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El desastre y el resto. Testimonio y orden reproductivo en Señor del vértigo, de David Preiss

The disaster and the rest. Testimony and reproductive order in Señor del vértigo, by David Preiss

Javier Bello
Universidad de Chile
jbello@gmail.com

ANALES DE LITERATURA CHILENA Año 13, Junio 2012, Número 17, 197-217


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RESUMEN
Este trabajo pretende dar cuenta de qué maneras en el primer libro del poeta chileno David Preiss (Santiago, 1973), titulado Señor del vértigo, la subjetividad se constituye a partir de la posibilidad de testimoniar el desastre que significa la Shoá para el pueblo judío, y de qué modos se articulan discursivamente las posibilidades de sentido y representación de “lo poético” y “lo humano” en este contexto, haciéndose cargo el sujeto del mandato divino/paterno que preside esta memoria personal y colectiva, al mismo tiempo que las incidencias de la negatividad y la individuación que elaboran formas particulares de fuga a partir de estos requerimientos. Al mismo tiempo, este trabajo intenta establecer un paralelo con las formas que adquiere la masculinidad ante el mandato paterno constitutivo de la reproducción carnal, lingüística y simbólica.

Palabras clave: Poesía chilena, David Preiss, testimonio, género, Shoá

ABSTRACT
This study examines the Chilean poet David Preiss’ first book, entitled Señor del vertigo (Lord of Dizziness; Santiago, 1973), in order to present the ways in which subjectivity is constituted, arising from the possibility of witnessing the disaster that Shoah means for the Jewish people, and in what discursive ways the possibilities of meaning and representation of “the poetic” and “the human” in this context articulate.

It also explains how the subject takes over the divine/paternal command presiding personal and collective memory, as well as the incidences of negativity and individuation that produce particular forms of leakage from these requirements. At the same time, this paper attempts to draw a parallel between the forms that masculinity acquires facing the paternal constitutive mandate of the carnal, linguistic and symbolic reproduction.

Key words: Chilean poetry, David Preiss, testimony, gender, Shoah.

 

Y será en el día esse, no añadirá más resto de Ysrael, y escapamiento de
casa de Yahacob, para sostenerse sobre su feridor, y será sostenido sobre Adonay,
santo de Ysrael, con verdad.
El resto tornará, resto de Yahacob, al dio barragán.
Porque si fuere tu pueblo Ysrael como arena de la mar, resto se tornará en
él, fin tajada ondeán justicia.

Isaías X, 20-22. Biblia de Ferrara.

“Has elegido, decía Reb Eloda, y, ahora, estás a merced de tu elección.
Pero ¿has elegido ser judío?”
Y Reb Ildé: “¿Qué diferencia hay entre elegir y ser elegido cuando sólo podemos
someternos a la elección?”

Edmond Jabès, Libro de las preguntas.


La obra poética de David Preiss (1992, 1994, 1995, 2000, 2010, 2012) parece contestar de diversas maneras, y al mismo tiempo de una, a la máxima de la Escuela de Frankfurt: “Después de Auschwitz escribir poesía es un acto de barbarie”. Encontrar una respuesta, como hizo Hölderlin, a la pregunta: “¿Para qué poesía en tiempos de penuria?”, y un sentido para esa respuesta, ha sido búsqueda de ocupación permanente de la lírica contemporánea, motor del cuestionamiento constante de la escritura, del vínculo poético con la experiencia y la interrogación de la condición habitable de los lenguajes de lo humano. Acorde con esta proposición, Preiss no sólo escribe poesía “después de Auschwitz” sino desde, a partir de Auschwitz, experiencia central de nuestra época, la que no sólo inaugura una forma y una proporción desconocida, hasta entonces inimaginable, de la perversidad humana, sino que pone en cuestión las capacidades de juicio y representación, y el concepto mismo de lo que consideramos humano. El carácter ético de los poemas de Preiss se fundamenta en las implicancias de estos cuestionamientos, ethos cuyas encarnaciones se despliegan desde la conciencia individual y la referencialidad histórica hasta la presencia mayúscula del Silencio y el motivo de la escritura del “negro sobre el blanco”, figuras que reúnen la contemplación alucinada de un mundo conformado por la escritura Solar –el orden de las Luminarias–, la presencia y ausencia fundante del Creador –el Mundo creado para los hombres como una escritura incomprensible, cruel– y la figura del sujeto en tanto testigo, el que confirma su distancia e intenta acercarse al objeto de su testimonio, objeto que, si bien se asienta y se pierde en la lejanía histórica, puede ser recuperado por medio de las estrategias discursivas y las figuraciones poéticas.

La poesía de Preiss se encuentra tensionada por las paradojas del discurso testimonial de la Shoá[1]– “desastre” en hebreo y no el “sacrificio” que implica la palabra “holocausto”– y el mandato de la memoria en tanto constituyentes de la propia identidad y el destino del pueblo judío, peso simbólico impuesto por el Padre, del que en más de algún momento el sujeto pide ser relevado. Los poemas de Señor del vértigo, que paradójicamente pueden ser calificados como insistentes ejercicios de resistencia frente al enorme poder del olvido individual y concertado de la Shoá, que dan cuentan de –e intentan reparar– los “abusos de olvido”, infringen en el sujeto un “abuso de memoria”, como lo define Paul Ricoeur, al constituirlo como testigo, figura central en la obra del poeta chileno[2]. La contradicción, la imposibilidad, la impotencia y la condición deficitaria del sujeto acaecen poetizadas en la representación de la propia masculinidad, enfrentada al mandato paterno constitutivo de la reproducción carnal, lingüística y simbólica. Pese a esta imposición, la subjetividad logra elaborar modalidades propias de fuga.

El Silencio de Preiss no es solamente un Silencio religioso, en el sentido en que lo afirma Julio Ortega en su libro Caja de herramientas (Ortega 129-32), sino que consideramos que el poeta chileno identifica, en primera instancia, el poderoso anverso del lenguaje con el testimonio de lo indecible que encierra la experiencia del exterminio en la “fábrica de cadáveres”, problemática que podemos revisar en Lo que queda de Auschwitz, de Giorgio Agamben (2005). Para Agamben cualquier testimonio sobre la Shoá encierra en su misma constitución, el núcleo de lo indecible –apoyándose en la definición del “musulmán” como un no-sujeto elaborada por Primo Levi[3] –, pues devela no sólo ese espacio y ese momento donde todo sistema de signos ha cesado, sino también la imposibilidad práctica de testimoniar la experiencia de la desaparición. Levi resulta para Agamben el testigo perfecto, pues ha sobrevivido sólo para dejar constancia (Agamben 14-5): sin embargo, no puede testimoniar como un tercero (del lat. terstis), objetivamente, pues estuvo implicado de forma absoluta en los sucesos que narra. Levi representa el testigo, en el sentido de llegar al final de la totalidad de un proceso, alguien que vivió esa experiencia de manera completa (superviviente, sobreviviente, del lat. superstes); al mismo tiempo, sólo por haber sobrevivido, se encontrará siempre con el vacío de lo intestimoniable.[4]

