Dos circunstancias me impulsan a escribir esta historia. La primera se produjo al
regreso de mi viaje por la Unión Soviética, obsesionado con la sonrisa
de gato oriental de Lenin: de dimensiones caseras o monumentales,
desde estandartes, santuarios, frescos, carteles, banderines,
placas recordatorias y volantes, me persiguío de Yerevan a
Leningrado al son del ronroneo informativo de mi intérprete, que no
agregaba grandes luces a mi conocimiento de la hagiografía leniniana.
Pero como sus
jaculatorias tuvieron por lo menos la virtud de convencerme de mi
ignorancia respecto a Lenin y Krupskaia, lo primero que hice de vuelta
fue escribirle a un buen amigo moscovita, allegado al régimen pero no
ciego, pidiéndole que me recomendara un estudio que hiciera digerible a
esta pareja.
—Lee la biografía de
Gerard Walter -me contestó-. La edición en español es de Grijalbo. Es lo
más completo y al mismo tiempo lo más equilibrado.
La leí con mucho placer aunque con
inesperados frutos. Inesperados porque, si bien contiene mucha
información necesaria para un lego interesado en ir más allá de las
notorias simplificaciones de partido, encandiló mi perversa pasión de
novelista, más atento a lo bizarro, a lo particular, a minucias
fragmentadas e inservibles que a aquello que es central. Confieso que no
fueron las grandes marejadas de la historia ni el desfile de personajes
señeros los que atraparon mi fantasía, sino hechos triviales, personajes
secundarios, a veces no más que una alusión al pasar, una sombra, una
nota a pie de página relacionada sólo tenuemente con los acontecimientos
fundamentales.
Es el caso del
párrafo con que se inicia el capítulo uno de la tercera parte. El autor,
después de explicar los hechos sangrientos de 1905 y la rebelión del
acorazado Potemkin, despacha en unas cuantas líneas -como lo hacen casi
todos los historiadores, por lo demás- el asunto del legado Schmidt.
Walter lo presenta así:
...el sobrino
del multimillonario Morozov, Nikolái Schmidt, uno de los fabricantes
de muebles más importantes de Moscú, profesaba por la revolución
sentimientos tan ardientes como los de su tío. Durante las jornadas de
1905 sus talleres sirvieron de cuartel para los insurgentes, y lo
encarcelaron. Pero su frágil complexión no le permitió soportar el
régimen penitenciario y murió allí, haciendo saber a quien
correspondiera que legaba su fortuna a los bolcheviques. Sus dos
hermanas, que entraron legalmente en posesión de la herencia, debían,
por lo tanto, entregar cada una su parte al centro bolchevique. La
mayor estaba casada con un abogado, miembro del partido
social-demócrata, pero perteneciente a otra tendencia. Se negó a dar
la autorización necesaria a su mujer. Fue citado ante un tribunal de
honor y obligado a pagar a los bolcheviques la mitad de la suma que
había cobrado su mujer, o sea 85.000 rublos. En cuanto a la menor, la
situación se presentaba más delicada. Esta muchacha era amante de un
bolchevique activo, muy considerado en los círculos dirigentes de la
organización, Víktor Lodzinski, alias Taratuta. Como la muchacha era
menor de edad, no podía disponer de sus bienes. Era necesario que se
casara. Desgraciadamente, su amante, que llevaba una existencia
clandestina, no poseía los documentos civiles necesarios. Buscaron,
pues, a un militante que tenía sus papeles en regla y lo casaron
formulariamente con la señorita Schmidt, quien al convertirse en la
señora de Ignatiev pudo cumplir al pie de la letra la última voluntad
de su hermano. Así entraron en la caja de los bolcheviques cerca de
200.000 rublos, cantidad muy suficiente para garantizar la marcha de
la nueva publicación."
Como tantas
cosas relacionadas con el legado Schmidt, este párrafo está lleno de
datos que parecen contradecir los que aportaban otros tratadistas. ¿De
dónde sacó Walter la autoridad para afirmar que era Lodzinski el
apellido de este personaje, y no Taratuta, ni Moskovski, como aseguran
otros, ni Kammerer, que fue el apellido que adoptó al retirarse
finalmente San Remo? Krupskaia, en sus Memorias, afirma que
Nikolái Schmidt murió en la prisión zarista víctima de las torturas de
sus carceleros. Pero Walter favorece la hipótesis de la mala salud del
joven industrial, probablemente tísico como varios miembros de su
familia. Otro cronista habla de suicidio. Aseguran, también, que la
herencia de Nikolái Schmidt se dividió en tres partes. ¿Cuál es la
verdad?
Mi olfato de novelista
percibió, al leer el párrafo de Walter que esta historia -la fortuna
fabulosa, el terrorista de nombre espectacular, Lenin y la prosaica
Krupskaia buscando un marido de tout repos para la ingenua
Elizaveta que, a la manera de las farsas de Labiche, ya tenía amante-
era la maqueta de un folletín portentoso que yo apenas alcanzaba a
entrever.
