos movilizarnos igual que esos productos tan fácilmente de un país a otro? Para Massey, los grupos sociales y los individuos están situados de diferente forma en los flujos o movimientos: “Esto tiene que ver no solo con quién se mueve y quién no, aunque eso ya es un elemento importante del asunto; tiene que ver también con el poder con relación a los flujos y al movimiento” (p. 117). Hay grupos que tienen fácil acceso a la movilidad, pero hay otros —los que realizan una gran cantidad de movimiento— que no tienen la misma forma de movilidad y han quedado atrapados.
Sobre estos grupos en constante movimiento—que acceden a la globalización, pero desde otros ángulos— versan el prólogo y epílogo de la novela Los trabajadores de la muerte (1998). En el prólogo, titulado “A las puertas del albergue”, vemos a una niña con un brazo mutilado que ingresa a un bar, acompañada por unos hombres en sillas de ruedas, para beber vino mientras el resto de los comensales evita dirigir la mirada hacia su deformidad. Esta es la obertura de una obra en tres actos —interperlando a la tragedia y al mito griego acerca de la tiranía del destino— que relata el viaje del hijo enviado por la madre para vengar el abandono del padre y el incesto y parricidio de dos hermanos de clases sociales diferentes que es vaticinado por la niña en competencia con “el hombre que sueña”. La niña vuelve a aparecer en el epílogo llamado “Los príncipes de las calles”; tiene como escenario el reverso del mercado, a donde acude la gente que no tiene acceso a comprar en las tiendas de marcas reconocidas y donde los vendedores vitorean los productos imitados que se exhiben en las calles. Masiello (2000) afirma que, aquí, Eltit “trae los cuerpos y la voces de sujetos populares al espacio de la novela para desafiar el concepto de ‘mercado’ neoliberal” (p. 167). El lugar está atiborrado de clientes, mientras la niña del brazo mutilado pide limosna junto a los dos inválidos que siempre la acompañan: “Los sonidos de la niña del brazo mutilado son los más vociferantes y se destacan sobre los de los dos hombres afectados por una invalidez deformante” (Eltit, 1998, p. 192). Estos espacios móviles contienen a su vez las voces populares que descansan durante la noche y trabajan durante el día. Es por ello por lo que la niña es el símbolo de los príncipes de las calles, ya que su deformidad, precariedad y apropiación de la calle la convierten en la elegida para contarnos sus sueños acerca del incesto y asesinato de los hermanos.
El prólogo y el epílogo nos ubican en estos espacios movibles o de transición: la taberna, el albergue y la calle, lugares que ocupa la niña del brazo mutilado y donde pernoctan los parroquianos del bar; por lo tanto, estos espacios carecen de identidad propia, son lugares para refugiarse y que están en constante movimiento: “Ubicada a un costado del albergue, la taberna, a estas horas no da abasto para atender a sus múltiples parroquianos, iluminados prematuramente por una luz que compite con la claridad que se filtra a través de sus ventanas” (Eltit, 1998, p. 130). Estos espacios son lo que Augé (2000) llama “los no lugares” porque debido a su movilidad posibilitan múltiples lugares de paso, que no llegan a controlar plenamente la multiplicidad, y sirven solo para su habitar momentáneo. El prólogo de la novela dice que:
El interior del albergue, proyectado sobre el diseño frío, se abre a sus costados hacia múltiples pasillos uniformes que conducen hasta las amplias piezas que ya empiezan a acoger los cuerpos que, de manera descuidada, en cuanto ingresan a los distintos cuartos se tienden sobre la cama, mientras otros hospedados acomodan su bultos y paquetes cuidadosamente en un rincón de la habitación como si se tratara de un espacio definitivo (Eltit, 1998, p. 25).