Por otro lado, la sobrevivencia imprime en el sujeto la culpabilidad de haber ocupado el “lugar del otro”, incluso de aquellos cercanos o amados, culpa en la que insiste Primo Levi en Los hundidos y los salvados (471-652). Sin duda, la cercanía de Preiss a esta constante en la obra de César Vallejo tiene que ver con la persistencia de este motivo en la propia escritura[5]. El motivo de la culpa se combina en el trasfondo con la conciencia de no haber estado allí y estar obligado a hablar por ellos, en vez de ellos, incluso hablar sobre lo que los otros narraron o contaron al propio sujeto que escribe, en depósito de confianza, en señal de advertencia, de ejemplo o de mandato para la memoria. Más cerca de Paul Celan que de Levi, Preiss no estuvo allí, sí sus abuelos sobrevivientes y, con ellos, el oído feraz del poeta, cuya capacidad de ficción, de imaginar (como propone Derrida 2005), vuelve a las palabras hacia la verdad, intenta devolverle a esa verdad su vida en la escritura. El poeta anota al comienzo de la edición de 1994 de Señor del vértigo:

Los hechos que originaron este libro sucedieron aproximadamente treinta años antes de que yo naciera. Sin embargo, los conserva mi memoria. Y no tendrá luto mi corazón mientras recuerde.

No he cruzado nunca, en vida, aquellos umbrales del horror. Mas algo de mí ha quedado allá sacrificado. Algo que, como la piel, llevaré conmigo hasta la muerte.

Ellos estuvieron allí. Ahora se quedaron para siempre con nosotros. Para no volver. (Señor 5)

La poesía de Preiss, al igual que la de Celan, orbita atraída por la feroz necesidad de decir lo que ha acontecido mediante la Palabra, la cual se ve, a la vez que poseída por esa fuerza, impedida por lo indecible, lo irrepresentable, aquello invisible e inaudible, el reverso del fundamento, constante metaforización de dos caras que coloca al sujeto ante un umbral fictivo de entrada y de salida, portador del mandato del testimonio. Si para el autor la forma poética está ahí como un modo de recordar, junto a lo recordado, al mismo tiempo, inseparablemente unido al carácter proteico de la memoria, se encuentra el pulso, el latido de lo humano, el aliento vital que testimonia lo anterior como vivo y vuelve vivo lo escrito, pulsión desarraigada en la poesía del autor, que elabora maneras de manifestarse más allá del predominio de la escritura, del lenguaje como sistema de signos: formas mudas e incompletas, que se constituyen en el territorio de lo irrepresentable. Así, el sujeto se interroga y asombra con la existencia de la poesía sobre las ruinas de la aniquilación. El poema “Las mariposas de Theresienstadt” se encuentra precedido de las palabras de Pavel Friedman, fechadas en el campo de concentración nazi el 4 de junio de 1942:

Aquel último
resplandor de agudo y fuerte amarillo,
más vivo que el del sol, es una lágrima
sobre la piedra blanca…
Aquel resplandor de entonces era el último.
Pues aquí no vuelan las mariposas
… (Preiss Señor: 30)

Las palabras de Friedman consignan como imposible aquello que el sujeto observa, abrumado por la certeza de la muerte: el resplandor de la mariposa sobre la piedra es el “último”, es una lágrima de dolor y no el color de lo vivo. El poema de Preiss mantiene una constante dubitación entre el discurso corroborativo, que asegura que lo que ve está ahí donde lo ve, y un discurso dubitativo, que duda sobre lo anterior y sobre la naturaleza de aquello que observa, sobre la sustancia que lo constituye, negándolo y transfigurándolo, como sucede en las palabras de Friedman:

He visto las mariposas de Theresienstadt,
pero no hay mariposas en Theresienstadt,
¿qué si no son mariposas?
¿qué si no son de Theresienstadt?
Yo he visto las mariposas de Theresienstadt.
[…]
He visto los niños de Theresienstadt,
¿qué si no son de capullo?,

¿qué si no son de Theresienstadt? (Señor: 30)

Las palabras de este testimonio presentan la constatación de lo que hay y no puede haber en el lugar del horror, de lo que está y lo que no está al mismo tiempo en la conciencia que lo visita. Lo imposible en medio de una realidad devastadora –el color, el capullo, los niños, la mariposa, la belleza– da cuenta de lo humano y al mismo tiempo lo extraña, lo vuelve ajeno, inaprensible; la contemplación alucinada ante el despojo, el resto de la vida, transforma la visita de la conciencia-que-constata en un imprevisto cuestionamiento de su propia existencia, de su lugar y tiempo. Dónde está y cuándo está el que habla en el poema, es la pregunta que surge al intentar responder las que éste enuncia: al poner en duda su condición y existencia, ¿se encuentra realmente lo corroborado, lo referido, frente a la contemplación del sujeto que lo enuncia y lo enjuicia? La capacidad de representación del poema establece al mismo tiempo un juicio a la realidad y un juicio a sí misma, dada la ambigüedad de su carácter intro o pro-yectivo. El mismo efecto se alcanza en “Flor de Sobibor”: la atribución de partes y miembros al organismo o conjunto que no corresponde –cosas, rosas, cuerpo humano– y su con-fusión “brazos/pétalos”, hace aún más evidente la ausencia de aquello por lo que se pregunta:

¿Dónde está la corola de todas las cosas?
Zapatos,
. . . . . .. anillos,
. . . . . . . . .. . . .. vestidos:
. . . . . . . . ... . . . . . . .. pétalos del hombre.
. . . . . . .. . . . . . . . ... . . . . . . .. . ... . . . . . […] (Señor: 42)

Cada vez que Preiss insiste en la inmanencia de sus figuras e imágenes, la cadena metonímica que las sostiene es alterada de manera violenta. Las isotopías propias de este desorden van a instalarse a lo largo de su obra de diversas maneras. Por un lado, la (no) correspondencia entre la oposición presente/ausente y el (des)orden de los sentidos que pretenden percibirla, y la competencia entre éstos: visión, audición y tacto; por otro, la constante metaforización del cuerpo que se manifiesta, se (des) articula y se borra, pleno de diversos sentidos o carente y demandante de aquellos, por medio de sus miembros, sus gestos y ritos, su “desnudez” y sus vestidos; en tercer lugar, los patrones temporales crónicos, que se resituarán de múltiples maneras, pero tal como puede observarse en el poema “Luminarias”, según la presencia/ausencia del Sol y su reflejo lunar:

Animal inmenso, día largo en la distancia de la vida.
¡Tan sólo un día y tan vívido!
[…]
¡Tan sólo un sol y tan bebido!

