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El cuerpecito de Brian
(Fragmento Prólogo)

Por Roberto Echavarren






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Diego Ramírez Gajardo introduce en su estilo de vida y en su poesía un nuevo registro de la sensibilidad, una micropolítica contra la intolerancia de un país machista. Por eso la historia personal que se articula en su primer libro, El baile de los niños, como en el segundo, Brian, el nombre de mi país en llamas,  tiene por correlato la “patria” o la falta de patria que padece un “expatriado”.

En todo el libro se habla de cuerpecitos, cuerpecitos emo, cuerpos adolescentes, no grandes, ni desarrollados, sino más bien aniñados, lampiños, andróginos. Importa el tenor, la construcción visual del personaje: peinado, ropa, accesorios, tipo de figura delgada y hasta anoréxica. El pene es “la fibrosa partecita del cuerpo”. Todo es delicado y en tono menor: “me mordiste el corazoncito invertido”, “moja mi partecita privada / mójala hasta que desaparezca con tu baba acaramelada”. La identidad de género es algo que no se plantea aquí salvo en negativo. Brian no es una recreación histriónica de la mujer, como las travestis plasmadas con “formalina”, “jirafas pobres que se suspenden en los autos”, de acuerdo a los clichés de la construcción heterosexual. Pero Brian tampoco es un chico emo sobre producido. Su existencia es demasiado precaria para eso. Por falta de otra ropa, debe usar una chaqueta desmesurada de su padrastro. De esa precariedad nace el amor. Brian no compra la ropa que le gusta, sino la mejor que encuentra dados sus escasos recursos. Y a través de esas ropas enamora, hace más rotundo su efecto de estilo más allá de la moda.

El interés por la ambigüedad adolescente se ve acompañado, salvo alguna excepción, por condiciones de pobreza, abuso, invisibilidad, intolerancia, en que esos jóvenes crecen. El protagonista del libro, Brian, ofrece las calificaciones perfectas para transformarse en la obsesión que sintetiza esos rasgos, una historia de vida, la desprotección y una sensibilidad equivalentes a las del mismo Diego.

Brian no es muy diferente de otros muchos jóvenes. Cada día, nos dice un poema del libro, nacen en algún hospital público de Santiago unos 327 niños que serán parecidos a él, creciendo en los márgenes, abusados por sus padres,  que transitarán una efímera adolescencia bailando temas de disco o de Shakira, o de quién sabe quién, una dosis somera de letra popular, capaces de ternura, también de un errático periplo inmaduro, irresponsable, solos, abandonados, abandonando, condenando a la soledad a sus amantes.

Brian sintetiza e intensifica esos rasgos que Ramírez descubre en muchos otros. Desde sus labios gruesos y carnosos, hasta su modo de bailar, de mover las caderas, lo sitúan en un plano superior. Encarna la moda vuelta estilo, lo que la moda tiene de poético, e inspirador de poemas. Como señalaba Vladimir Nabokov, no todas las niñas son lolitas. Brian es para el yo lírico de Ramírez tan insustituible como la propia Lolita, en la novela homónima, lo es para Humbert Humbert. Ese milagro de la primera juventud inspira impulsos maternales y eróticos a la vez. El yo poético está convencido de que ha encontrado el ejemplar perfecto, habitante de un suburbio lejano, violado por el padrastro, acosado por la homofobia de sus  compañeros de colegio o vecinos de barrio.

El amor de Diego por Brian no tiene patria, por más que tal condición negativa lo inscriba a pesar de todo en un país, en una ciudad, en unos barrios, en una minoría equivocada. La “biografía” muestra una cicatriz personal, no se reduce a ficción, aunque la ficción la potencia, le da algo de lo que le faltaba, pero lo paga en otra moneda. No le da lo que buscaba, le da el tránsito, el valor de uso, que contrarreste la pérdida. La pérdida, a través de la escritura, se vuelve plenitud, cosecha abundante, justo porque Brian y Diego no pueden tener hijos.
  
“Brillante, temblorosa y efectista”, como él mismo dice, la poesía de Ramírez integra el vórtice del neobarroco queer latinoamericano, desde José Lezama Lima y Joao Guimaraes Rosa, pasando por Severo Sarduy, Reinaldo Arenas, o Pedro Lemebel, aunque el intertexto de Brian sea también y sobre todo Gabriela Mistral que, leída por Ramírez, se vuelve una cifra del “maltrato de Chile”. Esta poesía, a mi criterio, mantiene vivo a Chile, y es la llama del leño que enciende el continente entero. Escucha “el susurro sin lengua”, entre la “baba infinita”, las deyecciones corporales, un susurro que es pulsión de independencia, un hálito que empuja a salir del régimen de tutela, “del morbo paterno y del miedo de las madres”, hacia un gobierno autónomo de sí. Pero los culpables no son los padres, culpable es el sistema de género, la grilla formateada que llaman “patria”. “No es una guerrilla injustificada” por lo tanto, oponerle al “maltrato de Chile” un submundo submarino, una barrera de fuego de transas y poemas, o “la constitución de un tercer cuerpo andrógino, culturalmente rearmado de los vestigios, la combinatoria exacta e intermedia entre las sexualidades.” En un vaivén de responsabilidad y culpas, que la patria es culpable es una manera de decir, y también es una manera de decir que “ella es la única inocente”. Lo que importa es la carga libidinal y afectiva de la entrega poética, encendida por algunas palabras clave que se abren paso dentro de un entorno problemático, como “maltrato, siniestro, fatal, lampiño, desborde, encierro”.

 

Durante la presentación a cargo de Patricia Espinosa, Roberto Echavarren y Pablo Paredes
15 de Octubre 2015, Fundación Salvador Allende



 



 

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El cuerpecito de Brian.
(Fragmento Prólogo de Brian, el nombre de mi país en llamasi>, de Diego Ramírez.
Por Roberto Echavarren