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UN DIÁLOGO SOBRE LA LITERATURA, LA TRADUCCIÓN Y SUS BIFURCACIONES
TUNUNA MERCADO: LA MEMORIA COMO UNA DE LAS BELLAS ARTES
(IMAGINATIVAS)


Por Demian Paredes
@demian_paredes
Fotografía: Lucía Feijoo




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La escritora Tununa Mercado es una figura fundamental de la literatura argentina: sus múltiples trabajos e intervenciones, en sus diversas facetas, se han ganado un merecido lugar en la cultura de nuestro país y de Latinoamérica. Novelas y relatos, ponencias y comentarios, trabajos periodísticos y de traducción (algunos conocidos, otros no tanto) han tenido su impronta; el feminismo, en la década de 1970 durante su exilio en México; la elevada temperatura que contienen muchos relatos de Canon de alcoba (1988); la “extraña” vivencia del destierro y del regreso al “propio país” –salpicados con ciertas dosis de humor (“negro”)– en su libro En estado de memoria (1990); y su gran novela que recorre la segunda guerra mundial, el exilio y el recuerdo: Yo nunca te prometí la eternidad (2005), son algunos de los motivos por los cuales nos encaminamos hacia el barrio de Tribunales, donde Tununa se ha establecido.
Vamos, entonces, con el objetivo de saber “en qué anda” Tununa Mercado.

***

–Vos me decís “en qué ando”. Estoy con una traducción, y después en tareas que son “pedidos” –yo siempre respondo a pedidos–. De pronto un guion, o una nota. Ahora sobre Daniel Moyano, que no fue nada escrito pero que me comprometió en la relectura de un escritor verdaderamente fuera de serie. Fue un diálogo con Juan Sasturain para ciclo del Canal Universitario de La Plata dedicado a diferentes escritores “del interior” del país, incluida la provincia de Buenos Aires. Esa respuesta a pedidos me ocupa gran parte del tiempo pero de alguna manera ese tipo de notas me mantiene en contacto con un autor, con un libro, y al mismo tiempo, es una generación de escritura y de textos que en algún momento han sido publicados por  Beatriz Viterbo en dos volúmenes. Otra línea de escritura.

Es un modo del “trabajo literario” también.
– Sí, ocuparse de un autor, de un libro, responder a un tema teórico, traducir, genera textos. Como ese que escribí sobre la traducción para una charla con traductores de Rosario y que me permitió pensar sobre la cuestión. Ahora estoy con Querelle de Brest, de Jean Genet, que ya ha sido traducido al castellano en otros momentos.

¿Y qué gente lo ha traducido? ¿De España, de Argentina, de otro país?
– No he querido fijarme porque evito la tentación de ver cómo otros han resuelto lo que tengo que resolver por mí misma, pero cuando termine les echaré un ojo. Es una invitación de El cuenco de Plata y ha sido muy importante para mí, porque estaba un poco en una línea “plana, sin alteraciones” y hacer ese trabajo ha sido una reconexión con la palabra, con un texto, que ha llegado para devolverme de alguna manera a la letra.

***

La conversación continúa. Antes de seguir con el tema de “la traducción” le pregunto por el proyecto narrativo autobiográfico que se ha planteado en los últimos tiempos y si con todas estas “pequeñas actividades” y estos trabajos puntuales, comienza la escritura de un nuevo libro.

–Tengo la idea de trabajar este verano un libro que ya había empezado, y del cual tengo escrito bastante; tiene un articulación un poco fragmentaria, una aventura que encadena sueños, memorias, sin una disciplina “de la narración”, “de la novela”, del “texto concluido” según un modelo canónico.

Tu formato es más laxo, por decirlo de algún modo.
– Sí. No se trata de un proyecto de novela riguroso, en el que se traza un cauce para el relato con una dirección que prevé hitos y desarrollos fijos. Yo voy de un lado a otro y, en este caso –como en otros escritos- centrándome en la memoria, en imágenes que están en el pasado, que sólo escribiéndolas dejan de ser imborrables para anclar en la letra.

