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Los mitos del Chile con botas

Por Darío Oses





ME ASUSTA CHILE. Porque durante mucho tiempo fue un país amable, que me acogió, me permitió vivir en un barrio en que los vecinos eran más cercanos que parientes, en un colegio, el Darío Salas, que pasó a ser mi colegio, lo mismo que la Universidad de Chile fue mi Universidad. Todas estas cosas me dieron el sentido de pertenecer a un país modesto y digno. El país que admiró Curzio Malaparte, quien escribió desde el Uruguay ese memorable artículo, ¿Por qué amo a Chile?:

"Amo a Chile porque me gustan los países pobres, los pueblos inquietos, las naciones lanzadas en la búsqueda de una forma de vida moral, intelectual y social que no sea una imitación, o como a menudo ocurre, la caricatura de la vida europea o norteamericana (...) Cuando un día vuelva a Europa, a Italia, y alguien me pregunte cual ha sido mi mejor, mi más querida y preciosa experiencia en Chile, contestaré: La dignidad del pueblo, su gentileza y su respeto hacia todos los que como ellos sufren, ya sean hombres o animales. Responderé que si todos los pueblos de Europa, aun aquellos que se creen los más cristianos y los más humanos, poseyeran la dignidad y la humanidad del pueblo chileno, su porvenir no sería tan oscuro, ni sería tan inciertaa suerte de la civilización europea.

¿Cómo fue que de la noche a la mañana, esta dulce patria se convirtió en una nación amarga v terrible? ¿Cómo fue que la realidad que queríamos poner a la altura de nuestros sueños se convirtió en pesadilla? Uno de los motivos de mis pesadillas es el de los ámbitos y los seres familiares, reconocibles, que de pronto se transforman en extraños y peligrosos. Chile fue como el perro de la casa, que una noche cualquiera contrae la rabia, desconoce a los amos, les muestra los colmillos, les ladra, los muerde.

Cuando esto ocurrió quedamos desconcertados. Creímos que ese otro país, el Chile con botas, casco, corvo y ametralladora, se había levantado de la nada. Pero la verdad es que siempre estuvo ahí, sólo que no lo vimos o no lo quisimos ver. Lo ocultamos detrás de los mitos con que apuntalábamos nuestra frágil autoestima: que teníamos una democracia indestructible; que nuestra moderación proverbial encontraba su más sólido fundamento en una clase media culta y hasta sabia; que la clase obrera chilena era disciplinada, poderosa, capaz de atajar cualquier intento golpista; que en Chile nunca ocurrirían los excesos de otros países latinoamericanos porque no éramos una República bananera.

Y todo se vino abajo. Y el país de los poetas, de los profesores, de los estudiantes y los músicos, fue aplastado por el Chile con botas. Y nos dimos cuenta de quepodíamos tener dictadores tan grotescos como el dominicano Rafael Leónidas Trujillo, y aun adularlos y aplaudirlos y declarar que eran enviados por la Providencia para salvar a la patria. En fin, tuvimos que aceptar que somos una República bananera, sólo que sin bananos, sin la fuerza genésica ni la alegría de vivir tropicales, que somos apenas la República del kiwi, que es una especie de plátano peludo y oscuro, que somos la república de los bananos tristes.

Me asusta Chile porque después de todo lo que pasó hemos seguido levantando mitos: que nuestra transición es ejemplar, y que nunca, nunca más van a repetirse los excesos ni las atrocidades de nuestra historia reciente. Falso. Desde la llegada de los españoles la historia de Chile se conformó dentro de una matriz militar-sacrificial. La tortura se practicaba ya en el siglo XVI, y el horror al desorden y al caos siempre ha producido reacciones autoritarias y represivas, a veces brutales. Y no hay en este momento nada que pueda garantizamos ese "nunca más" en el que nos gustaría creer.

Durante mucho tiempo creímos o quisimos creer que Pinochet era un accidente, una especie de tumor, y que al extirparlo recobraríamos el país perdido. Pero las evidencias indican lo contrario, y hoy debemos asumir que Pinochet no fue tumor, ni metástasis, sino que es parte de nuestras células, que es tan chileno como Allende, como Recabarren o como don Francisco.

