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Amor y política en Agustín de Hipona, de Daniela Pinto Meza

Por Ronald Durán Allimant
(Profesor del Departamento de Filosofía, Universidad de Playa Ancha)
Valparaíso, 12 de octubre de 2018



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La lectura del libro Amor y política en Agustín de Hipona. Una visión crítica (2018), de Daniela Pinto Meza, me ha despertado diversas preguntas y provocado diversas reflexiones. En este escrito me centraré en algunas de las temáticas planteadas en el libro que apuntan a problemáticas de urgente actualidad. Pero antes, creo necesario realizar una suerte de visión panorámica, una suerte de imagen o esquema de la visión metafísica de Agustín dibujada por Daniela en su libro.

El libro tiene como eje central la noción de ordo/amoris (orden amoroso u amor ordenado). En esta expresión se conjugan dos momentos diversos. Por una parte, está presente en ella el orden, o una disposición ordenada o reglada, que en cierta medida podemos asociar a algo más bien estático o estructural. Por otra parte, tenemos el amor, definido como tendencia o impulso, y como tal, siendo un elemento dinámico que implica movimiento o al menos el comienzo de un movimiento. Así, en ordo/amoris se conjugan lo estático y lo dinámico. Antes de desarrollar más este punto, quiero enfatizar el carácter paradójico de la noción de tendencia (amor), implicándola carencia de algo que en cierta medida ya se posee. Así, por ejemplo, cuando deseamos algo, tenemos ese algo de alguna manera ya en nosotros, pero como carencia. Por otra parte, la satisfacción del deseo anula el deseo mismo. Así se afirma, por ejemplo, en la película de Luis Buñuel Ese obscuro objeto de deseo (1977), en donde la mujer que es deseada por el protagonista rechaza entregarse porque de hacerlo perdería el poder que tiene sobre él. En esta misma línea, Platón en el Banquete definía el amor (Eros) en su ambigüedad como hijo de la abundancia (poros) y de la pobreza (peria). Este paradójico tener pero no tener, es propio de la concepción del movimiento asociado a la finalidad. ¿Por qué se mueven las cosas? ¿Por qué nos movemos nosotros? Porque buscan o buscamos alcanzar algo, algún fin (télos), que en cierta medida ya tienen o tenemos (conocemos).

Volviendo al punto inicial, tenemos entonces que ordo/amoris, implica a la vez una dimensión estática o estructural y una dimensión dinámica, siendo ambos momentos indispensables para tener una unidad dinámica, que da lugar a un devenir, a una historia, que es al mismo tiempo un orden, un cosmos. En Agustín, como destaca Daniela, este orden amoroso es sinónimo de justicia, entendida como dar a cada uno lo que le corresponde, pero que en clave amorosa es «amar más lo que vale más […] amar menos lo que vale menos» (p. 60). Así, el lugar que ocupa cada cosa en el orden cósmico está directamente asociado a cuán digna sea de ser amada esa cosa, a su amabilidad, por así decir. La perfecta justicia sería entonces amar a cada cosa según su amabilidad. Este orden amoroso que es justo en la medida en que seda a cada cosa lo que le corresponde, y cada cosa tiene asignado su sitio según esta ordenación, constituye según la tesis de la autora, el fundamento ontólogico no sólo de lo natural, sino también de lo individual, de lo social y del devenir histórico.

La historia aparece aquí como una consecuencia necesaria de la unidad dinámica fundada por el ordo/amoris, que en cuanto dinámica se da sólo en el movimiento o en el dinamismo. Sin embargo, debido a la concepción teleológica o finalista subyacente en este enfoque, el orden mismo, no es producto de la dinámica o del devenir, sino que es previo, está dado de antemano, y es condición de posibilidad del devenir mismo. Y este devenir, por su parte tiene dos vías posibles: o bien tiende a su propia anulación en el fin que busca alcanzar el individuo, la sociedad o la naturaleza; o bien se mantiene en una actividad continua nunca alcanzando su fin, aunque tendiendo siempre a él cada vez más (asintóticamente). En el caso de Agustín, parece dominar el segundo esquema, al menos entre creación y juicio final, que corresponderían, según mi opinión, a límites infranqueables, siendo La Ciudad de Dios el télos de la ciudad terrenal, hacia la que ésta tiende, sin nunca alcanzarla plenamente. El amor ordenado, aparece en el esquema dibujado por Daniela en su libro, como aquello que mantiene en movimiento al individuo, la sociedad y la naturaleza, cada uno de ellos incorporando su fin propio unificador y su relación y lugar propio dentro del orden cósmico.