Pero vos también has escrito “de otras maneras”. Por ejemplo Yo nunca te prometí la eternidad se puede calificar de trabajo riguroso (además de sensible e imaginativo), con una amplia investigación, incluso con viajes.
– Esa idea se me presentó con claridad; tenía que buscar en el entorno de esos personajes que quería trabajar, y traerlos a la luz. Eran víctimas de la guerra del 39. El tema de las guerras, de los refugiados, de los éxodos, el exilio, es algo que me ha interpelado siempre. En el fondo es como una marca de infancia que insiste en reaparecer. Tal vez por haber nacido en el 39, por haber vivido ese tiempo en el que la guerra no ha terminado y que cuando termina deja una secuela: hablar de la guerra, saber de la guerra, no permitir que se aparte la mirada de la guerra. Pero quienes hablaban eran gente esclarecida que hacían campañas por la paz, denunciaban el nazismo y las dictaduras y que ya conocían la tragedia de la guerra civil en España. A ese círculo pertenecían mis padres y, más tarde, por derivación, yo estaba vinculada con ese orden de preocupación por lo que pasaba en ese momento, el fascismo, el nazismo, el franquismo y todo lo demás...

Es una especie de preocupación o expectativa o afán de conocimiento por lo que ocurre en el mundo. Algo de eso está en tu libro memorialístico y autobiográfico La madriguera.
– Es algo permanente. Décadas después, en México, por un azar previsible por el tipo de relaciones que se gestaron, conozco y me relaciono con refugiados de guerra. Hacía notas para una revista del periódico Excélsior que dirigía Vicente Leñero y él me pide que entreviste a sobrevivientes de los campos. Se me rompe la cabeza. Comenzaba a forjarse en mí una inquietud que me fue llevando al cuerpo de historias que hice en Yo nunca te prometí la eternidad.

Por un azar. Con algo fortuito, un diario de viaje, y de búsqueda.
– Sí. Un azar el conocer a esta gente, y encontrar una libreta de notas de una madre que pierde a su hijo durante un bombardeo, y que recorre Francia para buscarlo, y lleva un diario: ese fue el punto de partida que me llevó a interrogar qué había pasado en ese momento, quién era ella, de dónde venía, cuál era su lengua, cuál era su origen. Eso me hizo pensar que en algún momento podía ir más lejos, hay objetos verbales que desencadenan la memoria y abren a la posibilidad de narrar historias. Pedro Preux, el personaje, que era mi amigo, a quien yo retrato –así como a su madre–, cuando leyó mi texto llegó a decirme: “Nunca me imaginé que hubieses llegado a captar tan bien lo que fue mi madre”. Sin que yo tuviera mucho material, sentí a esa mujer muy de cerca y pude reconstruirla.

Es un percibir, un intuir y proyectar cosas por escrito.
– Su depresión, su final trágico. Fui a México, hace tres o cuatro años. Pedro había muerto y entonces viajé a Sonora, para acompañar a sus hijas y a su mujer, que querían arrojar las cenizas al mar. La urna está ya esperando, hay en la casa un gato enfermo que se agrava y muere. Gran consternación. Las urnas pasan a ser dos y las cenizas de gato y padre se dispersan en el mar de Cortés, mientras el piloto de la lancha escucha rancheras por la radio. En esos días vimos fotografías, cartas, cuadros. La hija trae de pronto una antigua valija, con etiquetas descoloridas e inscripciones, y comienza a sacar más papeles que son atractivos, que llaman a ser leídos detenidamente. “La novela puede crecer”, pensé. Cartas, fotos, genealogías. El padre de Pedro era restaurador de arte, y alguien le escribe acerca de un cuadro de Rembrandt que él recuperó para un museo mexicano y que confirma la reconstrucción literaria de su figura cuando lo hago restaurar el Retablo de Issenheim, en Colmar, Alsacia, cuando huye de Alemania a Francia. ¿Seguir la historia? Pero el objeto que me suscitó un estremecimiento –si vos querés,  literario-, fue la valija trasegada, de cartón fuerte y herrajes. ¿Qué descubro? Miro y veo unos stickers antiguos, corroídos: la valija era de Theresienstadt, de Terezin, del campo de concentración donde había estado la madre de Pedro. Un sitio central en el esquema nazi de los campos de concentración porque era presentado como donde supuestamente la gente estaba “cuidada” y podía seguir haciendo su vida, aunque no para vivir sino para ser trasladada a Auschwitz. De hecho, en una película posterior a la Shoah de Claude Lanzmann, Terezin es el tema en la entrevista de fondo. Él, Pedro, origen de mi historia real e imaginaria, el niño desaparecido y encontrado, desaparecía en el mar pero sus cenizas todavía renacen en historias y piden más relato.