Hija del sol, la luna gira sola,
miradla, estéril, desnuda, vegetal,
gozosa boga sobre la ruleta de la noche tersa.
Habítame en los ojos, doble, quieta y una.
[…]
¡Tan sólo un día y tan vivido! . . . . . (Señor: 13)

El patrón visual de muchos de los textos de Señor del vértigo –y de los dos libros que lo siguen– se fija –para ceder después– en este texto. Ante la pareja sagrada de amantes –Padre e Hija, Luz y Reflejo– que conforman el tiempo, Día y Noche, como un solo organismo, un “inmenso” animal, la mirada desorbitada da cuenta de lo “vívido”, lo “bebido” y lo “vivido” a lo largo del breve tiempo de un solo día –“sólo un sol”– de la experiencia contemplativa que une lo que parece vivo, lo que el sujeto ha experimentado y el principio de ebrietas que rige su contemplación, por medio de la disminución del “tan sólo” y su opuesto, el enfático hiperbólico “tan”, lo que establece la comparación necesaria para un extrañamiento radical del tiempo medido en la unidad de un día, el tiempo que transcurre todos los días y todas las noches. El extrañamiento no sólo separa aquí la conciencia y el tiempo, sino también la conciencia de sí misma, poseída de la misma ebriedad del entorno. Así como la mirada solar del Padre se modifica por medio de la alteración de los sentidos y varía en su reflejo lunar y femenino, la mirada del sujeto se perturba en la medida en que su mutación es necesaria para toda contemplación posterior del Desastre y establecer o deslegitimar, según sea el caso, cualquier distancia.

No sólo en este sentido “Luminarias” marca un punto de partida, sino que representa el primer indicio de una fijación en la obra de Preiss, y que parece envolverla por completo, no sólo temáticamente, sino incluso en el orden y la disposición de sus libros y secciones de poemas, a través de las divisiones del día: amanecer (Y demora el alba), mediodía (Oscuro mediodía), medianoche y atardecer, como consta, por ejemplo, a lo largo de toda la segunda sección de Oscuro mediodía, titulada “La piedad del sol” (Preiss 2000: 25-34). Esos momentos que se confunden y superponen son evidencias de la dislocación del sujeto que se inviste como portador de un terrible testimonio. En “El agua extrema”, el poema que cierra Señor del vértigo, la percepción que baja “al corazón del hombre” se encuentra de tal manera alterada, que ya no se integra a la horizontalidad del desplazamiento solar, sino que por medio del abismamiento y la espacialización de las horas del día, realiza un viaje en la verticalidad –como sucede a los sujetos andinos de César Vallejo, Pablo Neruda y Gabriela Mistral–, enfrentando al hombre en la profundidad de su culpa, interrogándolo, en él, por “la sangre de tu hermano”, la “primera sangre” de Abel, fundacional en textos como “Elegía por Abel” y “Hombre con la mano cerrada”. En “El agua extrema” el cariz profundamente transformador del sumergimiento del poeta en la condición injusta del ser se encuentra metaforizado, en un comienzo en sentido inverso, por el crecimiento vegetal. Luego, será esta misma expansión la que se ofrezca como paralelo del instinto y el destino cainita de la especie humana. Citamos la primera y la penúltima estrofa del poema:

Así como la pupila amarilla de la flor,
gira y sube hacia el alto cáliz que recoge los tentáculos del día,
he bajado al corazón del hombre
desde el planeta inmóvil abierto en su mirada.
Descendí vertical con el crepúsculo.

[...]
¡Mirad!,
mirad al árbol hincar sus garras en las alas cerradas de la tierra,
tocad su zarpazo vegetal sobre los sesos de la tierra,
ved al hombre hundir su mano en la axila inmensa del follaje,
miradlo cerrar los pétalos solemnes de su vítreo corazón.

[…]
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . (Señor: 71)

Por medio de versos que recuerdan ciertos pasajes de las “Alturas de Macchu Picchu” de Neruda[6], la vegetalización de las imágenes del poema de Preiss desplaza la búsqueda de la percepción propia y de los otros desde la racionalidad y el distanciamiento visual (yo “así como la pupila…”, “en su mirada”, “¡Miradme!”, “Desde la mirada…”, “¡Mirad!”, “mirad al árbol”, “ved al hombre”, “miradlo”), pasando por la dramaticidad y distancia del reclamo dialógico (“Dime, ¿dónde está...”), hasta la cercanía y corporalidad del tacto que corrobora “su zarpazo vegetal”, llamando a los otros a tocar la figura fálica del Árbol, metáfora del nacimiento del orden masculino del hijo a partir de la Madre Tierra, y que Preiss interpreta sobre el imaginario como una violación, al igual que aquella que la “mano” y los “pétalos” del “corazón” del hombre realizan sobre la “axila inmensa del follaje”, representación de la Abertura de lo femenino y lo horizontal oferente. De esta manera, es posible leer “El agua extrema” como el dramático proceso que experimenta el sujeto en su descubrimiento de la reproducción humana –vida de antemano sometida al poder y destino de la muerte–, metaforizada por medio de la violación del crecimiento vegetal y el desplazamiento sangriento de la culpabilidad cainita –pecado que tiñe la vida desde su origen– sobre lo femenino, en pos de su propia transformación profética como agente engendrador. Citamos los últimos dos versos del poema:

[…]
He bajado al corazón del hombre
y allí, en su agua extrema, he sacrificado mi inocencia
. . . . (Señor 71)

En “Elegía por Abel” (Preiss Señor 15) el poeta da cuenta del primer crimen, el primer puño ensangrentado y la “última palma exenta de pecado”. Por medio de la isotopía que antes revisamos, la tierra virgen ahora inseminada por la “primera sangre,/ aquella del Abel primero”, Preiss entiende la especie humana como descendencia de la simiente del hermano asesino, el hijo sobreviviente del primer hombre y la primera mujer, origen no sólo de una edad –tras el rompimiento del Silencio- gobernada por la muerte –nuestro tiempo– sino también por el lenguaje –“el puñado del idioma”– y el trabajo –“empujó la rueda”–, ambos indeleblemente marcados por la inmovilidad de la seña sangrienta inicial. El tono dramático del poema se encuentra marcado de manera inconsciente más por el prurito inseminatorio y violento de una “violación original” que por la narración bíblica que le sirve de disfraz, concentrándose en estos versos en la figura genital de la mano, tanto el carácter fálico del “puño” como del “puñado” seminal de la palma que recoge las semillas[7]

A diferencia del tono dramático y la distancia solemne que guarda el sujeto con respecto a la escena bíblica en “Elegía por Abel”, en “Hombre con la mano cerrada” se ensaya el acercamiento piadoso del “nosotros” textual y su palma abierta –visión y tacto– al puño cerrado cainita, incluso merecedor, en opinión del hablante, de la “posibilidad de la hermosura”. El tono íntimo y la cercanía de la observación del sujeto plural desembocan en la formulación de preguntas que reconocen la postración de los cinco dedos en el lugar del crimen, su arrepentimiento, mientras intentan descubrir cuál es su oración e interrogan el sentido del “beso” de las “yemas” con la “palma”, representando una vez más la ambigüedad con la metaforización de lo vegetal. El nosotros continúa alternando el mirar y el tacto en su relación con el puño de Caín: es este doble acercamiento el que parece otorgar la posibilidad de la transformación de la mano –la inmovilidad de lo maculado– en una mariposa –símbolo de la transfiguración–, comparación donde se encuentran tácitas las “alas” que permiten volar, pero manifiesta la similitud entre los “pétalos” y los “dedos”, atributos desplazados entre lo vegetal y lo carnal, como observamos en “Flor de Sobibor”:

[…]
Toquemos su puño
como se tocan los pétalos
o los dedos de una mariposa. . . . .. (Señor16)

