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A propósito de Heldenplatz, de Thomas Bernhard
Por Demian Paredes
@demian_paredes
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Austria, en las décadas de 1920 y 30, fue codiciada y reclamada por el fascismo alemán. Pequeña nación alpina, su geografía y materias primas la hicieron estratégica y económicamente importante, “apetecible”, para las potencias imperialistas –entonces en abierta lucha, durante la primera posguerra– en Europa. El historiador Ian Kershaw, en su gran biografía sobre Hitler, consigna que en la primera página de Mi lucha, publicado en 1925, Austria aparece como objetivo: “La Austria alemana debe regresar a la gran patria alemana, y no debido a ninguna consideración económica. No, y otra vez no: incluso si esa unión fuera irrelevante desde un punto de vista económico; sí, incluso si fuera perjudicial, debe producirse en cualquier caso. Una sola sangre exige un solo Reich”, escribió Hitler, con su típica prosa tosca. Y Kershaw señala también que, incluso antes, en 1920, el programa del Partido Nazi proclamaba y pretendía, ya en su primer punto, “la fusión de todos los alemanes […] en una Gran Alemania”. Tanto la política del nazismo (el interés económico y el antibolchevismo de Göring) como su doctrina e ideología (el racismo en pro de la “pureza de sangre” de Hitler) llevaron, en 1938 –como parte de una ofensiva expansionista– a la “anexión” (Anschluss) de Austria al Tercer Reich. Cincuenta años después, “conmemorando” aquellos hechos históricos (doscientos cincuenta mil austriacos vitoreando a Hitler cuando este llegó a Viena, el 15 de marzo), el escritor Thomas Bernhard entrega lo que será su última obra antes de morir, situada en el mismo presente de 1988: el drama Heldenplatz.
Publicada por la editorial argentina El cuenco de plata –que ha seguido de inmediato con otro libro de Bernhard, En las alturas–, Heldenplatz toma y discute los tópicos preferidos-permanentes de Bernhard (sea en su teatro, en su obra narrativa o poética): la aniquilación sin remedio que persigue al ser humano, las catástrofes políticas (el fascismo, las guerras) que hunden a millones en la crisis y corroen (individuo por individuo) su existencia, su espíritu y mente. Las instituciones, de las que es enemigo acérrimo: la Iglesia y el Estado. La gran farsa que es la existencia humana y todo su sistema social-económico-político-cultural-artístico. En definitiva, desarrolla una negatividad pura y dura, completamente desesperanzada, oscura; una crítica feroz, sin compasión alguna, por el individuo y sus anhelos (vanos, falsos, condenados desde siempre –¿y para siempre?– al fracaso), la sociedad, su ideología, moral e instituciones. En 1977, en una “conversación nocturna” en su propia casa de Ohlsdorf, con Peter Hamm (publicada en 2011), Bernhard dijo que en su país “todos hablan siempre de gasear”. Hamm le dijo: “¿El cura de su pueblo habla de gasear? Eso es imposible”. A lo que Bernhard replicó: “¿Por qué? En Austria, casi todos, sin pensarlo mucho, hablan siempre de gasear. ‘Ese se le cayó a Hitler de la parrilla’ o ‘Habría que gasearlos’. Y cuando alguien no lleva los zapatos de tacón apropiados o no anda exactamente como ellos se imaginan, dicen que habría que gasearlo”.
Heldenplatz propone nada más y nada menos que un suicidio –el de un profesor judío que se vio obligado a emigrar por varias décadas, Josef Schuster– para comenzar a desarrollar la obra, en la que distintas generaciones y temperamentos discuten alrededor del muerto, recién enterrado, pero también de los vivos (ellos mismos), los motivos o causas que pudieron haber llevado todo a tal desastre. La viuda, por su parte, tiene una enfermedad mental monstruosa: no puede dejar de oír, cuando está en Viena, por la ventana que da a la “Plaza de los Héroes” –la Hendelplatz–, a las muchedumbres vitoreando, exaltadas, al Reich, aquel año 38.