Incluso desarrollaste en esa novela, Yo nunca..., un posible cruce de la madre de Pedro con Walter Benjamin.
– La inclusión Walter Benjamin surgió de un conjunto de fotos que Pedro desplegó en la mesa durante unas de las entrevistas que le hice. Entre varias Pedro eligió una: “Este es Benjamin” me dijo.

Y en el diario de ella hay anotaciones: “Encuentro con W”, “Charla con W”, “Discusión con W”.
– Sí. Eso es verosímil, real, o inventado. Lo que sea. Y eso es un poco la historia de ese último libro, después del cual me quedé un poco exangüe, estrictamente sin sangre. Pero no estoy urgida por armar “una obra”. Hay remansos, una respiración, algo corre, una entrega a la palabra que no se pierde. Por eso me es útil que, de pronto, los amigos me sacudan. (Risas.) Como vos lo estás haciendo ahora. Estos sacudones pueden de pronto empujarme a la máquina de escribir, a la computadora o al papel.

– Está claro: tenés un compromiso con la palabra, con la literatura, y con la historia. Sin urgencias por realizar un “programa” o eso que se llama “una obra”... Sos una persona abierta, expectante.
– En realidad, ese compromiso con la palabra es, en términos generales, un compromiso con todo lo que sean “obras del espíritu” (entre comillas). Porque me gusta mucho escuchar música, me entrego a ella, en exclusivo. ¡Por qué me pondría a escribir? Si dibujo, concentrada en una línea o tejo la forma de un tapiz, o si cocino, ¿por qué estaría pensando en hacer otra cosa?

Una artista multidisciplinaria: escritora, dibujante, traductora...
– ¡Sí! (Risas.) ¡Y tejedora! (Risas.) Justamente este personaje, Pedro Preux, era mi maestro en México en el Taller Nacional del Tapiz, donde aprendí a tejer.


Hacemos una pausa, para tomar café. En el interín, Lucía Feijoo, que oficia en esta ocasión de fotógrafa –es además historiadora y docente de la Universidad de Buenos Aires–, aprovecha para preguntar por un tema que, en el marco de sus intereses y de un tema que viene investigando –el activismo lésbico–, Tununa conoció. La charla toma un giro. Es un momento entonces referido al feminismo y las sexualidades, desde la historia y la propia biografía y experiencias de Tununa.

–Formé parte de un colectivo de feministas que creó una revista en 1977, una idea gestada en el 75, en el Año Internacional de la Mujer. Ahí conocí a las feministas mexicanas, y tiempo después entré a trabajar en esa revista: Fem. Dos o tres compañeras tenían su cabeza puesta en el tema. En esa época no había un “feminismo queer”. Una de ellas, Rosamaría Roffiel, publicó una novela en esa dirección, Amora, considerada la primera novela lesbiana en América latina. Nosotros, en el exilio, teníamos un centro de estudios argentino-mexicano, invitábamos gente, y ahí se hizo una conversación o charla con unas compañeras hablando sobre la cuestión lesbiana.

En ese momento interviene Lucía diciendo que, seguramente, por la cercanía de México con los Estados Unidos, por el “tráfico” de ideas, hubo un movimiento en esos años que acá, en Argentina, “ni se sintió”.

–Toda la bibliografía llegaba más rápido a México. Esas dos compañeras terminaron siendo pareja: decidieron, tiempo después, tener un hijo a comienzos de los 80, fue el primer caso que registré en mi vida. Muy adelantadas. Pero antes de hacerlo hablaron con nosotras, evaluaron. Yo las alenté muchísimo. Buscaron a un dador, por así decir. Ellas dos se hicieron cargo del chico. Fue una experiencia plena, ejemplar. Ese chico debe tener sus 35 años ya.

Aparte de hacer la revista había un compromiso con las luchas sociales, de las campesinas, de las trabajadoras. Cuando se produjo el terremoto del 85, ahí estábamos. Las feministas tuvieron un papel importante. Recuerdo que se habían caído muchos talleres de costura con el terremoto, que fue una tragedia, fábricas enteras derrumbadas, donde trabajaban mujeres, explotadas, obviamente. Ese tema. El tema de las maquiladoras. El tema de la violencia (que no se llamaba femicidio en ese momento). Se produjo la primera marcha del orgullo gay en México, a la que yo fui. Iba Carlos Monsiváis en la cabecera, y otras figuras... era el año 1979. Doné mi colección de la revista Fem al CEDINCI, que dirige Horacio Tarcus.