Me asusta Chíle, este país que alguna vez fue mio y que ahora se me ha hecho tan extraño, que vivo en él como un exiliado que habita en el ghetto, con otros pocos exiliados nostálgicos que sueñan con un país perdido y a veces despiertan con la sospecha de que quizás nunca existió.

Sin ninguna ilusión para el futuro, creo aún que es útil preguntarse por qué pasó lo que pasó y cuáles son los puntos de partida del Chile despiadado, de ese país con el que, querámoslo o no, tenemos que convivir. Tal vez por deformaciones de oficio he buscado las claves en la literatura, partícularmente, en dos obras que son emblemáticas del país: La Araucana y Martín Rivas.

La Araucana, de Alonso de Ercilla y Zúñiga es uno de los libros que se salvó en el riguroso escrutinio que hicieron el cura y el barbero en la biblioteca de don Quijote. Los que no pasaron la prueba fueron a la hoguera. En Chile también se han quemado libros. Se incautó e incineró la Sociabilidad Chilena, de Francisco Bilbao, por blasfemo e inmoral. Y una de las imágenes perdurables que ha quedado del golpe, son los soldados arrojando libros al fuego. El hecho es que de la pira a que fueron condenados muchos otros libros que alimentaban la locura del Quijote, se salvó La Araucana, que ha nutrido la peligrosa cordura de los chilenos.

La culpa no es de Ercilla sino de la lectura que se ha venido haciendo de su libro en la época republicana. Esta lectura sirvió para levantar una cantidad de mitos nacionales: que los chilenos somos el resultado del choque de dos razas varoniles y guerreras, que como los araucanos, somos celosos defensores de nuestro suelo y de nuestra libertad y soberanía, etc.

Cito un comentario sobre La Araucana:

"No sin razón se ha dicho que de la sangre derramada en la lucha de la raza más fuerte de Europa con la raza más fuerte de América surgió, en este extremo del mundo, el brote de una nueva raza, con las características comunes a ambos progenitores: valor a toda prueba, perseverancia y brío, resignación al sufrimiento y amor inflexible por la libertad. Hace ya siglos que Ercilla dio la fe excelsa del nacimiento de esta agrupación humana. ¡Honremos su memoria, nosotros los ciudadanos de la nueva nación! ¡Conscientes estamos de la viril y generosa herencia recibida!"

Esto lo escribía en 1933, al celebrarse el Cuarto Centenario de Ercilla, Luis Galdámez, un intelectual laico, racional, para nada conservador. Es curioso constatar cómo un historiador serio, que trabaja con método riguroso, reproduce teorías delirantes, como aquella, de Nicolás Palacios, de la formación de una "raza chilena".

Palacios, un médico que trabajó en las salitreras, publicó a principios de siglo su Raza chilena donde postula que la guerra de Arauco seleccionó a los españoles que llegaban a Chile, trayendo a los más aguerridos, más viriles y dispuestos al sacrificio, los descendientes de los godos. De esta fusión de campeones nace la nueva raza: el gótico araucano, cuyo descendiente sería el roto chileno. En una de las más recientes y completas historias de América Latina, la editada por Leslie Bethell, se lee que "la peculiar versión del nacionalismo racial que proponía Palacios ha ejercido una influencia duradera en Chile". Francisco Antonio Encina adhirió también a esta teoría, y así fue como se le ha dado cierto carácter histórico y científico a una mitificación épica.

Me imagino que lo "viril" de la raza tiene que ver con las elaboradas escenificaciones y gestos heroicos, como el de Galvarino, que se hace cortar ambos brazos para azuzar a sus compatriotas contra los españoles. O como el de Fresia, que arroja a su hijo bebé a los pies de Caupolicán, que ha sido hecho prisionero, diciéndole que no quiere ser madre "del hijo infame de un infame padre."

