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Prohibido (no) leer:

Por Daniel Pereira Franke
Publicado en revista Grifo, N° 38. Diciembre de 2019



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Hace poco más de dos mil años atrás, algún ciudadano o ciudadana de Pompeya escribió sobre uno de los muros de la ciudad: “La obra de arte se queja de que quede algún espacio libre para el escritor”. Un pequeño fragmento del pasado, que reúne, sin quererlo, la esencia de aproximadamente otros once mil rayados en las calles de la Antigua Roma. Graffitis que no hablan más que de su propio contenido –pues no sabemos quién los escribió–, y, nos guste o no, sostienen en su escritura una voluntad común a todo texto: una vez escrito circulará, tanto entre quienes lo entiende como los que no, sin importar las intenciones originales del autor/a.

La tiranía del texto en los libros tiene un límite. Y no hay que ir lejos para entenderlo, pues si el discurso de un libro no es de mi gusto, basta cerrarlo para coartar así su circulación. Esto, vale decir, es una libertad condicional que el papel/libro pone sobre su propio potencial creativo (disposición del texto, orden, montaje, etc.), ya que solo logra su cometido si el lector o lectora se predispone al acto de lectura. Y es por esto por lo que los graffitis se convierten en un caso paradigmático, pues se suele creer –basta mirar a los chalecos amarillos a la chilena– que el acto de borrarlos causa el mismo efecto que el de cerrar un libro: dejar un mensaje incompleto. Pero la verdad es que la lógica de este género apunta exactamente hacia aquello.

El rayado es texto fragmentado, repartido sobre muros, escritura efímera que se sabe destinada a morir, palabra que al igual que un rumor recorre las calles de la ciudad, haciendo de sí mismo un arma contra una ciudadanía acostumbrada a leer solo lo que elige leer. En otras palabras, un rayado no espera el encuentro, sino que lo provoca y expone en este acecho la real jerarquía de las cosas: no leemos porque queremos, sino porque estamos obligados a leer. Esto hace de su borrado, a manos de gente ofendida, la prueba innegable de su circulación.

La poesía, dice uno de los tantos graffitis que actualmente escriben Santiago, «se hace en la calle». Y tal vez, el anonimato detrás de esto nos recuerde una de las grandes falencias de la literatura actual, que a regañadientes es aceptada por la academia: su falta de praxis, de un rol concreto e inmediato, reflejado en la incapacidad de subvertir la pasividad del ojo contemporáneo, que hasta la llegada del graffiti, no tenía más que cerrar un libro para protegerse de las verdades incómodas. Verdades que teníamos prohibido no leer



 

 

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Prohibido (no) leer:
Por Daniel Pereira Franke.
Publicado en revista Grifo, N° 38. Diciembre de 2019