En México éramos un grupo de mujeres, con una presencia muy fuerte en el ambiente académico: había economistas, sociólogas –a mí no sé por qué me invitaron(Risas.)–. Pero fue realmente una experiencia muy linda, conocer a estas generaciones de mujeres donde había algunas más grandes que yo, y otras menores. Estaba Elena Poniatowska, que había sido fundadora, también Elena Urrutia y Alaíde Foppa, una escritora y poeta guatemalteca. Hace unos días se cumplió un nuevo aniversario de su asesinato en Guatemala: hijos vinculados a la guerrilla, ella misma militante. Era una persona maravillosa; se hicieron películas sobre ella. Es una prócer del feminismo.

La charla sigue. Lucía recuerda y menciona que el archivo del CECINDI se llama “Sexo y revolución”. Tununa suelta un nombre, Carlos Jáuregui.

–Jáuregui venía a verme. Primeros años de los 70. Yo trabajaba en el diario La Opinión. Y él aparecía, y nos visitaba, a mí y a Felisa Pinto, que era mi jefa feminista y más que eso, mi amiga; ella me había invitado a colaborar. En ese momento, antes de irme de Argentina a México, nos reuníamos con un grupo de mujeres para hablar de cuestiones del aborto. Éramos tres o cuatro. La cuestión era muy difícil de tratar, porque nos tapaba la cuestión social, es decir la represión: caían presos compañeros, desaparecía alguien... ya no podías pensar en otra cosa.

Me imagino la dificultad en una situación así, de tener nuevos reclamos, cuando te ponen, con la represión, en una situación defensiva, de retroceso.
– Esa experiencia, sin embargo, hizo que yo tuviera una identidad que legitimaba de alguna manera mi pertenencia a ese proyecto feminista en México. Pienso que las otras mujeres eran más de cátedra. Pero yo trabajaba en la talacha, como se dice ahí: corrección, lectura. (Risas.) Hice muy buenas amigas, algunas de pronto aparecen por aquí. Y había todo un mundo: se hablaba no sólo de temas relacionados con las luchas de las mujeres y los problemas sociales, nos rodeaban artistas, poetas, realizadoras audiovisuales, que hacían la imagen de la revista. Y todo eso formó parte de mi vida en el exilio.


***

Volvemos ahora al tema de la traducción, aunque el exilio y la experiencia mexicana de Tununa no nos abandonará (incluso hará su aparición la figura León Trotsky, figura revolucionaria, imbatible, todavía hoy, en el año del centenario de la Revolución Rusa). Yendo a la cuestión, pregunto por un texto que ella hizo, “Traducir, escribir, transgredir”: cuándo y para qué (o quién) lo escribió.

–Fue algo muy sencillo: me invitó un Colegio de traductores de Rosario; tiene como especialidad traducir no necesariamente textos literarios, sino jurídicos y de otras temáticas. Fui y presenté ese texto, que fue la posibilidad para mí de pensar en qué consiste lo que yo creo que es traducir.

Vayamos del presente al pasado: en este escrito vos reflexionás sobre el oficio mismo, la actividad. Cosa que ya venías haciendo, desde México.
– Yo venía traduciendo del francés que había aprendido en Francia, era un recurso. Creo que mi primer trabajo fue en la editorial ERA. Y no sé qué tanta “calificación” tenía, pero traduje algunos libros. Y bueno, me gané la vida con eso, y con el periodismo. Algunos libros fueron muy complejos, desde el punto de vista de la traducción. Como el del antropólogo francés, Jacques Soustelle. El libro, resultado de una importante investigación, era sobre una lengua, el otomí-pame, para el Fondo de Cultura Económica. El volumen era muy grande, yo me jugué y finalmente la hice. Era algo muy complejo, porque tenía que ir de las traducciones de esa lengua, pasando por el francés y el castellano, fue muy arduo, un tour de force enorme. Y después traduje textos de Alain Badiou, de Pierre Bourdieu... traducciones que implicaban que fuera a la obra de Marx. Como no me iba a poner a traducir Marx, ni a Freud, tuve que ver cuáles eran las traducciones que iba a usar. Para eso fui a consultar la biblioteca de José Aricó.