En este espacio surrealista, la niña y el hombre que sueña comienzan a competir por el vaticinio y la interpretación del sueño que augura la tragedia de los hermanos y que da inicio al relato en tres actos. El prólogo finaliza y luego se vuelve a la narración en el epílogo de la novela, en el que los vendedores exhiben su mercadería en las calles: “pequeños utensilios, objetos estridentes e inútiles, saldos rescatados de un incendio, ropas, juguetes, cosméticos, relojes, anteojos, pañuelos, perfumes, cajas de música, se multiplican a lo largo de las veredas” (p. 189) y la ofrecen a gritos en la calle, vistiendo la camiseta de algún líder revolucionario, mientras las cámaras de seguridad y la ocasional vigilancia policial monitorean la venta y a los vendedores. Estamos frente a un espacio que es la antítesis del supermercado moderno, que la globalización ha instaurado como modelo transnacional:[15] no hay pasillos limpios y ordenados, sino imitaciones de productos baratos que se desparraman por las calles:
Utensilios, ropas, relojes, cosméticos comparten el abigarrado espacio. Utensilios, ropas, relojes, cosméticos que presentan una leve diferencia con sus vecinos, los callejeros, esa diferencia que separa la serie, de la copia de la serie, la misma distancia sutil que se advierte entre la camiseta de la muchacha que acaba de alejarse y las camisetas de los vendedores que permanecen (p. 190).
Mientras se ofrecen los productos alternativos desde la acera como lugar de exhibición, el escenario del transfondo muestra las vitrinas de las tiendas establecidas que ostentan el esplendor del producto original en el espacio reluciente de la tienda de moda. Sin embargo, el reflejo de las vitrinas deforma los productos por la mala imitación de los modelos importados, parodiando al sistema de la mercancía al mantenerse en forma paralela como un negativo del supermercado. Este es el mundo neoliberal de los “desagregados”, de aquellos que no tienen acceso al producto original y exclusivo, pero que buscan otras formas de imitarlo y adquirirlo. Los “príncipes de las calles”, como se titula el epílogo, son “los trabajadores de la muerte”, el negativo de los supermercados y los malls. Para ello entonces es necesario el incesto y el asesinato que se ha narrado en la novela, ya que el hermano, vividor de la noche y de una clase más baja, debe seducir y asesinar a su contraparte, hija oficial y de clase más alta. El hermano, como parte de los trabajadores de la muerte, constituye el ethos neoliberal de la nueva clase obrera, siendo parte de “los otros” de la noche, que deben existir para que se construya, desde abajo, el nuevo sistema, y para crear una buena “mano de obra” al servicio de la mercancía. Sin embargo, estos “otros”, esta multitud que vende sus mercancías alternativas, no son agentes pasivos que desean adquirir el producto original, sino que desafían el orden neoliberal del mercado y la vigilancia: “Atardece, Santiago se disloca, muta. Por un altoparlante se escucha la última promoción de un candidato a un sitial político que apela a su carisma con el pueblo. Santiago se disloca” (p. 205). Por ello, en esta antítesis de trabajadores en la novela, se observa una acumulación excesiva de mercancías y el movimiento constante de compradores y vendedores alternativos, “piratas”, reciclados, copiados. Todos son parte del capitalismo, pero mediante una circulación alterna de los productos desde donde la multitud, “se apropia del espacio y se constituye en un sujeto activo” (Hardt y Negri, 2004, p. 360) que busca otras formas de acomodarse al sistema por vías subterráneas, inusuales, alternativas. La importancia de estas mercancías es que parodian la moda oficial y “las vitrinas de las tiendas duplican los objetos que se tienen en el suelo” (Eltit, 1998, p. 190) y la multitud hace uso de ellas por medio del comercio callejero, burlándose del mercado oficial que les prohíbe, debido al alto costo de los productos, la adquisición oficial. Es una multitud activa que “se hacen uno con su cuerpo y vestido también por una camiseta en cuya frente está impreso un gran signo monetario” (Eltit, 1998, p. 190), o puede ser de un héroe popular a quien ya no siguen. Ellos actúan en grupo, en multitud, en un espacio abigarrado de productos, música, gritos, bailes en la calle que es tomada por estos “príncipes de las calles” para parodiar el mall. Y aquí permanece la niña del brazo mutilado como una constante molestia, recorriendo las calles, recordándonos el incesto y el asesinato, “custodiando la entrada del paseo principal. Por su cara impávida, por la altanera recurrencia de su pose, se desliza la potencia con la que encubre el legendario enigma” (p. 205). Esta niña porta un poder especial, ya que con su presencia y su voz domina el espacio del bar, de la hospedería y de la calle, provocando incomodidad y evitando que la miren directamente. Es una adicta al vino y camina acompañada por dos hombres deformes en sillas de ruedas a quienes alimenta con restos de vino. La monstruosidad de la niña del brazo mutilado es la reencarnación de la perversión que ella misma presagia, pero ¿cuál es esa perversión?: la supremacía de la mercancía en el incipiente proyecto neoliberal de Chile.