Las mujeres aparecen, así, coludidas con los afanes guerreros de los hombres y los encuentran despreciables cuando son derrotados y rechazan los hijos de progenitores que tienen la debilidad de caer prisioneros. Lo interesante es esa mitificación que funda una autoimagen del chileno y que se basa en la glorificación de lo viril: del aguante de Caupolicán para cargar un tronco durante muchas horas, del estoicismo con que el mismo Caupolicán se sienta en la picana, del valor con que Galvarino se hace cortar los brazos, y desde luego el gesto de Fresía que arroja como una pelota su propia guagua, y con ese acto le dice al hombre: te has ganado mi desprecio por no ser bien hombre.

Si Chile se funda en estos actos de cercenamiento, martirio, de sangre y desafecto, a todo l0 cual se le da, además, una sanción heroica, y esto se acompaña de una exaltación de lo militar, no son de extrañar las atrocidades que se han producido en nuestra historia reciente.

Por lo demás, los mismos araucanos, los verdaderos, los de carne y hueso -no los de Ercilla- terminaron siendo víctimas del heroísmo de sus mitificadores. Ya que mientras se glorificaba su imagen épica, en el siglo pasado se emprendió una campaña eufemísticamente denominada de "pacificación" de la Araucanía, que en verdad sólo fue un abusivo despojo.

La Araucana, marca una de las tantas ambigüedades del chileno. Junto a la glorificación de estos héroes aborígenes italianizados por la influencia que en Ercilla tuvo Ariosto, se encuentra la tremenda aprensión del pueblo chileno ante el componente indígena de su mestizaje. La preocupación obsesiva por no ser indios y sobre todo porque los extranjeros no vayan a creer que somos indios.

Pablo Neruda escribía en una de sus Reflexiones desde Isla Negra: "Nuestros recién llegados gobernantes se propusieron decretar que no somos un país de indios. Este decreto perfumado no ha tenido expresión parlamentaria, pero la verdad es que circula tácitamente... La Araucana está bien, huele bien. Los araucanos están mal, huelen mal. Huelen a raza vencida ...como frenéticos arribistas nos avergonzamos de los araucanos. Contribuimos, los unos a extirparlos y los otros a sepultarlos en el abandono y el olvido."

Por otra parte, casi siempre se ha visto en La Araucana un símbolo de la defensa de la nacionalidad, y no lo que realmente fue la resistencia del pueblo mapuche; la defensa de la tierra y del derecho a mantener una forma de vida distinta a aquella impuesta por el patrón de civilización occidental.

¿Por qué no se convirtió El cautiverio feliz, de Francisco Núñez de Pineda y Bascunán en el texto fundador de la nacionalidad chilena? Esta es la historia de un español que en la misma interminable guerra contra los mapuche fue hecho prisionero por éstos, y escribió, en el siglo XVII, un largo testimonio donde pone el énfasis no en el combate ni en el enfrentamiento de dos razas, sino por el contrario, en la tolerancia, en la simpatía con el enemigo, en la compasión, puesto que su cautiverio le da ocasión de acercarse amigablemente a la cultura del otro.

En este libro el tono épico ha sido sustituido por el de un testimonio, lleno de asombro y perplejidad ante el descubrimiento del valor del otro.

Sin embargo, a diferencia de La Araucana, de la que se han hecho incontables ediciones, desde lujosos facsimilares hasta precarias impresiones para uso de escolares. El cautiverio feliz es un libró escaso, difícil de encontrar.

Se impuso, entonces, el mito heroico sacrificial, que se reprodujo en la educación chilena, en los libros de texto que contaban historias sobre héroes que caían ensangrentados sin ceder, y luchando en condiciones de abrumadora desventaja.

De la defensa heroica de la patria se pasó al heroísmo en el trabajo. Se creó la figura del roto chileno, como un ente duro, sufrido, aventurero, siempre dispuesto a dejar la barreta o el arado por el fusil para defender su suelo.

Todavía recuerdo uno de esos poemas que nos obligaron a aprendernos de memoria para recitar en el colegio: "Yo soy chileno, cifro mi gloria /en mi abolengo batallador, /cuyas hazañas cantan la historia /del indio bravo y el español... /Y si la patria llama a la guerra / tiro la echona, tomo el fusil. / Sabe la pampa, sabe la sierra, /que la victoria va tras de mí."

