Entrevista a Diego Ramírez
Cuando no queda otra que escribir
Por Nicolás Leyton
http://www.lapollera.cl/
10 de marzo de 2009
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No me gusta hablar ni de “mejores”, ni tampoco de “poesía joven”, pero resulta innegable que estos dos adjetivos le caen perfecto a Diego Ramírez. Por estos años, el joven poeta de 27 años se ha convertido en la constante de los festivales de poesía chilenos, y aunque tiene poco trabajo publicado – en relación a algunos de sus coetáneos – es uno de los mejorcitos que anda dando vueltas. Al menos, en lo que a mí respecta.
Y no se trata de que no pueda publicar. Reconoce que, a diferencia de muchos poetas jóvenes, él no ha tenido problemas en conseguir editoriales para que le publiquen sus textos. Pero también sabe que muchos confunden escribir con publicar. “La gente confunde el publicar con el escribir, uno escribe porque necesita hacerlo y es casi una enfermedad o un castigo. Y uno va a escribir siempre, pero eso no tiene ninguna relación con la industria editorial”, asegura convencido de su pega.
Algo así le pasó con Brian, el nombre de mi país en llamas, un libro publicado de manera artesanal en el 2008 por la editorial Moda y Pueblo. Todo funciona en la Carnicería Punk, el centro de operaciones de un cabro chico que a su corta edad puede darse el lujo de decir que, aunque le cueste, vive de su poesía. Y es que desde chico que quería ser escritor, su hermana Alejandra se acuerda que hasta los diez años no había escrito nada, pero igual insistía que iba a dedicarse a escribir. A los doce años empezó todo, y cuando partió, fue en serio.
Una novela de ciencia ficción fue la primera incursión literaria que Diego Ramírez escribió en el cuaderno del preuniversitario de su hermana. Ella cuenta que cuando lo vio quedó tan impresionada que se lo mostró a sus amigos y al resto de la familia: un grave error. “Me indigné y prometí no escribir nunca más, era como un castigo frente a la gente que me decía que escribía bien”, recuerda riéndose.
El silencio autoimpuesto prematuramente a los doce se acabaría tres años después. Ahí entró de una al circuito de escritores chilenos cuando empezó a asistir a los talleres literarios del Centro Cultural Balmaceda 1215. Primero la narrativa con Alejandra Costamagna, Pía Barros y Pablo Azocar. Luego con Lemebel, Carmen Berenguer y Sergio Parra; incluso, asistió a unos talleres de la Zona de Contacto del Mercurio.
En todos los talleres era el más chico, con 16 años empezó a asistir a los talleres “Ergo Sum” de la Pía Barros. De la mano de ella, a quien reconoce como su primera gran mentora, recorrió cinco años de talleres donde además aprendió gran parte del oficio de tallerista, oficio que ejerce él ahora en la Carnicería Punk. Además de ser el más chico, era el único hombre que asistía, algo que dejó herencias que se distinguen en su poesía: “Yo era Dieguito, y empecé a escribir para ellas. Escribía todo desde lo femenino porque no tenía otro referente”, recuerda. De hecho, su cuento más famoso de ese período es la historia de una relación lésbica que salió en una antología de narradores jóvenes.
Como partió en la narrativa, a Diego le tomó un tiempo marcar presencia dentro del farandulero escenario de poetas jóvenes. Esto, sumado a una timidez innata, lo mantuvieron al margen de este mundillo. Pero tenía una compañera de camino, la poeta Gladys González, a quien reconoce como su única compañera de generación, de esas que no inventan los medios y con quien efectivamente compartió algo. Con ella publicó sus dos primeros libros, Relamidos y Corazoncito noche, además de compartir sus años en Balmaceda 1215 y en el colegio José Luis Lagrange.
A los 17 años empieza a asistir a sus primeros talleres con el escritor chileno, Pedro Lemebel. Fue una verdadera revelación, recién estaba en tercero medio cuando se vio enfrentado a un excéntrico personaje, una loca de pelo largo y zapatos con tacos. Fue con él con quien Diego conoció la crónica, la política y los muertos; fue con él que abrió los ojos para darle esa otra mirada a la calle, que aprendió de un camino que antes de conocer a Lemebel, apenas intuía.
Diego empezó de chico en ese mundillo donde los egos chocan hasta sacar chispas. Por lo mismo, nunca le gustó mucho pertenecer a ese grupito que se le reconoce como la nueva poesía chilena, y donde suenan los nombres de Héctor Hernández, Pablo Paredes y Paula Ilabaca. Aunque es amigo de muchos, prefiere mantenerse aparte. Siguió trabajando insistentemente hasta que obtuvo un reconocimiento tal, que aunque era un poeta prácticamente inédito, con apenas dos poemarios en conjunto publicados, se convirtió en una pieza fundamental de cualquier festival de poesía joven que se hiciera en Chile.