Otro aspecto paradójico del modelo teleológico presente en Agustín, aunque esto es propio de los modelos teleológicos en general, es que el movimiento se entiende a partir del reposo. El orden bueno y justo preexiste, como ya dijimos, de alguna manera a su concreción histórica, y es su fin y guía. El amor nos impulsa hacia este orden, tendencia que conduce a la felicidad (o quizás es la felicidad misma, si la entendemos como el proceso mismo de seguir el camino correcto y no como un estado final). Al mismo tiempo, el ordo/amoris se expresa en leyes naturales, que establecen la guía o las reglas de acción y actividad que han de seguirse si se quiere coincidir con este orden subyacente.

Es aquí donde podemos incorporar el momento de libertad que ha de estar siempre presente si queremos considerar la dimensión ética de las acciones o la construcción de la historia, y la encontramos en el poder elegir o no elegir actuar según el orden trascendente que define qué acciones deben o no realizarse (es decir, este orden establece un orden normativo). La libertad es posible, en este caso, porque aquello que mueve, el amor, tiene una doble naturaleza, identificadas como charitas y cupiditas. El primer impulso amoroso nos lleva más allá del ámbito de lo terreno al orden/amoris, que aquí podemos identificar con Dios; mientras que el segundo nos sumerge más aún en este mundo sin trascendencia. Así Agustín afirma: «Amad, pero pensad qué cosa améis. El amor de Dios y el amor del prójimo se llama caridad; el amor del mundo y el amor de este siglo se denomina concupiscencia. Refrénese la concupiscencia; excítese la caridad» (p. 50).

Después de dibujar este esquema general que Daniela elabora de manera mucho más cuidada y precisa en su libro, quisiera referirme a algunos aspectos de la propuesta agustiniana, tal como es interpretada por la autora, aspectos que creo resultan relevantes para pensar nuestra situación actual. Un primer punto, que con perspicacia se plantea en la parte final del libro, es que la propuesta de Agustín se basa en un esquema o concepción de mundo que no es la nuestra. Para él, resulta un dato la existencia de un Dios que es garante de sentido y trascendencia, que garantiza el orden amoroso, y por tanto la existencia de un orden preestablecido resulta un punto de partida seguro. Sin embargo, nuestra situación actual es contrapuesta. No tenemos un orden trascendental que establezca un sentido único y que permita a todos aceptarlo como tal, de manera no problemática. El intento actual más cercano sería la Declaración Universal de Derechos Humanos. La unidad por lo tanto, no es algo dado, sino un proyecto, aquello que debe construirse sin contar con un plan que nos guíe de manera infalible, y sin avizorar, por otra parte, un único plan, sino múltiples y muchas veces contradictorios planes o proyectos de vida. Por esto se proponen o plantean éticas de mínimos que buscan ajustarse al carácter múltiple de nuestras sociedades multiculturales. Según estos planteamientos, sólo podríamos coincidir en ciertos principios mínimos básicos (libertad, democracia, justicia social, etc.), mientras que los proyectos de vida individuales (por ejemplo la búsqueda de la felicidad) pasarían a ser ocupación de cada individuo.

Ahora bien, podría pensarse que estos mínimos son arbitrarios o que son un supuesto sin fundamento adecuado. Es aquí donde encontramos diversas propuestas que apelan a la comunidad como núcleo que permitiría una unidad que construida y no dada. Daniela expone algunas de las maneras en que se entiende la comunidad, destacando a partir de Agustín la unidad de la multitud en la coincidencia de lo que se ama (p. 41). Si bien esta es una vía posible para afrontar las dificultades de nuestra situación actual, tiene también sus inconvenientes. Y es que la apelación a lo común, inmediatamente enfatiza características específicas que establecen un límite radical entre quienes cumplen estas características comunes y quiénes no. Este cierre o clausura, puede conducir a comunitarismos en el peor sentido, comunidades de raza, género, etc. De hecho, una de las críticas a las llamadas «comunidades virtuales» fue que llevaban a la reunión y clausura de aquellos que compartían características entre sí, dejando de lado la diferencia, que obligatoriamente tenemos que aceptar cuando vivimos en sociedad. En la sociedad estamos obligados a compartir con quienes no son como nosotros y con quienes no compartimos nuestros valores o proyectos de vida.

Ahora bien, tanto en la apelación a mínimos como en la apelación a la comunidad creo encontrar a la base una unidad que es un orden estático. En cierta medida, en ambas propuestas se apela nuevamente a un orden trascendente. Orden trascendente, o algún tipo de orden que cumpla un rol similar, que es requerido para criticar o rechazar la situación presente. Sólo se puede criticar porque se supone que se conoce o se posee un orden normativo (que dice cómo deben ser las cosas) que sirve de patrón de medida de lo que es. Así, podemos decir que nuestra sociedad es injusta o desigual porque creemos saber o conocer lo que es la justicia o la igualdad, y que esa igualdad o justicia deben efectivamente realizarse. Generalmente este modelo trascendente se acepta o asume de manera acrítica, estableciendo una diferencia radical entre quienes conocen este orden verdadero y quienes no, estos últimos serían seres sin conciencia, carentes de conocimiento, etc.