En nuestra cultura cívica se impuso el culto de la sangre, del sacrificio del cuerpo, y la sacralización de todos esos héroes que caen malheridos en el campo de batalla y que formaron el santoral laico de la nacionalidad. ¿Por qué nunca nos enseñaron las hazañas de los héroes civiles de este país, de los que hicieron que la educación fuera un obligación y un derecho, los que derrotaron la desnutrición infantil, o aun dentro de la misma matriz sacrificial, los médicos y estudiantes de medicina que murieron luchando contra las epidemias?

Las muchas guerras que tuvo el país en el siglo pasado: las campañas de la Independencia; la guerra contra la Confederación Perú boliviana, la guerra con España de 1865, la guerra del Pacífico, la guerra civil de 1891, no produjeron grandes obras literarias. Tal vez la única novela importante es Durante la Reconquista, de Alberto Blest Gana. El resto son folletines históricos que están sólo al servicio de la reproducción, hasta el infinito, de los mitos sacrificiales heroícos.

Una nueva transfiguración de estos mitos, aparece en este siglo en una vasta narrativa épica social que exalta el trabajo duro, por una parte, y por otra las luchas obreras. Esta corriente generó una producción literaria interesante, en la que podría inscribirse la novela social de la generación del 38.

Autores como Nicomedes Guzmán, Sepúlveda Leyton, Juan Godoy y Manuel Rojas, combinan el heroísmo con el hedonismo, el sacrificio con el placer. Este recorrido desde el dolor al goce da una sensación de acercamiento a la plenitud de la vida, a la experiencia de vivirla con toda su riqueza y variedad de registros.

Aquí aparece el placer como una dimensión, que de alguna forma matiza la visión heroica sacrificial. Sin embargo hay que advertir que el hedonismo, que es propio de la cultura popular, ha sido sistemáticamente reprimido y perseguido, desde muy temprano, primero por la Iglesia y luego por el Estado borbónico, en el siglo XVIII y por los gobiernos autoritarios republicanos, en sus intentos por disciplinar la fuerza de trabajo.

Ahora, la cultura de izquierda, que nace con el proletariado en los primeros años de este siglo, también entra en la matríz sacrificial y comparte con la Iglesia la desconfianza ante el placer. Diversos testigos recuerdan, por ejemplo, los discursos a favor de la temperancia de Recabarren y Lafertte, y la sobriedad como un valor, tanto en la vida de estos líderes y de otros, como Clotario Blest.

Una de las novelas más leídas en Chile es Martín Rivas, de Alberto Blest Gana. Además de muchas reediciones se han hecho, a partir de ella, películas, obras de teatro y seriales de televisión.

Blest Gana fue uno de los primeros lectores nacionales del Rojo y Negro de Stendhal. El personaje de Julián Sorel influyó en forma decisiva en la creación de Martín Rivas.

Como se recordará, Martín es un provinciano tímido y moralmente puro, hijo de un empresario minero arruinado, de Copiapó. Llega a Santiago a estudiar derecho. Como no tiene dinero para pagarse una pensión, recurre a un antiguo socio de su padre, el opulento Dámaso Encina, que le da albergue y lo hace su secretario. Encina tiene dos hijos. La bella Leonor, y Agustín, un pelele afrancesado, dandy, snob e inepto.

Rivas y Sorel viven en épocas poco propicias. Sorel, bajo la restauración de la monarquía, que ha sepultado para siempre los tiempos heroicos de Bonaparte. Rivas en la llamada República Conservadora, tradicionalista y clerical, que restauró muchos de los valores del "antiguo régimen" que imperaba en tiempos de la colonia.

Pero mientras Sorel devela los hipócritas referentes morales de una época ramplona, Martín Rivas se muestra más bien sumiso y complaciente con el poder y con las formas sociales de su tiempo y tiende a asimilarse a ellas, después de un breve ejercicio de rebeldía.