Por medio de la isotopía de lo vegetal se logra, a lo largo del libro, la desaparición del paradigma visual y su desplazamiento hacia el sentido de la audición, el que también es negado finalmente en la mutilación de los sentidos que propone la radical alteración de conciencia del sujeto. En este sentido, el mandato musical, auditivo de la tradición hebrea, la enseñanza y reproducción oral y cantada del texto, se ve tergiversado en los versos del breve poema “Semilla”, donde lo inexpresable, lo inaudible del dolor, el crecimiento vegetal –semilla, germen, yema– es desplazado hacia el crecimiento del dolor humano, también mudo. La ambigüedad del verbo “tocar” asocia y deriva la acepción orquestal-instrumental a su uso puramente táctil. Es el poeta el que oye lo que los otros no, es testigo incluso de ese dolor original inaudible, inherente al origen y continuidad de la vida, y como poseedor de ese conocimiento conmina a los “sordos” a representarlo:

Tocad, entonces, sordos,
el dolor de la semilla cuando el germen empuja desde adentro
para oír en la yema de los dedos . . . .. (Señor 53)

Creemos que este breve poema pretende emular el mandato autoritario que el siniestro Meister de la “Todesfuge” de Paul Celan (2007) –uno de los referentes permanentes en la obra de Preiss– impone sobre sus víctimas; el llamado a los judíos a tocar en la orquesta mientras cavan las fosas que ocuparán sus cadáveres es tergiversado por el poeta chileno de modo que el testigo, a cargo de la voz, recuerda a los “judíos” acercarse al dolor fundamental de la vida mediante el tacto, siendo imposible, en este estrato basamental de la conciencia del dolor humano, cualquier “música” que lo acompañe, cualquier “interpretación” –incluso en su sentido alegórico– que lo aparte de su condición larvaria y original, de su búsqueda inmanente en el pensamiento y en los sentidos. Si el hombre es creado a imagen y semejanza de Dios, ¿es la que contempla el testigo la forma verdadera de su creatura? El testimonio de la “erradicación absoluta de lo humano” encuentra en Preiss el intento de la búsqueda de otro cociente posible, otra forma para lo humano, más allá o más acá de lo perdido, más allá o más acá de lo que hasta entonces, hasta ahora, había sido pensado, aunque su investigación, su búsqueda, su “trabajo del duelo” y su “espera de parto”, tenga que operar en una zona muda, con formas vacías, restos que significan de una manera callada, palabras que intentan revisar esos espacios y formas que el exterminio ha vaciado, ha des-significado; al haber querido volverlos in-significantes, se los ha obligado a otra manera de (no) significar. Incluso el poema opera en la mudez: los versos de “Poema mudo” se hacen cargo de la “liberación” que efectivamente produjo la retórica que esconden las palabras que “sobre el portón de Auschwitz” rezaban: “Arbeit macht frei” (Preiss Señor 41). Un vaciamiento de la existencia misma que dejó restos, esquirlas y hormas, que siguen queriendo significar, reclamando sentidos, sin corresponderse con ninguno antes imaginado, con ningún gesto reconocible: se trata de vínculos con un mundo desaparecido, donde los cadáveres bajo la nieve y el pelo sin dueño aparecen como signos últimos de vidas arrebatadas y cuerpos descartados de modo inconcebible hasta entonces:

En “Evocación en Chelmno” la voz hablante no se corresponde con la del sobreviviente que intenta evocar lo que (no) vivió ante el crematorio de Chelmno; la voz es entregada en estos versos a un sujeto que parece nacer a una breve pero nueva, no imaginada vida (“amamantado de fuego en mi nido de fuego”), transformando el lugar de su muerte en la condena de un continuo nacer, una inimaginable eternidad de horror –el infierno en segundos de una conciencia– que vuelve imposible la evocación (“imagino, porque no recuerdo, otra noche”), porque el sujeto que habla ha perdido toda conexión posible con ese otro que era antes de Chelmno, experiencia “inextinguible” que vuelve “inextinguible” el dolor del sujeto:

Inextinguible desde la inextinguible hoguera de Chelmno,
amamantado de fuego en mi nido de fuego,
imagino, porque no recuerdo, otra noche.
Ay los pétalos verdugos y el hombre en la ofrenda del cáliz,

[…]
Maestro del dolor: acuden a mí las penas
discípulas para luego desnudarse…
Acógeme padre, acógeme madre, acógeme tierra,
y entonces el humo: arena
. . . . . (Señor 31)

Podemos imaginar así que quien aquí se hace escuchar transcurre en la narración, en un mismo momento fictivo, desde la cámara de gas del lager nazi hasta transformarse en un resto parlante en el horno crematorio y que ha perdido previamente todo contacto con lo que podemos llamar “una vida” anterior, toda conciencia de su pasado: se trata de un ser humano reducido a una condición inhumana, a quien se le ha quitado todo aquello que lo hacía propiamente un ser humano, aquello que –aun tras su eventual sobrevivencia– no podrá recuperar jamás. El poema de Preiss le entrega la voz al “musulmán”, a la víctima última y a la vez testigo irrecuperable. La capacidad fictiva del testimonio salta la brecha de lo intestimoniable para definir como una verdad necesaria el lugar que otorga al sujeto sin lugar, el que se expone como ofrenda y demanda última, recuperando, entre otras imágenes de estirpe vallejiana, el cáliz de la narración cristológica (“el hombre en la ofrenda del cáliz”); en el énfasis último el hablante pide no sólo que se le devuelva el signo que le han robado a sus manos, sino también que se le diga dónde están los otros Cristos que “apartan” el cáliz que se les tiende. Si el dolor es un “buen maestro”, el hablante se autodefine como un “maestro del dolor”, maestría intransferible e intransitiva –sólo el acto de habla testimonial puede restituirla (como “aquel exacto dolor”)–. En su postrera visión, por un momento, lo asalta la desnudez que representa el despojo último y total (“acuden a mí las penas/ discípulas para luego desnudarse”), simbolizado por el fuego. Junto con el signo que pueda volverlo identificable, la actualización del arquetipo angélico, postula por un momento la devolución al sujeto no del inhumano “aquí” sino del esbozo de un posible más allá restitutivo. Sin embargo, el poema responde a la petición de asilo final, con la igualación del humo con la arena, que simboliza aquí lo infértil, negando así no sólo la posibilidad del retorno, sino también la expectativa de toda trascendencia, continuidad y re-nacimiento. Desde lo infértil rescata el poeta esta voz, la imagina, la inventa –en paralelo a la imaginación del sujeto que intenta evocar “otra noche”– por medio de la fictividad inherente a todo testimonio. Gesto similar observamos en “Pues polvo eres”: el dramático acto del judío al desangrarse en el polvo antes de ser convertido en humo, tergiversa el recuerdo del Templo destrozado en la ceremonia matrimonial hebrea –que se realiza aplastando con el pie una copa envuelta en un pañuelo– con el fin de dejar algo de su cuerpo en el polvo al que por mandato de la Torá –la Ley, la Enseñanza– ha sido destinado:

Y precipitó el judío el cristal de duelo
con el pie desnudo
para defender el polvo con su sangre
antes que el humo lo estirase nunca hacia la tierra… . . . . (Señor 25)