A modo de conclusión
Como hemos analizado, el espacio en las obras de Diamela Eltit es el escenario de luchas de poder que se disputan un territorio para instalar tecnologías para la normalización de los individuos. Por esto, los personajes se resisten a esas técnicas fracturando esas mismas construcciones por medio del movimiento, porque la conformación de la identidad de un lugar no es fija y las relaciones que se dan ahí son dinámicas. Pero lo más importante es que las subjetividades al interior de estos espacios se construyen en ese punto de intersección entre espacio, tiempo y cuerpo. Por lo mismo, la plaza, la taberna y la calle, así como los personajes deformes que abren y cierran las novelas que hemos analizado, son espacios que se encuentran vigilados, pero que permiten el desencadenamiento de las múltiples subjetividades que cuestionan esa misma vigilancia y que contienen la posibilidad de movilización dentro del mismo espacio, debido al constante movimiento de los sujetos que ocupan esos lugares y que se mueven en los bordes. L. Iluminada de Lumpérica provoca el quiebre en su propio cuerpo, el niño babeante de Los vigilantes es capaz de movilizarse del encierro de su casa hacia las afueras de la ciudad, junto con su lenguaje líquido sin comunicación racional, y la niña del brazo mutilado en Los trabajadores de la muerte se mueve entre los productos alternativos de la calle para parodiar la pulcritud del producto “original”. La marginalidad de estos personajes es una forma de definición que no se intenta fijar, sino poner en movimiento este mismo término, ya que lo marginal en Eltit no es una categoría fija. Los personajes devienen subjetividad violentada debido a la forma de hacerse en ese espacio movible que se localiza en el borde de una marginalidad diferente, la cual los insta a moverse hacia la periferia por razones diferentes, como sucede con L. Iluminada que, siendo marginal, se toma el centro de la plaza, o la pulsión hacia el borde de la madre y su hijo en Los vigilantes, o los personajes desagregados que habitan el margen, pero se agregan a los centros desde prácticas diferentes a las oficiales, como la niña del brazo mutilado y los vendedores callejeros. En cualquiera de los casos, son siempre personajes que no se identifican con las prácticas de la oficialidad política, económica y cultural, sino que rompen con la dicotomía público/privado; se configuran dentro de estos espacios simbólicos que representan formas de poder y disciplinamiento, pero contienen en su estructura, en su composición misma, la grieta que permitirá su fractura.
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Notas
[*] Este proyecto forma parte de la investigación postdoctoral POSTDOC DICYT, Código 031651JA, Vicerrectoría de Investigación, Desarrollo e Innovación. Universidad de Santiago de Chile. USACH.
Correos electrónicos: monica.barrientos@usach.cl, monbarrientos@gmail.com
La revisión por pares es responsabilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México.
[1] Recordemos que el panóptico es un esquema carcelario que Jeremy Bentham ideó como modelo que nunca se llegó a construir. Cfr. Bentham (1989). Sin embargo, fue Michel Foucault quien toma la figura para explicar una forma de poder local que logra internalizarse en los vigilados (cfr. Foucault, 2002b).
[2] Esta división es meramente metodológica con fines de análisis y contextualización de las obras de Eltit.
[3] Que comprende las novelas Lumpérica, Por la Patria, El cuarto mundo, El padre mío, Vaca sagrada.
