Marrasquinos perlados en la Poesía Neobarroca
A partir de "Ruido de Fondo" de Roberto Echavarren
Diego Ramírez Gajardo
Habíamos conocido la obra de Roberto Echavarren desde sus textos críticos, desde esos ensayos hermosos como Arte andrógino, que nos permitió justificar nuestros ojos brillosos y delineados o las plumas plateadas que nos colgamos por las noches. Hoy, por medio de la Editorial Cuarto Propio, podemos leer Ruido de Fondo, el primer libro de poesía de Roberto Echavarren publicado en Chile y es desde ahí; donde podemos acercarnos a la pulsión de su poética perlada y es la posibilidad de encontrarnos con lo mejor del neobarroco latinoamericano, un encuentro con esa catedral del lenguaje, que se convierte, que se disfraza, que se expulsa libremente en cada página de este libro.
La propuesta estética, es precisamente ese exceso, ese desborde del lenguaje que lo nombra todo casi sin decirlo, es la sutileza de estas imágenes que se van superponiendo, que van nombrando, diciendo, que van contándonos desde el juego entre cuerpo y paisaje, porque la homo erótica de estos textos esta cruzada justamente por estos cuerpos como geografía, es la piscina o puede ser el costado del río, son cuerpos como una rama o un tronco, cuerpos que ejercitan bajo metros de agua, es el agua y la luz; o es el aire de plata, es la pulpa o es el sumergir la trompa en el pliego, entremedio de un negro protuberante que crece y del mar que está quemado. Puede ser desde la imagen de la espina del diablo o el espasmo marino, o un ala que lo toca, o el ángel más alto que pronuncia una sola sílaba.
Así el lenguaje va articulando sensaciones, texturas, roces, lascivos contorneos y susurros del habla, del enunciado poético que pasa de una membrana derretida de caramelo hasta la sugerencia delicada de una palma abierta, que de modo bruto, toca el corazón y el hígado, como si fuera un primer plano virtual de la pantalla fluorescente exhibiendo desde la vitrina sexual formas dóciles, bordes extremos, o pequeñas partes que se expanden, se dilatan, de la misma manera en que se expande la palabra, en que se va dilatando el lenguaje: “Metió un dedo en el ombligo, lo desbraguetó, demorando la paja. Levantó la cabeza ante la doble hilera de dientes blanquísimos, mientras desataba, con la mano libre, el nudo de las chuzas: sintió el latigazo de la coleta mojada sobre la cola”.
Porque de alguna manera el paisaje y sus bordes son el borde del cuerpo masculino presente en todo el libro Por eso se vemos estos cuerpos jóvenes como la quinta pata o la cola del caballo, como el látigo de crin que golpea la puerta. Entonces están las escamas de los reptiles, el movimiento de la serpiente que se hunde en el hoyo para hibernar, aparece una tela amarfilada o bambúes de caña de azúcar, se vuelve al paisaje, a la estética de cuerpos que se van mimetizando o bifurcando entre el habitar de un agujero negro, como la cueva de los murciélagos, o entre el agua que va blindando y penetrando, y ¿Cómo puede soportar las mordidas? – se pregunta el sujeto poético, y quizás las soportan como gusanos enanos unidos por un abrazo bajo el banano, nuevamente volviendo a esa multiplicidad de las imágenes que van disfrazando cuerpos hermosos como animales de la selva, que casi no se dejan ver en el entramado caliente de los colores, de las texturas, que van entrampándose uno sobre otro, orgiásticamente naturaleza y deseo, cuerpos e imágenes, que se van adosando hasta ahogarse, asfixiarse, retenerse: como el pecho ahogado de la garza contra las sábanas que aplastó el torso caliente y flaco de una niña.
Estos ruidos de fondo que aparecen en el libro son como la banda sonora, son como esos pequeños susurros que van armando la escenografía del texto: un jadeo suave, el pulmón de raicillas, el ladrido, un autobús que tintinea en los vidrios, es el campanillazo o el temblor de un motor, puede ser una banda de pitidos o un zumbido de vibración perpetua, puede ser un insecto decisorio que vibra, el zureo de un pájaro, pueden ser pájaros que cantan después de la lluvia, o alfileres que caen, o el batir de alas de murciélago, o un perro que gruñe y después ladra; pero también son los gemidos, el bramido, el escozor de la garganta, son las conchas rotas, o es cuando se incorpora el ruido del agua, la presencia del oleaje, la desviación melódica. Porque de alguna manera en esta poética están presentes desde la metáfora, la delicadeza de un lenguaje que se encorva, se retrae, se extiende, se abusa, se vuelve poética la zona del cariño, los pliegues del deseo, las bocas salivosas, y la lengua, de nuevo la lengua que abusa cuando se trata de seguir la lectura, cuando se trata de pronunciar el juego olímpico de instalar estos cuerpos masculinos, estos chicos púberes apenas goteando pedacitos de mar en sus cuerpos plateados. Pero todo pareciera estar ficcionado desde la pantalla de un computador, o ficcionado entre la vigilia y el sueño, porque es en este estado, entre lo que se dice y lo que no, entre lo que se vive y lo que se cree que se vive. En este libro, aparecen espacios vacíos, la soledad personal en contraposición con lo salvaje y neobarroco del lenguaje. Como una pintura llena de exceso y exotismo, que van armando la homoerótica de cuerpos que respiran afiebrados, cuerpos humedecidos por las horas, como el ramaje verde, como el tronco duro, o el caracol dejando la baba semental en su camino; porque son como campanitas de cuerpo; o es ese “no escucho nada en el principio de todo”. O es el sonido de triturar cáscaras, como ese fondo siempre vibratorio, que vibra en cada página, que va latiendo como aproximación a la ventosa carnal y salival del afecto.