La dramaticidad de esta última obediencia, el gesto conyugal extremo del cuerpo con la tierra, es reproducida por el discurso en la agramaticalidad del uso absoluto del “nunca”, negativo del “siempre” vallejiano en la cita con que se abre “Yermo” (Preiss Señor 56): “¡Y tantos años,/ y siempre, mucho siempre, siempre siempre!”. El “siempre” de estos versos es transformado en un rotundo “nunca”, y su “todo” en “nada”. Se trata de formas entreveradas en que la poética de Preiss (re)produce el despojo total de los sentidos del sujeto y del propio cuerpo. El “Todo y nada, todavía” con el que comienza el poema, cobra sentido con la apuesta que representan las “barajas”, “vegetales hembras”, ya no dispuestas a la reproducción sino a la entrega final al vacío. Una apuesta destinada a la pérdida, a la nada: los elementos del exterminio son transfigurados en virtud de la fuerza poética de estos versos en una “húmeda humareda” en la “profana/ profunda habitación”. La espera, representada por medio de una “igual tardanza”, una “igual premura”, unirá finalmente al sujeto y al vacío en una cópula cuyo destino es lo yermo, lo infértil, un cielo celeste y frío. En este abrazo final, el testigo último escribe, da testimonio, despojado de cuerpo, de genitalidad, de sentidos, en la desnudez total donde como única manta “tus ojos míos” se aproximan, en la reiteración de un motivo que encarna de diversas maneras en la poética de Preiss: “(in)vestidura/desnudez”, “vestiduras/vacío”. En el último par de versos del poema, el sujeto que ha “regalado todas las partidas”, transforma al propio Dios en pecador al haber Éste otorgado el permiso –Su autoridad, Su docilidad– para su rendición, quizá recordando el poema “Espergesia” de Vallejo, que cierra Los heraldos negros (Vallejo 114-5): “Yo nací un día/ que Dios estuvo enfermo,/ grave.”, y somete esta pérdida al tiempo por medio de la reiteración del final “todavía”:

[…]
Todo y nada, todavía
. . . . . . . . .escribo, sin dedos y sin manos;
amo, sin dedos y sin mantas…
. . . . . . . . .¡Como una manta tus ojos míos!
He encendido todas las barajas,
. . . . . . . . .he regalado todas las partidas,
con la autoridad de Dios y la docilidad de Dios,
. . . . . . . . .¡has pecado en mí, Dios mío!

[…] . .. . . . . . . . . . . . (Señor 56)

En el poema titulado “En piel de fango”, por medio del apóstrofe lírico dirigido a la “amada”, el sujeto intenta entregar a ésta, como depositaria, sus deseos e instrucciones para el momento de su muerte. Desde el mundo vivo de los muertos (“me recogerás de la inasible parsimonia/ que los muertos viven al morir”), el sujeto, a partir de este adelantamiento discursivo, observa, a través de la amada, su ausencia en las ropas que lo sobreviven, configurando así su propio fantasma:

Cuando yo muera, amada
[...]
verás la bondad de mis camisas,
corbatas póstumas, pantalones póstumos y poemas
que sobreviven como un fantasma en piel de fango.
[...]
mi reloj insistirá en una puntada exenta de dueño y compromiso;
errará la estéril esperma de las velas.
[…] . .. . . . . . . . . . . . (Señor 20)

Las ropas que lo hacen visible, como un fantasma cubierto de barro, cobran el mismo valor que, en poemas anteriores, sostienen los restos abandonados de los “desaparecidos”, verdaderos signos parlantes que no pueden ser reconstituidos en la “lengua” a la que pertenecían, con los valores del sistema previo; sólo la amada puede otorgar sentido a la “herencia” que ésta recibe del sujeto que “efectivamente” conoció –¿o los sentidos de esta ausencia la rebasan?–, así como el testigo (no) puede integrar dentro de un nuevo orden identitario las huellas del “desastre” y su cartografía. Junto con la metaforización de los ropajes, reaparece el motivo de la desnudez –adelantado en la desnudez total que otorga el fuego en la hoguera de “Evocación en Chelmno”–, pues desnuda parece estar la ausencia del “amado” como un fantasma que necesita, para ser visible, vestirse “en piel de fango”. Utilizando una imagen del ritual tradicional del luto judío –rasgar las vestiduras– el sujeto logra transmitir la perturbación que el posible atisbo de la desnudez de la amada puede provocarle en su nuevo pacto conyugal: “Luego, en mi triste boda con la noche/ simularé no ver tu desnudez, mientras rasgas tus vestidos.” (Preiss Señor 20). Al igual que en este final del poema, en los primeros versos la desnudez muerta del hablante debe exponerse “sin incertidumbre ni premura” y sobre todo –el énfasis es nuestro– “sin deseo”:

Cuando yo muera, amada,
me desnudarás sin incertidumbre ni premura,
tocarás la matemática cruel del calendario
y atisbarás sin deseo mi solemne humanidad.
[…] . . . . . . . (Señor 20)

La perturbación que en esta escena produce el deseo sobre la desnudez de la pareja puede, también incómodamente, cuestionar el sentido de una heredad fantasmal –vestida en “piel de fango”– y escatológica –vestida de restos–, sin descendencia en el contexto del exterminio, como la única posible continuidad de un pueblo. La cualidad anasémica de la “desnudez” se articula como una forma plástica no figurativa de la “mudez” que acarrean las palabras como sombras de un inmenso despojo; la forma de una ausencia que debe ser interpretada en el territorio de lo “lleno” como denuncia de la incompletud de un mundo que se pretende entero, que evoca y convoca la injusticia de la desaparición; un registro, sobre el cuerpo o su ausencia, del regreso de aquello y aquellos que se intentó borrar del mundo visible; una huella que queda como herencia de la cultura de los victimarios –una cultura de la muerte– que más allá de la reconstitución (im)posible de la Shoá por medio del testimonio, la cartografía toponímica y el registro de escenas que estos poemas intentan, cuestiona la reconstitución de la “cultura judía” que emerge de estas páginas, más aún su traslape en la cultura latinoamericana, su filiación a la tradición de la poesía chilena y al contexto de la producción poética de las últimas décadas.