Es cierto que participa en una revolución liberal, la de 1851. Luego del fracaso de ésta, es condenado a muerte. Consigue huir de la cárcel y después de un periodo de exilio en Lima, regresa a Santiago, se casa con Leonor, se ocupa de los negocios de su suegro y termina completamente asimilado a la sociedad contra la cual alguna vez se rebeló.

Vista así, Martín Rivas bien podría ser una novela chilena de los 90, de la llamada época de la transición que entre otras cosas ha reconvertido a hippies y revolucionarios en yuppies.

Varias generaciones han leído Martín Rivas y su extraordinario éxito bien podría deberse a un desplazamiento desde la hazaña guerrera -en la que Martín es claramente derrotado a pesar de que se bate sable en mano, en el conato revolucionario de 1851- a la gran hazaña de los tiempos modernos, que es el ascenso social y el enriquecimiento.

Martín es un héroe que queda a medio camino. No alcanza, como su amigo Rafael San Luis, a consumarse como el mártir romántico que muere por su causa. Es salvado de la ejecución y reconvertido al heroísmo mercantil.

Martín se convirtió en él paradigma de una clase social que encontró en la educación, en la adquisición de un título universitario -en especial el de abogado-, y en la habilidad para los negocios, los grandes vehículos de movilidad social.

Pero además, Martín busca y alcanza el reconocimiento de los poderosos, que gana por su moderación y su buen criterio. Martín es el niño de buena conducta dispuesto, además, a servir a una clase que, según advierte el mismo autor de la novela, junto con "una claridad absoluta de lo que debe ser y no ser una sociedad", tiene, al mismo tiempo, "una moral acomodaticia en materias de "política y negocios".

De hecho, la fortuna de don Dámaso, que después administrará Martín, tiene como origen "la usura en gran escala".

Martín viene, así, a aportar su pureza moral, para legitimar esa fortuna.

A lo largo de la novela se despliega una obsesión por el ascenso social y por el temor al descenso. Rafael San Luis es ahuyentado del amor de Matilde, cuando su padre se arruina. La familia de medio pelo, las Molina, sufren toda clase de humillaciones de los jóvenes de clase alta que las visitan, y ejecutan turbias maquinaciones para emparentarse con los ricos.

Martín vive su pobreza como una carencia terriblemente dolorosa, que inicialmente lo aleja de la posibilidad de ser correspondido por la orgullosa Leonor Encina.

La historia de Martín Rivas es la de la Cenicienta, sólo que con un protagonista masculino. En el fondo es la vía del ascenso social a través del matrimonió, que implica además, una alianza del talento, de la inteligencia y el buen sentido, con la fortuna, para perpetuar las estructuras dominantes de poder.

Martín Rivas es el héroe arribista y conformista, que se reproduce con distintas variaciones a lo largo de nuestra narrativa, y que tiene correspondencia con la realidad. La novela de Blest gana tiene factura melodramática, con un final feliz. Pone en escena el éxito y elude la dimensión oscura de la historia. Porque este relato da cuenta de que la sociedad está dispuesta a aceptar, como inevitable, cierta dosis de rebeldía juvenil, siempre que ésta pueda ser absorbida por el sistema. El drama invisible de Martín Rivas, es el de muchos jóvenes que deben negarse a sí mismos para acomodarse a un trabajo o a una posición social. Ahora, una vez que adquieren dicha posición se dedican a defenderla. Y para hacerlo no vacilan en recurrir al Chile con botas. De hecho, la alianza que domina sin contrapeso hoy en Chile es ésta de Martín Rivas y el Chile con botas.

Contemporáneo de Martín Rivas, aunque en el mundo real, fué Francisco Bilbao, uno de los fundadores de la Sociedad de la Igualdad, tal vez la primera organización que intentó una alianza entre los jóvenes intelectuales -los de la generación de 1842- y el pueblo urbano, que en ese momento eran los artesanos, amenazados por la creciente competencia de los productos industrializados. A diferencia de otros jóvenes de su grupo, como Lastarria, Vicuña Mackenna o José Zapiola, que en mayor o menor medida se asimilaron al sistema -Zapiola terminó incluso siendo Conservador- Bilbao permaneció como un rebelde irreductible. El gobierno, luego de perseguirlo y condenarlo hasta hacerlo autoexiliarse en Francia, le ofreció un cargo público. Fue un intento de convertir a Francisco Bilbao en Martín Rivas.