Y hay dos libros más: unas memorias de Jean van Heijenoort, y otro con cartas de León Trotsky.
- Sí: el libro Con Trotsky de Prinkipo a Coyoacán: testimonio de siete años de exilio, y después las cartas de Trotsky a Natalia. Van Heijenoort, que era un tipo muy exigente, y manejaba el castellano, aprobó mi trabajo. Esa circunstancia está en el origen de mi vínculo con el trotskismo, el argentino y el mexicano. Eso fue muy importante para mí, no solo porque frecuenté ritualmente la casa-museo de Trotsky, sino que llegué a la editorial ERA que me encargó una traducción de Eisenstein; además, cayó en mis manos el libro de Isaac Deutscher, que ERA había publicado. Los tres libros de Deutscher fueron mi paga. (Risas.) Entré a lo que fue la vida de Trotsky muy tempranamente. Estaba muy imbuida de ese personaje, de su presencia en México, cuya historia contemporánea está en algún sentido relacionada con él. De ese trato surgió mi interés por el arte mexicano y una vida intelectual, que empecé a ver de cerca. Conocí, inolvidablemente, a Luis Cardoza y Aragón, que había sido parte del entorno de Frida y de Rivera, que tanto tuvieron que ver con Trotsky. Él había estado cerca de André Breton y del movimiento surrealista en Francia, era un poeta y escritor extraordinario, gran crítico de arte. En una entrevista que le hice sobre su relación con Diego Rivera y Frida Kahlo, me contó historias de esos tiempos en los que la impronta de la revolución incidía en el arte, y me daba una imagen de lo que era la relación de Trotsky con Diego. Esas historias son el trasfondo de un período fundamental, atravesado por el muralismo y por su contraparte, la pintura de caballete, que tuvo artistas extraordinarios. Mi acercamiento a Trotsky tiene tenía que ver con su figura de escritor, con su idea de revolución, su trágica vida, la grandeza con se reponía de los ataques de Stalin. Es una relación de afecto y de respeto.

Y volviendo a Genet: vos ya lo habías traducido: no una novela pero sí un artículo de él sobre Rembrandt. ¿También lo hiciste en México?
- De eso me acabo de enterar. Yo había olvidado esa traducción. Guillermo Piro la encontró en una publicación mexicana y la rescató.

Vos decís que es tan necesario conocer la lengua propia como la que se va a traducir, pero más: todo lo “contextual”, para decirlo de alguna manera.
- Creo que hay que poder pensar en la otra lengua. Yo, que aprendí el francés, pude pensar en esa lengua. El francés es una lengua del pensamiento. Me formé en el campo literario leyendo en francés, con los libros de la época en que viví en Francia, desde el 1968 a 1970. Leí a Duras, Cixous, Yourcenar, leí a Levi-Strauss, a de Saussure, a Foucault, a Sartre –aunque este ya estaba asentado en mí porque lo había leído antes en castellano–. Hablo de todo lo que era vital, que estaba vivo, como Roland Barthes, y todo lo que significó el estructuralismo. Porque además, como daba clases de literatura latinoamericana, tenía que entrar en la teoría literaria, que leía en francés. Y eso me dio una formación en el estudio de la lengua más allá del texto literario “lato”. Pude “especular” con ese discurso intelectual de los franceses, y por eso pude traducir algunos libros teóricos. Era ignara y me volví sabia...

Un “background” que te permite escapar de la traducción (errónea) del transcribir “palabra por palabra”.
– Claro. Eso no es traducir. Sí se me daba, en cambio, el ritmo de lo que es la generación de un pensamiento. En ese sentido creo que uno tiene que conocer las lenguas. No he tenido experiencias de traducción del inglés, que es otra de las lenguas que hablo, pero supongo que es lo mismo. Para traducir hay que vivir –o haber vivido– en el país de la lengua a traducir. No obstante, uno siempre se queda corto, porque la lengua viva (de una ciudad, de un pueblo, de una nación) es difícil de trasladar a otro idioma. Por eso Jean Genet presenta tanto problema: porque es el habla del bajo fondo (el de Querelle...), un argot del marinos y de hombres sin ley. No sé cómo serán las traducciones que se hicieron en España, pero imagino que, obviamente, están llenas de españolismos, que un argentino casi no puede leer. Al mismo tiempo, si se traduce a nuestro castellano local, dudo de que se entienda, por ejemplo, en México. En fin, son problemas de cómo se adecua una lengua hablada –tan rica como la de un poeta, un escritor tan conflictivo, tan complejo como Genet–, donde hay momentos de alto vuelo poético. Estoy en esa tarea. Espero salir adelante.


 

 

 

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