Se calman los sufrimientos del cuerpo - dice el autor, entonces vemos como aparece un mapa corporal, y como aparece la voz del autor, desde el oficio de escribir, desde el oficio voyer de ver a los cuerpos casi inmóviles cuando nuevamente el sueño y la vigilia se vuelven lo mismo, que vemos cuando soñamos, soñamos despierto, o que vemos cuando ya no soñamos, cito: “Antes, cuando buscaba escaquear lo que escribo / y tenerlo en colecciones ante los ojos / dejaba de escribir por temor a no completarme”.
El ruido es la contraposición al silencio, aunque también es el ruido del silencio, aquí están los respiros, los quejidos, pero también el ruido del agua, y el ruido de todo el continente masculino, la flora y fauna que se presenta como un chico exótico bailando semi desnudo en las páginas del libro. Ahí aparece la representación del espacio virtual como la tinta que corre sobre la pantalla, que dibuja los primeros pingos, descompasados y abiertos, pienso entonces en el abismo que enfrenta el deseo desde las prácticas virtuales, pienso en cada imagen del libro como la sugerencia erótica de esos cuerpos que se nos ofrecen desde la falsa o verdadera pulsión de las manos, del coito virtual, de la penetración virtual, del amor virtual.
La música de los textos, esta presente constantemente, cuando el lenguaje se engolosina, se vuelve un entramado o entretejido, cruzado, enrredado, furioso: “luminolina, piel reptílica, brillosa drug queen”. Ahí están esos hombres como las escamas de los reptiles que podrían ser perfectamente la espalda, el trozo desnudo, o el acabado preciosismo que cita el autor, también los cuerpos virginales y nuevos. “fluoresce invicto de toda virginidad/ no menos carnal o corporal/ engendra virgen”.
Es sorprendente la capacidad de Echavarren, de hacernos ver como un disfraz de la palabra, un paisaje furioso detrás de un cuerpo furioso, es hermoso ver como el lenguaje va presentando el desborde, hablo por ejemplo de esa isla curva de paja brillante. Y esta el diablo que es como el amor, el diablo que se cita como la experiencia que no se tuvo, el diablo del cuerpo, y la relación entre escritura, pagina del libro y cuerpos, cito:
y mientras el cuerpo expiraba en la página
la página tenía cuerpo de mar
un párpado horizonte
el diablo en el piélago
y mientras yo escribía el pliego
el diablo se desplegaba
El sujeto amoroso, son cuerpos jóvenes y hermoso, es un indio con cabello de crin, son cuerpos humedecidos, o es un muchachito asiático, es un rocker glam, o una travestí bruja amenazante. Es ese muchachito delineado, de pelo laqueado, de faja ajustada, de guantes negros hasta lo bíceps y de tatuaje de látigo en los hombres, es el pequeño saltamontes que extiende la provocación del hablante. (“Muchacho ojos de papel, tu cintura / se derrite en la lluvia”.)
La relación entre el clima y las estaciones del año, van marcando el paso del tiempo, el verano caliente con sus gotitas de agua sobre los cuerpos; y el invierno romántico y el frío de esos mismos cuerpos (“En el invierno mi amado/bajo los peces es mudo. Pero el amante o amado también es traicionero, también exhibe su ingenuidad de que nada entiende, ni le entienden, pero se exhibe como un cuerpo virtual a la vitrina del deseo:
Mi amado es traicionero,
ya sé, a veces taconea
sobre botas altas rumbo a la ciudad,
besa en los bares con la pajilla
metida hasta la garganta
El género, o el no género, la propuesta andrógena que ya conocemos de Roberto Echavarren, esta presente también en este texto, cito: “nosotros, hombres por definición / pero no por gusto ni comportamiento”, y ese “pescador” que hace todo lo tenía en su poder para convertirse en diosa. Aparece, el mechón de pelo como una selva inundada, el cuerpo del indio hermoso invitando a seguirlo por las parajes recónditos, por la selva de su cuerpo apenas sujetado por el ritual:
Viniste pintado como un cerdo
al que van a sacrificar, con un amigo de tu edad
también pintado, pero me rozaste,
entonces vi las algas de tus ojos
Ese muchacho cargaba una mochila negra, que se oculta travestidamente entre el paisaje y sus terminaciones, y se pierde su sexualidad como un sujeto errante que invita cómplice a la distancia a provocar indefinidamente el recorrido de su cuerpo:
¿Dónde terminaba la crin?