Pero Bilbao no cedió. Se comprometió en el conato revolucionario de 1851. Luego de fracasado éste debió esconderse y salir clandestinamente, otra vez, al exilio. La condena que le aplicó el país fue la descalificación. La historiografía conservadora lo trata de loco, delirante, confuso e ininteligible, en circunstancias que hoy se reconoce fuera de Chile su obra como la de un gran americanista, precursora del antiimperialismo y de los procesos de secularización que se iniciaron durante el siglo pasado en todo el continente. Así, en su ensayo sobre las ideas políticas y sociales de América Latina entre 1870 y 1930, Charles Hale anota que "el llamamiento a la emancipación espiritual que Lastarria y Bilbao hicieron en Chile, se cuenta entre las primeras expresiones clásicas de lo que más adelante, en el período posterior a 1870, serían postulados generalizados."

Chile es hoy el país de los Martín Rivas y no el de los Bilbaos. Una clase media progresista, con vocación de servicio publico, interesada en la cultura y la educación, en el ejercicio de la libertad, la democracia y el pensamiento crítico, una dase media digna, que no hacía ostentación de lujos groseros, se ha venido convirtiendo progresivamente al Martinarribismo.

Me asusta Chile porque se ha impuesto en él la dictadura del Martín Rívas maduro, cuerdo, calculador, conservador, y porque no hay espacio para los Bilbao, es decir para los hombres que abren la posibilidad a mundos nuevos y que afirman el derecho de ser diferentes.

Me asusta Chile por la persistencia de estructuras de poder tremendamente represivas. También por la perduración de la matriz heroica sacrificial, que ahora se manifiesta en las formas suicidas de producción y de trabajo que tienen estresado o enfermo a medio país. Me asusta esta patria, porque a pesar de tener los mecanismos de una democracia formal, sigue siendo intolerante y excluyente. La homofobia chilena, por ejemplo, es aterradora, y cualquier día las mismas formas que se usan hoy para acorralar y escarnecer a los homosexuales podrían usarse contra otras minorías.

Me asusta este país por su desconfianza hacía el placer, la alegría y el juego. El único juego que apasiona a Chile es el fútbol y este a menudo provoca las pasiones más oscuras. Me asusta porque no tiene carnaval, porque es incapaz de gozar, y porque esta incapacidad lo lleva a confundir el goce con el reviente. Me asusta este país porque es perfectamente posible que se repita lo que ya pasó, cuando el régimen militar realizó un ejercicio de disciplinamiento colectivo, para aplastar a los sujetos que no correspondían al perfil del ciudadano ejemplar: patriota; laboriaso, obediente. Es decir, el Martín Rivas.

Se justificó esta operación como una gran empresa heroica, con mártires que cayeron luchando por la preservación de una cantidad de abstracciones como la salvación del país, del alma nacional, o de lo genuinamente chileno, donde encontramos las resonancias de la lectura heroica-sacrificial de La Araucana.

De hecho el disciplinamiento continúa por medios más sútiles y también más efectivos, por medios de mercado, como el crédito, el consumo, la vida laboral, los tratamientos médicos carísimos, que se cuentan entre las tantas imposiciones que obligan al endeudamiento y por lo tanto también al sometimiento. Por otra parte, la gesta heroíca es ahora la de ser competitivos, ser buenos exportadores, etc...

Detrás de todos estos desplazamientos se mantienen operando estructuras arcaicas de autoridad y poder que serían muy difíciles de remover, si es que existiera alguna vez la intención de hacerlo. Ahora, el manifestar y movilizar esta intención requeriría de un fortalecimiento de la sociedad civil que no parece posible en un país en que el debate público está fundamentalmente acaparado por los conflictos amorosos de un tenista, o la rivalidad de dos modelos por un futbolista, y otros temas de este tipo que le dan a la realidad la maravillosa textura de una teleserie.


 

 

 

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