Esto se hizo clarísimo
cuando di el primer paso para enriquecer mi interés. Me encontré con
ambigüedades, contradicciones y oscuridades insalvables. Le escribí a mi
corresponsal en Moscú rogándole que me enviara a vuelta de correo toda
la información que encontrara sobre el legado Schmidt, citándole, para
orientarlo, capítulo y versículo de la biografía de Lenin que él mismo
me había recomendado. Quedé estupefacto con su respuesta: no sólo jamás
había oído hablar del legado Schmidt, y para qué decir de Taratuta, sino
que no encontró el párrafo de mi cita en su edición del Walter. El tono
de su respuesta me pareció un poquito amoscado: quizás se tratara de un
error mío, decía... además no era cosa de exigirles a los impresores
soviéticos que jamás se equivocaran..., en todo caso, como era evidente
que el asunto del legado Schmidt carecía de toda relevancia histórica,
con seguridad el editor eliminó ese trozo a fin de alivianar el texto
para el consumo popular. Esto alertó en mí al impenitente hilador de
intrigas que hay en todo novelista: quise investigar más pero solo pude
tocar la epidermis oficial de los escasos textos que obtuve. A pesar de
todo, escribí para la Agencia Efe un artículo que llamé Lenin: nota a
pie de página. Fue reproducido en docenas de periódicos de España y
América Latina. A algunos fieles les disgustó la ligereza con que traté
a sus íconos y lo comentaron desfavorablemente. Pero muchos lectores lo
celebraron.
Quedé descontento con mi
versión del asunto del legado Schmidt, como si me hubiera aventurado en
un ámbito extrañísimo cuya totalidad desconocía y que, por quedar bajo
la tutela de guardianes con derecho a arrancar páginas y eliminar
párrafos, nunca llegaría a conocer. ¿Cómo obtener más información si no
sabía ruso y había agotado los pocos textos asequibles en mi país? En
algunos viajes a Europa y a Norteamérica, solía demorarme en librerías
de segunda mano y en las bibliotecas de las universidades, rastreando
alguna mención de estos acontecimientos. Poco logré aclarar, no sólo por
la escasez de material, sino porque las versiones eran siempre
imprecisas, manipuladas con el propósito de incriminar o defender o
encubrir a alguien, o de propiciar o condenar una idea. En fin, me dije,
seguro que más tarde, en alguna parte, tropezaría con datos
esclarecedores de legado Schmidt, que parecía evaporarse como un
fantasma en cuanto cerraba mi mano para atraparlo.
No lo dije en mi artículo para la Agencia
Efe, porque entonces no lo sabía, que Taratuta, además de su profesión
de terrorista y de su nombre espectacular, poseía una melena y barba
coloradas que lo debían hacer blanco fácil para las balas de la policía,
que siempre logró evitar. Taratuta era de altura mediana y de maneras
desenvueltas. Bajo su chambergo, su mirada era fulminante, verdeamarilla
como el ajenjo que bebía. El humo de su pipa la nublaba un poco en el
fondo de los cafés de la Avenue d´Orlèans, donde sus admiradores se
reunían para oírle contar lo del robo a un banco de Tiflis en que
participó con Kamo y con Stalin, y las historias de otras
"expropiaciones", como entonces se llamaba a esta modalidad de reunir
fondos para sublevar al proletariado.
—¡Que el Zar pague la revolución! -concluía
Taratuta entre aplausos.
Los
personajes, la acción, el espacio de esta historia parecían ofrecerse
para que cualquier pluma los recogiera. Pero al intentar hacerlo, a mí
me resultó casi imposible, no por la pobreza de los datos, cosa fácil de
remediar con un poco de fantasía, sino porque Taratuta era un personaje
esencialmente cultural; pertenecía más a la literatura que a la vida,
por estar tan adornado con atrbutos novelecos que ni su especioso fervor
revolucionario ni su discutible fidelidad al partido lograban
recuperármelo para el mundo de los seres reales: porfiadamente
permanecía personaje, no persona.
¿Cómo moverse entre esta gente y manejar a estos seres, con su aire de
haber nacido calzados y barbados y con sus papeles ya asignados, de la
mente de otro escritor? Me parece que lo novelesco en la vida real rara
vez resulta novelable: para crear un mundo estético el autor suele
partir de datos más bien modestos, el rasgo familiar de una persona
conocida, la ventana semientornada de un dormitorio revuelto, una
palabra con resonancias infantiles, la expresión que delató la falsedad
de un padre, de un sacerdote, de una mujer, y es el ojo del artista el
que elige, compone y descompone para construir la otra verdad, la del
engaño.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez
Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Taratuta.
[Extracto].
José Donoso