Es que para él publicar un libro es un trabajo minucioso donde todos los cabos deben estar perfectamente amarrados y en los que la estructura es vital. Quizás por eso es que ha ganado por tres años consecutivos el premio a la creación literaria que entrega el Consejo de Cultura y las Artes a escritores profesionales. Tres galardones a tres libros que aun no han sido publicados, algunos de ellos nunca serán editados, pero que demuestran la capacidad de este escritor para levantar mundos y buscar nuevos espacios para trabajar el lenguaje. ““Su poesía se ocupa de un espacio nuevo dentro de la poesía urbana chilena, incluso para nosotros que durante los ochenta trabajamos una poesía de lo urbano, viene a darle una mirada fresca y que no se ha visto antes”, señala la poeta, y tallerista de Diego, Malú Urriola.
Para el 2004 se encontraba trabajando en lo que él considera su primer libro de poesía, El baile de los niños. Hasta entonces sólo tenía las publicaciones con Gladys González, además de dos antologías de cuentos y cinco de poesía. Recién había ganado la beca que entrega la Fundación Neruda para la publicación de un libro que poetizaba sobre los territorios límites de una ciudad desconocida para muchos, describiendo las noches en la “Blondie” o el “Mephisto Bar”. Pero pasarían dos años antes de que el texto fuera editado.
En abril del 2004, es detenido producto de un correo electrónico que alguien habría abierto en un computador de su casa dos años antes y que erróneamente lo vincularían con una red de pornografía infantil. La Policía de Investigaciones revisó toda su casa, leyeron sus poemas – algo que le hace mucha gracia a Diego – e hicieron preguntas suspicaces por la foto clásica del poeta Rimbaud, pero no encontró nada. Finalmente, bajo el antiguo sistema penal pasó 93 días preso mientras duraba la investigación. Con 21 años, ni un pelo en una cara de niño, vivió una experiencia que sin duda le cambió la vida.
Pero como acá no vinimos a picar cebolla, vamos a quedarnos con el apoyo que escritores como Lemebel y Zurita le dieron públicamente al poeta o con la ayuda que recibió por parte de la gente al interior del sistema judicial, quienes lo hicieron entrar a la cárcel con “alarma pública” para poder mantenerlo vigilado.
Sus compañeros de celda fueron los más importantes en este proceso. Ahí convivió con la familia Medel, padre e hijo presos políticos del FPMR. Gracias a ellos pudo sobrevivir a la cárcel, lugar donde tuvo que aprender a jugar futbol, escupir, hablar en coa y vestirse como hiphopero. Diego se transformó en una especie de secretario del frente, también leía cartas a los presos, incluso escribió varios poemas de amor para alguna de las pololas de los convictos. Gracias a su amistad con los del frente, nadie se metió con él, ni los gendarmes ni los presos.
“La cárcel te va matando de a poco”, dice con tristeza. Las últimas semanas fueron las más difíciles, pero en ningún momento dejó de sentir el apoyo de la familia. Incluso cuando empezó a “sicosearse” como dicen en la cárcel a ese coctail de encierro, miedos y misteriosas pastillas que le iban dañando la mente hasta el punto que el cuerpo colapsa.
Cuando salió y pasó lo más duro, se dio cuenta que tenía que sacar algo de todo eso. Además, como sinceramente reconoce, era una tragedia verdadera, pero ya pasó, y ahora tenía que venderla, transformarla en un mito para que sirviera de algo. Ese mismo año – y los dos que siguieron – se ganó el premio del Consejo del Libro para la publicación de Mi delito, libro que había empezado en la cárcel. Pero mientras todos esperaban ese texto, se decide a terminar y lanzar “El baile de los niños. Mi delito todavía no ve la luz, dice que le da miedo volver a sacar a la luz el tema, además él mismo reconoce que es el mejor libro que podrá escribir.
Su primera reaparición en público fue en el Poquita Fe del año 2004. Su participación generó altas expectativas y Diego no sabía cómo iba a reaccionar la gente. “Leí un texto larguísimo que escribí en la cárcel, fue precioso, cuando di vuelta la última hoja la gente empezó a aplaudir antes de que terminara, yo me sentía como en un concierto de rock con toda la gente de pie aplaudiendo”, recuerda ese momento como la lectura más importante que ha tenido hasta ahora. De ahí en adelante, este periodista que nunca ha ejercido se las ha arreglado entre talleres y becas. Su larga experiencia en talleres le ha servido de pie para dar sus propios cursos. Primero fue El arte de la resistencia en Balmaceda 1215, luego unos talleres en la casa de su hermana Alejandra, y desde hace un año en su Carnicería Punk. Ubicada en pleno centro de Santiago, entre unos edificios de la calle Moneda, este pequeño local – que antiguamente era una carnicería – es actualmente donde Diego ingenia todos sus trabajos. Además, está muy agradecido de contar con un grupo de jóvenes, y otros no tanto ya que tiene alumnos 10 años mayores que él, que lo siguen en todos los proyectos que comienza
Desde el 2007 que está funcionando también con su editorial propia, llamada Moda y Pueblo, que de manera artesanal ha editado antologías de sus talleres y libros-artefactos que han logrado vender en lanzamientos organizados en la misma carnicería. Pero quizás el reconocimiento más grande que ha tenido esta editorial es que poetas como Héctor Hernández, quien ha editado a varios de los nuevos poetas, le pidiera publicar su próximo libro. Se trata de un gesto menor, pero que demuestra el lugar que ha alcanzado Diego dentro de la poesía chilena.