Vemos así que para juzgar o criticar lo que es, lo que somos, la sociedad en que vivimos, necesitamos siempre una suerte de modelo que podríamos llamar utopía. Ciertamente, la apelación a utopías parece fuera de época, sobre todo en periodos de falta de confianza en y rechazo de grandes relatos. Pero utopía no tiene por qué significar necesariamente un modelo inmutable ya bien dibujado de antemano, una suerte de orden preestablecido, sino que puede significar simplemente la capacidad imaginativa de pensar alternativas que nos resultan deseables y la capacidad de realizar acciones para cumplir esas alternativas deseadas. Me he sorprendido constantemente, cuando en clases les digo a mis estudiantes, hablando sobre utopías, que describan o caractericen sus espacios utópicos, y sus respuestas terminan dibujando un mundo bastante parecido al que ya tenemos, incluyendo en estos mundos celulares e internet. Así, se dibuja una suerte de mezcla entre un paraíso de verde inmaculado que incluye televisores con netflix y conexión a internet.

Cabe aquí mencionar el rol que las tecnologías pueden jugar, y creo juegan, en la posible configuración de comunidades. Generalmente, las tecnologías o los artefactos técnicos se conciben como meros instrumentos, meros medios, y como neutrales desde una perspectiva ética o política, ni buenos ni malos, su cualificación como tales dependería sólo de su uso. Sin embargo, se olvida aquí que no solamente hacemos nuestra vida y nos constituimos como sujetos con otros seres humanos, sino también con cosas, con artefactos, con teléfonos móviles, computadores, automóviles, ropas, etc., y que como afirma el filósofo de la tecnología estadounidense Langdon Winner: «Modificando la forma de las cosas materiales, también nos modificamos nosotros mismos».

Para autores como EmanueleCoccia, por ejemplo, en su libro El bien en las cosas: la publicidad como discurso moral (2014), la felicidad resulta algo menos abstracto de lo que creemos cuando se nos pregunta por ella, y serían cosas, cosas y mercancías ofrecidas por la publicidad; algo que, según el autor, no queremos reconocer, quizás por una suerte de vergüenza, aludiendo cuando se nos habla de felicidad a conceptos más «espirituales» pero al mismo tiempo más «abstractos». Aunque no coincido con Coccia en que la felicidad sea reducible a cosas o a estilos de vida, sí creo que debe tomarse en serio el rol activo y constitutivo que juegan las tecnologías y los artefactos técnicos en la configuración de nuestras formas de vida, en la construcción de nuestros proyectos vitales, y en la apertura y cierre de posibilidades; y por lo tanto, no pueden dejarse de lado al considerar la posibilidad de construir comunidades. Por ejemplo, la estructura de los edificios configura en gran medida el tipo de vínculos y acciones que se pueden realizar en ellos.

Finalmente, quiero referirme a otro punto que resulta relevante en la propuesta de Agustín, interpretado por Daniela, y es el amor y el orden amoroso en un sentido no puramente humano o social sino cósmico. Estas ideas resultan análogas a algunas que se han desarrollado en la segunda mitad del siglo XX en el ámbito de la ecología y el ecologismo. Así por ejemplo la bióloga Lynn Margulis, planteó una biósfera no regida por la lucha por la sobrevivencia del más fuerte, sino un universo armónico basado en principios colaborativos, en principios simbióticos, contra la corriente principal que ha concebido lo biológico a partir de metáforas bélicas. En este esquema, comportamientos altruistas como arriesgar o entregar la vida para salvar la de otro, no resultan tan extraños. Estas corrientes ecologistas beben en cierta medida de la atmósfera de los años 60, y sus concepciones del amor como una fuerza de unidad cósmica, posiciones que resurgieron con fuerza en los años 80, por ejemplo, en las corrientes new age.

Con estas referencias, solo he querido indicar que los temas identificados por Daniela en Agustín tienen completa vigencia y resultan una vía posible para enfrentar el complejísimo problema que implica establecer la unidad de lo múltiple, la unidad sin anular las diferencias. Tengo que decir por último, que la apelación al amor como motor de la actividad a distintos niveles (individual, social, cósmico), apunta en una dirección que me parece adecuada, pues apunta al perfeccionamiento y al florecimiento, de por ejemplo nosotros como individuos, no encerrados en nosotros mismos, sino con la vista puesta en algo más allá de nosotros: los otros individuos, las cosas que nos rodean, las comunidades, el entorno natural, la posibilidad de trascendencia, las generaciones futuras, etc. Esta manera de entender la acción resulta clave cuando se plantean problemas de lo que se denomina bioética global (cambio climático, biodiversidad, contaminación, etc.). Este actuar yendo más allá de nosotros mismos, es clave para establecer formas de vida en común, comunidades, y generar cambios, y nuevas alternativas.

 

Durante la presentación:  
De izquierda a derecha: Daniela Pinto Meza, Camila Corveleyn y Ronald Durán.



 

 

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