La acción de escribir literatura, de internarse en la letra, de buscar hasta
encontrar las exactas palabras que consigan tejer un relato, implica un desafío
porque la letra se escabulle o se resta o se ausenta y hay que seguirla y hasta
perseguirla para propiciar un encuentro fundado en una forma de acuerdo que
apunte a la densidad unida al placer de la escritura.
El acto de relatar implica asumir que la historia o las historias dependen y
hasta penden de la escritura y de su dirección. Desde mi perspectiva podría
asegurar que no hay relato posible sin una reflexión acuciosa respecto a
la tonalidad de la escritura porque el argumento no es más ni menos que
la producción de escenas de escrituras que se desencadenan para producir
sentidos. La letra es capaz de generar visualidades y es precisamente el lector
—quien durante el acto de leer— no reproduce la visualidad de las escenas
propuestas sino más bien las produce y se las apropia desde su particular
imaginario. La letra es poderosa.
Quiero abordar el libro Autos que se queman de Mónica Ramón Ríos
(Santiago de Chile, 1978) publicado por Ediciones del Cardo (Santiago, Chile)
desde las escenas que emanan y desde los escenarios que va construyendo. Mi
intención es detenerme y, a la vez, atravesar los relatos mismos para señalar
las figuras que promueve el conjunto de textos, las posiciones que adoptan,
la circulación que ejercen. En ese sentido, pienso que uno de los centros que
conforma el texto, lo constituye la figura del artista o de la artista, personajes
que circulan inmersos en sus haceres o bien detallados en sus obras o también
observados en sus prácticas. Las escenas que los cuerpos que habitan los distintos textos convocan, son definitivamente performáticas, sus narradores
semejan el ojo que los certifica en sus haceres a menudo difusos, suspendidos.
Puedo evocar aquí a uno de los relatos cuyo centro es “la escritora”, una figura
que podemos reconocer localmente o bien pensarla como la ficción de “una
escritora”; me refiero a autoras chilenas que habitaron Estados Unidos, como
fueron los tiempos de Gabriela Mistral o de María Luisa Bombal. Y entre lo
ya censado, la cita de la artista visual cubana Ana Mendieta y su final caída.
Desde un conjunto de cuerpos, los relatos que el libro organiza, erigen
comunidades que acuden a completar los escenarios con la inclusión de
narradoras que actúan roles ya protagónicos, ya distanciados, ya críticos. Lo
que quiero señalar aquí es que parte del libro actúa como una performance
donde los cuerpos, unos y otros, unos detrás de otros acuden para realizar un
acto, una acción, una descripción, un evento, un acierto o un fracaso.
Las identidades sexuales, las preferencias eróticas, no necesitan validarse
a ellas mismas, más bien están naturalizadas bajo el imperativo del deseo
y sus rutas, de la separación o el encuentro, es así porque lo central que
atraviesa el libro apunta a generar una comunidad artística diversa que posee
inscripciones o circula por las periferias, por enclaves acotados o bien por un
conjunto de fugacidades que, a la manera de una convocatoria, acuden hasta
la página para hacer arte.
El texto recoge diversos argumentos de películas, la infatigable teleserie
general de la infancia, las pelucas del Andy Warhol como trofeo o mímesis,
como pretexto; citas de Freud, de Lacan, que circulan entre escenas específicas
de un relato integrador que acopia saberes de la alta cultura o apela a figuras
ya establecidas por el consenso estético y que recaen sobre cuerpos artísticos
inmersos en sus particulares escenarios. La vida o las vidas transcurren situadas
mayoritariamente en la extranjería (salvo la memoria local de la narradora),
ocurren en diversas ciudades de Estados Unidos, entre el español y el inglés,
lenguas que permiten la circulación de los cuerpos que deambulan sumidos y
hasta consumidos por el espacio artístico que los circunda.
El libro: Autos que se incendian adopta el título de un extenso relato del
volumen que de una u otra manera transita la experiencia de la totalidad del
libro. El escritor o futuro escritor o artista, Este, abandonado por su padre,
lo evoca y lo conserva mediante el auto idéntico al del padre que salió un
día hacia un rumbo desconocido o más bien manejó directo al abandono del
hijo. Un auto que permite el ingreso a Detroit, signo y síntoma de uno de los
despliegues de la industria automotriz más reconocidos de Estados Unidos, los
sólidos y lujosos diseños de enormes autos, poderosos, portadores de estatus
y, más aún, modelos que ilustraban la grandeza industrial del país. Detroit
como sede del trabajo obrero bien pagado, pero, que, a su vez, incubaba en
su interior la crisis que iba a avasallar a la industria en medio de una ciudad
devorada por el racismo que no se pudo detener en medio de la opacidad que la circundaba. Una crisis que se aprestaba a destruir sus maquinarias, avasallar
los cuerpos trabajadores e iba a estallar hasta convertirse en una ruina.
Una vez que Detroit se destruye como ciudad, el relato menciona la
migración de artistas hacia la devastación, artistas que necesitan sobrevivir,
solo eso, sobrevivir porque son artistas y en esa fugaz relación que abre el
texto existe un nexo indiscutible entre artista y ruina. El auto es la memoria
del abandono, es el cuerpo perdido del padre, es también una ruina más.
El auto se incendia en plena calle, concluye su tiempo y se desfetichiza de
la misma manera que Detroit ya perdió su magnificencia y subsiste como
memoria avergonzada de sí ante las etapas posindustriales, tecnológicas,
virtuales, que desplazan la antigua mano de obra pues la tecnología laboral
descansa en un programa que se propone la disolución del cuerpo.
Mónica Ramón Ríos trabaja los textos con maestría, lo hace de manera
singular, su búsqueda radica en la construcción de escenarios donde lo real,
la ficción y el saber se entrelazan de manera sostenida, deja atrás los dilemas
de la familia burguesa para ingresar en escenarios más bien descentrados que
apuntan a modos de vida provisorios. Vidas que se modifican y alteran, que
sortean el desarraigo mediante la pasión estética como centro de sus devenires,
como ruta incierta, pero traspasados por una curiosa y paradójica certidumbre.
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Diamela Eltit. Santiago de Chile, 1949. Graduada en letras en la Universidad de Chile y en la
Universidad Católica. Ha publicado, entre otras, las novelas Lumpérica (1983), El
cuarto mundo (1988), El padre mío (1988) Mano de obra (2001), Fuerzas especiales (2013) y Sumar (2018); Réplicas. Escritos sobre literatura, arte y política (ensayo,
2016; Premio Municipal de Literatura de Santiago, 2017). Obtuvo el Premio
Iberoamericano José Donoso (2010): en 2018 el Premio Nacional de Literatura y en
2021 el Premio Carlos Fuentes y el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances.
Ocupó la Cátedra Simón Bolívar en la Universidad de Cambridge, Inglaterra, en
2014-2015. Su archivo está en la Biblioteca de la Universidad de Princeton. Es
Distinguished Global Professor en New York University y Profesora Titular de la
Universidad Tecnológica Metropolitana (UTEM).
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez
Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Los artistas
["Autos que se queman", Mónica-Ramón Ríos, Libros del Cardo, 2022, 189 págs.]
Por Diamela Eltit
Publicado en HISPAMERICA, N°155, 2023