Uno de los poemas más intensos del conjunto, “Cantata del Fénix” –el divino pájaro que para los griegos resurgía de sus propias cenizas cada vez que moría incendiado–, puede servir de respuesta al cuestionamiento de la “herencia” que el sujeto deja en “En piel de fango”, en tanto representa su anverso, pues establece la heredad que los “desaparecidos” significan para un hablante que emerge erróneamente en contra del programado plan discursivo, un deseo de expresión que se revela –y se rebela desde el inconsciente de la escritura– entre el plural retórico del nosotros monologante –los muchos “fénix” que regresan de sus cenizas– y el plural invocado por el apóstrofe lírico que el texto genera; se trata de un indicador hacia alguien en particular que va a hablar de sí desde un lugar menos ajeno al de ese “nosotros”. La retórica de este monólogo plural se incumple entre los versos 16 y 18, y deja decir a un sujeto que en su camastro –¿qué lecho es éste tan definitivo?– recibe como “extranjero” el regreso de sus antepasados muertos en el exterminio, al modo de una “arrugada mariposa” –¿indicando la estirpe de Caín, como vimos en “Hombre con la mano cerrada”?–, representando él mismo el motivo de la salvación de sus ancestros, la razón de su regreso bajo la forma fantasmática de las voces de la terrible “tremolina negra”:

[…]
Ésta es mi herencia: una arrugada mariposa,
aquella muerte extranjera depositada en el pie de mi camastro.
He salvado conmigo su muerte de la muerte.
[…] .... (Señor 55)

En los tres versos siguientes, del 19 al 21, que no se diferencian del discurso del hablante plural que predomina en el poema, parece, sin embargo, continuar con su reflexión el hablante individual inesperado, constituyéndose en el discurso la visión de un “arca” que busca una alianza, un arca constituida no por el pueblo sino por los ausentes de ese mismo pueblo, los que no están en la “tierra” sino en el “humo”:

[…]
Ay cuánto padre, cuánta madre, cuánto hermano
sobre el arca de la tremolina:
ausentes de la gleba.
[…] .... (Señor 55)

Pero, ¿qué intercambio, qué pacto buscan llevar a cabo las voces? En los primeros versos del poema la “tremolina negra” anuncia –lo negro regresa para “escribir”– que ellos aún, en la actualidad del poema, son quemados “por el viento blanco”[8]. Al mismo tiempo que solicitan a los que los oyen detener la algarabía que portan, piden ser escuchados como un “coro de lamentos”, solicitan a los otros “abrir las alas de la tierra” para que recojan su enseñanza: “que el tiempo no es cosa mensurable”, máxima que establece el vínculo en el encuentro temporal que organiza la narración del poema, el encuentro entre el tiempo presente de la escritura de este particular acto de habla y el tiempo catastrófico del que provienen y aún arrastran dolorosamente las voces que se aproximan; por otro lado, sostiene el vínculo ético fundamental del reclamo de las voces del más allá, que representa la demanda política de la escritura de Preiss: el pasado puede y debe ser recordado ahora, y su necesario encuentro con el tiempo, lejano todavía, de la historia y su presente, distinto aún del presente del texto. La tremolina puede ser constatada, pero no tocada, pues su piel está “tejida con la sustancia extrema del pétalo”, perecedero y destructible; el “fuego inmóvil” que los convirtió en ceniza es metáfora de la inamovible mácula de Caín sobre la especie que se reproduce en la Tierra, fuego indeleble que intentó borrarlos junto con el recuerdo de su dolor –la leña que arde como calor de los hijos que recuerda el castigo sobre el “bosque” inocente de Israel[9] – al igual que su pertenencia a un mundo escrito de antemano por el Padre. Piden, para ser entendidos, leídos, hijos de la escritura luminosa del Sol, ser separados de la sombra, en un acto que imita la separación genésica de las tinieblas de la luz; ruegan ser devueltos a la Creación por medio de la luz del entendimiento, pero al mismo tiempo denuncian su propio “olvido”, su desmemoria y lejanía, del mundo creado, al preguntar por el color sobre la rosa, la belleza de la carnalidad sobre el pétalo[10], el mismo “pétalo” de la mariposa que descree Pavel Friedmann ante el resplandor sobre la piedra de “Las mariposas de Theresienstadt”, el pétalo cuya calidad otorga el poeta a la mano cainita en “Hombre con la mano cerrada”.

Los antepasados (del sujeto singular que emerge en “Cantata del Fénix”) –abuelos, padres, hermanos– se encuentran como re-nacidos, re-creados, en el “rudo nido de la vida,/ amamantados de la espina aún más ruda”, como declaraba el hablante de “Evocación en Chelmno”, “amamantado de fuego en mi nido de fuego”, pero a diferencia de éste –“imagino, porque no recuerdo, otra noche”– ellos pueden evocar, los habita el recuerdo solar de su tiempo de creaturas, y de alguna manera logran volver a ser creados en comunicación con/por medio de sus descendientes vivos, el “vosotros” que invocan. Para el sujeto singular que irrumpe en este poema –el único descendiente que “contesta”–, ellos representan el desvarío de creer tener una herencia, la que, aunque sólo sea “una arrugada mariposa”, pueda adquirir la “coincidente” forma de lo vivo –la semejanza–, como vimos en “Diáspora”. Para el “ellos”, sin embargo, su venida es una enseñanza, agregando su “inocencia a la sabiduría de quien todo lo conoce”. Agregar “inocencia”: hacer parte a los vivos de su sentido ético de víctimas –inocencia, “desnudez”, noción en la que insistimos más arriba–. La queja, el lamento que portan, tiene un sentido político, demandante: la raíz del olvido, el “robo”, el despojo de los antepasados, debe ser detenido. Quizás, acabada la tremolina, la restitución pueda detener la incineración constante del “nosotros” y devolver su herencia al “yo” que aparece infiltrado, produciéndose el cruce entre las expectativas y carencias de ambos hablantes.

“Y al polvo volverás” (Preiss Señor 34) –mandato escrito por el testigo distante “sobre Majdanek”– puede ser leído como continuación in extremis e inversión final de la heroica obediencia que revisamos “Pues polvo eres”. El sujeto ruega a Dios, que sólo le ha entregado el “vértigo sin tumba” de deshacerse como humo en el aire, que lo devuelva a la tierra en la que debe permanecer, bajo la amenaza de “persistir en plena luz del día, tristemente intacto” –persistencia que observamos en “Evocación en Chelmno” y en “Cantata del Fénix”–, incorrupto, lozano después de la eliminación, como recién creado, en la luz de Dios. En esta perspectiva es que este poema presenta una desviación final que parece confirmar y a la vez superar los presupuestos interpretativos con que intentamos dar cuenta de la paradójica construcción del sujeto de estos poemas. A la vez que la escena deja a éste en una posición de resistencia consecuente con el resultado inevitable del exterminio y al mismo tiempo en el desborde de la obediencia al mandato del Génesis que inaugura el capítulo del libro que este poema cierra –un desborde que desde el desvarío del hablante ya lo cuestiona–, el último verso resignifica la consecuencia y la continuidad semántica de esta pieza en el conjunto al que pertenece, a partir de la pregunta sobre un relevo posible del lugar necesario que ocupa el hijo en el resto dramático de la luz declinante del Padre, sol crepuscular, por medio de la representación del lugar último otorgado a Éste en el cuerpo del hijo, ya no la metonimización del Todo en la posibilidad engendradora y escriturante de las manos, o la distancia central y racional de la representación visual, sino en el extremo bajo del cuerpo, los pies, pero no éstos en tanto fundamento, sino los pies del hijo alzado hacia ningún destino, volátiles en la pérdida del aire, donde el sobrante de Dios, su excrecencia residual, debe ser re-cogido, re-ligado por un otro mesiánico –como antes pedía serlo él mismo–, otro que libere al sujeto de su dolorosa obligación profética: ¿Quién pudiera recoger el crepúsculo de mis pies? El sentido de esta escatología, sostenida en la piedad de sí –la conmiseración para con el propio Caín que el sujeto y su pueblo constituyen– ante el cargamento trágico asignado, puede llevar al sujeto a releer y negar no sólo el momento declinante de todo un sistema semántico, sino también el simbólico de la narración fundante y central del colectivo que integra. El intento negador de Preiss en el poema titulado “Jerusalem” resulta doblemente vinculante: niega la historia de la Diáspora desde su origen sin dejar de nombrar paso a paso todo lo que sí ha sucedido, apersonándose él mismo como constituyente central de la narración; se trata de una negación que compensa –libera al sujeto del peso traumático de su estirpe para que se constituya en el lenguaje, para permitirse hablar– y al mismo tiempo representa una reafirmación de la memoria –el carácter “irreal” pero verdadero de su condición simbólica– escrita en el subconsciente, pues éste, según Sigmund Freud en “Sobre el sueño” (2000), no lee las negaciones, transformándolas en afirmaciones, representando ésta la estrategia discursiva fundamental del texto:

Nunca se desvistió Jerusalem, siempre visité los brazos de sus
calles,
arrugadas,
elementales,
hundidas en la piedra;
siempre estuve en sus santuarios y bebí del sabor profano
de sus vísperas, siempre uní mi licor a sus mujeres,
nunca dejé atrás a sus umbrales, no partieron mis abuelos
ni los abuelos de mis abuelos en el largo clavel de las generaciones
[…] . . . .(Señor 18)

Por medio de la paradoja de un permanecer y un partir indisolubles, el sujeto entonces ubicuo resignifica la pérdida en la construcción inconsciente de nunca haber abandonado el origen, al mismo tiempo que resguarda el patrimonio simbólico de la errancia, hasta el punto de representarse en este texto como el profeta y el “tesoro” de Israel. En esta fantasía negadora y a la vez restitutiva, Jerusalem es una ciudad que “nunca se desvistió”, vestida de piedra, revestida del pueblo judío, permanece (in)tocada por aquellos que debieron “tocarla” siempre. La víspera del amante aquí no sabe a muerte, tiene un “sabor profano”; el “licor” de guarda que escanciaba en “Víspera doliente” se entrega sin pérdida “a sus mujeres”; así, la suya es “una semilla bondadosa”. El motivo de la flor encarna por primera vez en el “clavel”, en sus pétalos engarzados y apretados, alejándose de la constitución débil y pasajera de la figura del “pétalo” (solo o en tanto sustancia), tal y como la revisamos: éste representa aquí la duración y la continuidad del “largo clavel de las generaciones”. La escena profética se encuentra asociada con la capacidad de decir, la enunciación poética, y de contar la historia, el acto particular en que deviene este texto, manifestándose así un sujeto que todavía no enmudece[11], pese a haber “besado mis labios con un carbón encendido”, reproduciendo de esta manera el texto una escena del Tanaj: un serafín quema los labios del profeta Isaías con un carbón encendido con el fin de purificar su palabra, en pos de su investidura profética[12]. El hablante niega el luto en su corazón, cuya alegría, “un mineral sagrado y escondido”, como el Arca de la Alianza en el Templo, celarán “serafines y centinelas”.

 

 

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NOTAS

[1] La obra de Preiss aborda la temática de la Shoá y sus implicaciones imaginarias e históricas, éticas y filosóficas, incluso teológicas, no como un referente cerrado. Desde la perspectiva que el autor establece es posible sostener un paralelo que relaciona los textos de Señor del vértigo con el trasfondo in absentia de la Posdictadura, que no habría que perder de vista a la luz de la escritura posterior del autor –nos referimos a los poemas de La palabra de Chile y Dramatis personae (Preiss 2010)–, paralelo que podría tender puentes alegóricos entre una instancia y otra.

[2] Paul Ricoeur, en los apartados “Nivel práctico: la memoria manipulada” y “Nivel ético-político: la memoria obligada” de La memoria, la historia, el olvido (Ricoeur 2003: 110-24), observa con detención los procesos mediante los cuales la memoria histórica es intervenida, reiterada o abandonada, con fines políticos, en la elaboración de la identidad colectiva e individual. Dice Ricoeur: “Cualquiera que sea la validez de las interpretaciones patológicas de los excesos y de las deficiencias de la memoria colectiva, no quisiera dejarles ocupar todo el campo. Debe dejarse un sitio, al lado de estas modalidades más o menos pasivas sufridas, padecidas, de estos “abusos” –habida cuenta de las correcciones aportadas por el propio Freud a este tratamiento unilateral de la pasividad– a los abusos, en el sentido fuerte del término, que se derivan de la manipulación concertada de la memoria y del olvido por quienes tienen el poder” (Ricoeur 2003: 110). Más adelante, Ricoeur advierte sobre las desviaciones posibles de las reivindicaciones de la memoria, que se establecen sobre la fragilidad de la identidad, que necesita para existir la recursividad en el tiempo y que, a la vez, se asienta sobre la idea del otro como una amenaza y sobre la herencia de la violencia fundadora. Estas desviaciones son calificadas por el autor como “síntomas inquietantes: demasiada memoria en tal región del mundo; por lo tanto, abusos de memoria; no suficiente memoria en otro lugar; por tanto, abusos de olvido” (Ricoeur 2003: 111).

[3] Levi, en Los hundidos y los salvados (Levi 471-652), uno de los libros que conforman la Trilogía de Auschwitz, describe al “musulmán” como aquel sujeto mayoritario de los campos de exterminio que, antes de ser eliminado, ha sido despojado ya de su humanidad y al que por consiguiente le es imposible dar testimonio. Agamben (34) observa la contradicción de que el “musulmán”, aquel que ya no conserva las características mínimas para testimoniar, sea, en palabras de Levi, “el verdadero testigo”.

[4] “Esa divergencia pertenece a la estructura misma del testimonio. Por una parte, en efecto, lo que tuvo lugar en los campos les parece a los supervivientes lo único verdadero y, como tal, absolutamente inolvidable; por otra, esta verdad es, en la misma medida, inimaginable, es decir, irreductible a los elementos reales que la constituyen. Unos hechos reales que, en comparación con ellos, nada es igual de verdadero; una realidad tal que excede necesariamente sus elementos factuales: ésta es la aporía de Auschwitz” (Agamben 8-9).

[5] Preiss, en Oscuro mediodía (2000), homenajea tanto al Vallejo experimental en el poema “Ars”, por medio de la doble cita al segundo poema de Trilce, como al Vallejo “rehumanizado” de España, aparta de mí este cáliz, realizando una “Paráfrasis” –así te titula el texto– de “Masa” (Vallejo: 300), uno de los poemas más influyentes del peruano. Del poema “II” de Trilce (Vallejo 120) Preiss cita el segundo: “Mediodía estancado entre relentes” y el penúltimo: “Se llama Lomismo que padece”.

[6] “Alturas de Macchu Picchu”, Canto II del Canto general (Neruda 125-41). Me refiero a versos como “hundí la mano turbulenta y dulce/en lo más genital de lo terrestre” (127).