¿Dónde empezaba la mochila?
La crin semoviente aminoró la marcha.
¿Se trataba de una hembra? Imposible
decirlo. El caminante torció en la esquina. El coche dobló tras él.
Desde la costa, parado en la arena, no despegaba la vista de su
obsesión.
Por otra parte esta la piel de serpiente de su chaqueta que lo raspa y la otra serpiente se arrastra hasta llegar a la cumbre de la garganta, ahí aparecen los capullos, o los peces luchadores unidos por la boca, aparece la diosa, el habla en femenino de la diosa hermosa y deseante y aparece las marcas del acne, en su cuerpo joven que tiembla en la imperfección de esas manchas violetas. En uno de los párrafos, mas hermosos del libro, Echavarren da cuenta de la inclinación del deseo, de cómo se funde la homo erótica en el paisaje, y en el lenguaje, como una traba, como una gota de leche derramada sobre las paginas, sobre el teclado, sobre el ojito voyer que lo encarcela, lo admira, lo escribe, y lo ama:
Levantó la cabeza ante la doble hilera de dientes blanquísimos,
mientras desataba, con la mano libre, el nudo de las chuzas: sintió
el latigazo de la coleta mojada sobre la cola. Se arrodilló para
succionarlo. Los pechos enhiestos del indio temblaban como
atravesados por un tiento de cuero que los estirase, jalándolos
cada vez más hacia el fuego, un baile del sol, hasta destrozarlos,
destornillándole los pezones. Supuso que se abrasarían juntos,
como todo el resto.
Como una pintura pero desde el lenguaje, como una imagen virtual de una pantalla de computador donde fauna y pornografía se exceden al mismo tiempo, es como el amor virtual o el deseo virtual. Estamos juntos pero no lo estamos. En el cierre del libro vemos el neobarroco extremo de un cuadro descrito casi como arte poética donde el autor muestra de manera insistente y hermosa cada uno de sus borrones, recuerdos, desde Brasil hasta Montevideo, desde el amor a la escritura, desde la erótica del cuerpo que nombra.
Como trabajo óptico visto a distancia, pienso en el voyer histérico que lo quiere registrar todo, hasta cada detalle de la mata de pelo, hasta cada detalle de la cicatriz minuciosa que se cuela en la espalda, hasta cada pelillo furioso que le sube por los brazos, y el corazón verde esmeralda esta cansado, cansado de la penetración virtual y de los arnés quirúrgicos y pornos representados por esos caballos sin montura que jadean como si fueran los penetrables que neutralizan la figura, el penetrable que es virtualmente infinito y puede ajustarse a cualquier superficie, el penetrable que entra por el valle y que es definido como una sorprendente prótesis artificial, que absorbe en él la transparencia extraordinaria de los cuerpos que lo han penetrado. Pero también vuelve el ruido de fondo, la música de la palabra, la música de esa estructura cinética que es pre-penetrable, como las vibraciones.
Pienso entonces en la belleza de la pornografía vista desde el exceso, el porno de la virtualidad, el porno como el neobarroco, o como el neo / neo barroco, es decir como lo que viene, la saturación de la imagen y del lenguaje desde las posibilidades y las no posibilidades, desde el sueño, desde la vigilia, desde el ruido de fondo que nos recuerda cuando se acaba el amor, o la sección de Chat, o desparece la imagen filosa y afiebrada del chico por Web cam. Pienso entonces en lo penetrable de la imagen y del lenguaje y de los cuerpos.
La propuesta de Roberto Echavarren resulta fundamental para el grupo de poetas a los que me siento cercano por estéticas de deseo, no podría pensar mi escritura sin la escritura de Roberto Echavarren, es ahí la importancia radical de estos textos, de poder leer la cumbre de esa catedral neobarroco Queer latinoamericana. Pienso por ejemplo en José Lezama Lima, Severo Sarduy, Reinaldo Arenas, Néstor Perlongher, y en Chile la escritura más sucia de Pedro Lemebel. Roberto Echavarren representa ese corazón medusario que nos significa a cada uno de nosotros la primera habla, la primera boca, es imposible, no encontrar en sus textos el origen de todo el lenguaje del deseo, de un cuerpo que se nombre desde una poética que excede las formas. Es por eso que este libro representa esa vitalidad, y ese riesgo, leer a Roberto Echavarren desde su poesía es enfrentarnos al corazón perlado y feroz de su propuesta, es ver esos “ojos apretados como los de un minino, durmiendo, como un minino recién parido y ciego”. Es volver a torcer la lengua, darla vuelta, invertirla, como se invierten sus palabras, los adjetivos, el sobre adjetivo, es volver una serpiente brillosa y pre seminal la lengua antes de leer y escuchar el latido de un corazón púber o el ritmo masturbatoria de una canción glam rock, como si fueran los marrasquinos perlados de su poética Neobarroca.