[4] Con las obras Los vigilantes, El infarto del alma, Los trabajadores de la muerte.
[5] Recordemos que la posdictadura chilena tuvo la presencia constante del exdictador Pinochet quien, también, camaleónicamente, disfrazó su figura de tirano con la de un padre protector y disciplinario.
[6] Con Mano de obra, Puño y letra, Jamás el fuego nunca, Impuesto a la carne y Fuerzas especiales.
[7] Lefebvre (1991) afirma que el espacio es político y estratégico con apariencia de neutralidad, pero que se ha formado a través de procesos históricos y naturales que son conjuntamente procesos políticos por medio de una trilogía espacial constituida por tres momentos que están interconectados. El primero es el de las “prácticas espaciales”, que se refieren a las formas en que las personas generan, utilizan y perciben el espacio. El segundo es el de las “representaciones del espacio”, que están unidas a las relaciones de producción y al orden de la vida cotidiana en un espacio concreto. Estas relaciones se imponen dentro del espacio a través de formas de conocimiento, codificación y relación frontal íntimamente vinculadas a formas de colonización de estos espacios concretos por medio de saberes técnicos y racionales ligados a un poder dominante. Y, por último, el “espacio representacional” es el espacio vivido por medio de sus símbolos y construcción de imágenes; se vincula con la cultura y el arte que se producen y modifican a través del tiempo y representan formas de conocimientos locales e informales que son dinámicas, simbólicas y saturadas de significados. Estos espacios están articulados en las vidas cotidianas y constituyen lo que Lefebvre llama “sitios de resistencia”, donde se encuentran los contra-discursos de aquellos que se niegan a aceptar el poder hegemónico.
[8] “Tomarse” la plaza tiene una connotación política de antigua data en Chile. Las “tomas” fueron la base de la creación de lossectores popularessin casa, quienesllegaban a un terreno baldío y construían sus casassin autorización del gobierno. Además, la “toma” se refiere a una forma de protesta muy utilizada por los movimientos sociales que, para ser escuchados por una institución, “toman” el edificio para iniciar las negociaciones. En Chile, la toma de universidades y escuelas es un derecho legítimo si se ha votado democráticamente, como sucedió con el movimiento estudiantil de 2006 y de 2011 (cfr. Espinoza, 1988, cap. 7: “Tomas de terreno y campamento” en Para una historia de los pobres en la ciudad, pp. 271-328).
[9] El frote, el corte y la mutilación son las técnicas que usa L. Iluminada para provocar el quiebre a la norma, al sistema, a lo común, es decir, al poder. Lumpérica es una novela inaugural no solo porque es la primera, sino porque en ella encontramos muchos tópicos que se profundizarán en sus novelas posteriores. Así, estos atentados al cuerpo serán cualidades intrínsecas en las obras.
[10] La figura del padre en la obra de Eltit podría dar origen a una investigación completa; por esto, solo quisiéramos senalar ˜ que la relación de esta figura con la autoridad, ya sea familiar o militar, se encuentra en otras novelas, como El padre mío, Por la Patria, El cuarto mundo o Los trabajadores de la muerte, donde la figura del dictador es el ojo panóptico todopoderoso. Aunque ya no se encuentre gobernando, su presencia es siempre percibida.
[11] Los otros dos capítulos (el primero y el tercero) corresponden a la voz del hijo en forma de onomatopeyas. El primero, “BAAAAM”,se relaciona con el apuro, el movimiento y el juego. El segundo, “BRRRR”,se relaciona con las sensaciones de carencia, hambre y frío.
[12] Esta “mirada amorosa del otro lado de Occidente” también implica una crítica hacia las políticas neoliberales y de globalización que Chile y América Latina asumieron en las posdictaduras.
[13] Cfr. Morales (1998, pp. 50-53).
[14] Cfr. cap. 3, “La experiencia del espacio y el tiempo” (Harvey, 1998).
[15] Crf. la figura del supermercado en Mano de obra de la misma autora, donde observamos la vida cotidiana de los vendedores en un supermercado y el traslado de la misma dinámica en sus viviendas.
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Referencias
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