[7] Este poema parece combinar con lo anterior una lectura correctiva que se extiende sobre cuatro textos de Pablo Neruda: la relación del “antes” de la historia, el “antes” preternatural que el poeta nacido en Parral elabora, al compás de su contradictorio intento de historizar el origen del “hombre” continental en el poema “Amor América (1400)”, primer poema del canto I de Canto general, titulado “La lámpara en la tierra” (Neruda 105-7), donde la primera sangre aparece ligada a la pérdida del lenguaje original; la inseminación de la Madre Tierra con la sangre arbórea de Caupolicán, el hijo violado –la violación de la madre es la suya–, en “El empalado”, poema VII de “Los libertadores”, canto IV de Canto general (Neruda 197-8); la entrega del “puñado” (de palabras) del idioma diseminado sobre la geografía por los sangrientos conquistadores en el texto titulado “Las palabras” (Neruda: 58-9); y, por último, algo de la construcción rocosa de la madre culpable Macchu Picchu (Neruda 125-41).

[8] Deseamos marcar en este punto el comienzo en la obra de David Preiss del motivo del “negro versus blanco” que va a dominar, mediante diversas encarnaciones, gran parte de las modulaciones estéticas, las conceptualizaciones metapoéticas y las representaciones urbanas en su escritura posterior, tal como sucede en el fragmento final (20) de “El árbol transparente”, la sección que cierra Y demora el alba, sección que representa una larga reflexión sobre la ciudad: “Pecios negros en las aguas blancas del poema: // El Silencio/ –¿cuál silencio?–/ no callará su inmensidad.” (Preiss Y demora 102). Las palabras construyen la ciudad, aquellas que no son la Palabra: la ciudad es otro dibujo sobre el blanco, una “escritura” que termina en el abismo.

[9] Los “hijos de Israel” parecen encarnar aquí en el “leño que arde”, motivo que elabora Patricio Marchant como alcance inesperado en la relación que la poesía de Gabriela Mistral establece entre la quema arquetípica del bosque, la figura del árbol como madre arcaica y el madero de la Crucifixión (Marchant 120-1).

[10] El “olvido de lo carnal”, de lo creado, por esta presencia fantasmagórica plural, resulta muy similar a los motivos del “olvido del cuerpo” y el “mundo trascordado” que manifiesta la Mama fantasma del Poema de Chile de Gabriela Mistral (Mistral 1985) en el texto inicial de la obra, titulado “Hallazgo”. En una escena bastante parecida a la del poema de Preiss, la Mama fantasma establece con su acompañante, el Niño diaguita, un intercambio, un pacto de colaboración entre la fantasma que regresa a la oportunidad de una segunda vida y el niño guacho, separado de sus antepasados, al igual que el hablante singular de “Cantata del Fénix”. Los siguientes versos resultan clarificadores al respecto: “y ahora que tú me guías/ o soy yo la que te llevo/ ¡qué bien entender tú el alma/ y yo acordarme del cuerpo!” (Mistral Poema 17). Otros versos de Mistral podrían relacionar la pertenencia de la sujeto al Padre poderoso de Israel y su separación de Éste, figurada como un doloroso corte, con la situación del sujeto a lo largo de Señor del vértigo. Me refiero a los poemas, ambos de Tala, “Nocturno de la consumación” y “Nocturno de la derrota” (Mistral Tala 92-3 y 94-6).

[11] El enmudecimiento se constituye como un motivo y proceso fundamental en la obra posterior de Preiss.

[12] Isaías VI, 1-9, Biblia de Ferrara 631. Pablo Neruda, en el viaje expiatorio y profético que realiza el sujeto en el poema “Entrada a la madera”, uno de los “Tres cantos materiales” de Residencia en la tierra, actualiza esta escena en el contexto de la poesía chilena de vanguardia: “Dulce materia, oh rosa de alas secas,/ en mi hundimiento tus pétalos subo/ con pies pesados de roja fatiga,/ y en tu catedral dura me arrodillo/ golpeándome los labios con un ángel.” (Neruda Residencia 257-61).

 

 

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BIBLIOGRAFÍA

- Agamben, Giorgio. Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo Sacer III. Traducción de Antonio Gimeno Cuspinera. Valencia: Editorial Pre-textos, 2005.

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- Celan, Paul. “Fuga de muerte”. Traducción y nota de Javier Bello, en: Revista Va 1. Santiago: agosto 2007.

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- Freud, Sigmund. “Sobre el sueño”. En: Obras completas. Tomo V. Ordenamiento, comentarios y notas de James Strachey con la colaboración de Anna Freud, asistidos por Alix Strachey y Alan Tyson. Traducción directa del alemán de José L. Etcheverry. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2000: 615-712.

- Levi, Primo. Trilogía de Auschwitz. Traducción de Pilar Gómez Bedate. Prólogo de Antonio Muñoz Molina. México/Barcelona: Editorial Océano/Editorial El Alep, 2006.

- Marchant, Patricio. “El árbol como madre arcaica en la poesía de Gabriela Mistral”. Escritura y temblor. Edición de Pablo Oyarzún y Willy Thayer. Santiago: Editorial Cuarto Propio: 2000: 111-26.

- Mistral, Gabriela. Poema de Chile. Prólogo de Jaime Quezada. Santiago: Seix Barral/ Editorial Lord Cochrane/Planeta, 1985.
------Tala/Lagar. Edición e introducción de Nuria Girona. Madrid: Editorial Cátedra, 2001.

- Neruda, Pablo. Confieso que he vivido: Memorias. Barcelona: Círculo de Lectores, 1975.
------ Residencia en la tierra. Edición e introducción de Hernán Loyola. Madrid: Ediciones Cátedra, 2001
------ Canto general. Edición de Enrico Mario Santí. Introducción de Hernán Loyola. Madrid: Ediciones Cátedra, 2005.

- Ortega, Julio. Caja de herramientas. Prácticas culturales para el nuevo siglo chileno. Santiago: Editorial Lom, 2000.

- Preiss, David. Señor del vértigo (Anticipo). Prefacios de Alfonso Calderón y Guillermo Trejo. Santiago: Daled, 1992.
------ Señor del vértigo. Santiago: Departamento de Actividades Extraprogramáticas, Dirección de Asuntos Estudiantiles, Vicerrectoría Académica, Universidad Católica de Chile, 1994.
------ Y demora el alba. Santiago: Departamento de Actividades Extraprogramáticas, Dirección de Asuntos Estudiantiles, Vicerrectoría Académica, Universidad Católica de Chile, 1995.
------ Oscuro mediodía. Santiago: Departamento de Actividades Extraprogramáticas, Dirección de Asuntos Estudiantiles, Vicerrectoría Académica, Universidad Católica de Chile, 2000.
------ La palabra de Chile y Dramatis personae. En Jaime Luis Huenún y Luz Ángela Martínez (eds.). Memoria poética. Reescrituras de La Araucana. Santiago: Editorial Cuarto Propio, 2010: 184-200 y 201-24.
------ Bocado. Santiago: Ediciones Tácitas, 2001.

- Ricoeur, Paul. La memoria, la historia, el olvido. Traducción de Agustín Neira. Madrid: Editorial Trotta, 2003.

- Vallejo, César. Obra poética completa. Introducción de Américo Ferrari. Madrid: Alianza Editorial, 1982.



 


 

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El desastre y el resto. Testimonio y orden reproductivo en "Señor del vértigo", de David Preiss.
Por Javier Bello
ANALES DE LITERATURA CHILENA Año 13, Junio 2012, Número 17, 197-217