Así, el ama de llaves y la criada, las dos hijas del profesor y el tío de ellas, hermano del suicida, desgranan, a lo largo de tres escenas –junto a algunos personajes más–, sus temas. A los motivos del suicidio suman hechos (actuales y pasados) para discutir Austria, su historia y situación actual, además de las (conflictivas, despóticas, dominantes) relaciones intrafamiliares. Se recuerda que el padre aseguraba: “De mis compañeros el noventa y nueve por ciento son nazis”, “o representan el embrutecimiento católico / o el nacionalsocialista / viles y abyectos son todos / la ciudad de Viena no es más que una bajeza embrutecida”. Y que también decía: “cuando el ser humano no tiene ya salida / tiene que matarse”. Le dice una hija al tío: “todo es mucho peor / que en el treinta y ocho / y todo será todavía mucho más horrible / la hostilidad se muestra de una forma totalmente abierta / el odio a los judíos se muestra ya ahora de una forma totalmente abierta”. Y este, ante el pedido de que firme un pedido o haga una carta al Estado contra unas construcciones, afirma: “La vida entera no es más que una protesta / y no sirve de nada / todos se gastan con sus protestas / hoy se protesta contra todo / y no sirve de nada”. Para luego concluir: “ya no comprendo los signos de mi época / los signos de su época no los comprende nadie”.
Derrota, desánimo, pesimismo absoluto, crisis… y hasta un poco de (negro) humor. Bernhard utiliza la historia y el hecho luctuoso para arremeter contra su propia patria, criticando y acusando, con su repetitivo y machacador estilo. (Se puede recordar, también, cómo comienza En las alturas, escrito originalmente en 1959: “Patria, absurdo, / las tradiciones utilizan continuamente las mismas palabras, giros, triunfalismos: desarrollo de sus familias, de sus propias personas, connacionales: Estado nacional, gramática nacional, salud nacional, válvula de escape nacional, paraíso nacional, himno nacional, tradición nacional, fiesta nacional, etc.”) Como todo texto teatral, Heldenplatz posee una “doble vida”: la que surge al leerse en libro –en este caso, uno con frases prácticamente sin puntuaciones, signos, ni indicaciones para los actores–, y la que ofrece con cada puesta en escena –la obra fue solicitada en su momentos al autor por el director Claus Peymann, para conmemorar el centenario del Burgtheater, donde se estrenó con mucho público y éxito, escándalo y revuelos–. Como ocurre con el conjunto de sus libros, es una escritura que se compone de una constante espiral de frases y conceptos reiterados, como un “loop”, obsesivo-obsesionante, que genera y manifiesta la subjetividad de los personajes (como la locura que niega tener el desterrado profesor –y recuerda-repite el “personal doméstico”–, pero sí “predilección” por la puntualidad, los zapatos muy lustrados, las camisas bien planchadas, y distintos conceptos y disposiciones familiares que deja tras su muerte), y la propia ideología e imaginario del autor (el desprecio absoluto por el fascismo, la vileza y la hipocresía que anidan en la sociedad, repetidos una y otra vez como voluntad retórica de expresión); estos son los motivos que, en fraseos cortos, circulan por toda la obra; en suma, tanto es una composición musical como estructura narrativa. (En una entrevista, al preguntársele si escribía “desde una posición de odio universal”, Bernhard contestó: “Yo amo a Austria. Esto no se puede negar. Pero la estructura del Estado y de la Iglesia es tan horrible que sólo se puede odiarla”.)
Heldenplatz oye la dictadura del fascismo: un eco que todavía resonaba tras cincuenta años. Esta obra de Bernhard, fiel al conjunto –que pareciera que lo re-presenta, que fuera una pura emanación de su conciencia–, tan crítica como pesimista y “unilateral”, y que ganó tantos admiradores como detractores (su traductor al castellano, Miguel Sáenz, recuerda en la biografía que hizo de Bernhard algunos de los epítetos que este ha recibido a lo largo de los años, que “llenarían varias páginas” y son en muchos casos antagónicos: desde “artista de la exageración” y “maestro de la nada”, a “patriota” y “sentimental”, pasando por “aguafiestas” y “alegre”), es indudable que lanza algunas verdades. La “manía” que padece la viuda del suicidado (el crescendo de las masas aclamando al dictador triunfante), acaso no sea un mal particular, una enfermedad que se niega a remitir, sino algo mucho más real y presente –o al menos persistente–. Algo que acecha.