Lo terrible del asunto. Prólogo del libro “La noche no se mueve” de Diego Rojas Valderrama. Por Claudio Faúndez

 


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Lo terrible del asunto
Prólogo del libro “La noche no se mueve” de Diego Rojas Valderrama

Por Claudio Faúndez
Poeta y editor

 


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Diego Rojas dice que los prólogos le sirven para ver si va a perder el tiempo o no en la lectura que abordará. En algunos casos también puede suceder que el prólogo invita, claro, pero a perder el tiempo, sin culpa alguna, aunque, ¿acaso, leer un libro no es perder tiempo de vida?, entonces, ¿cómo te atrapa; cómo dejas que no se te vaya el libro? Pero esto es materia para otro prólogo, no para este.

Lo único claro es que hace años que no leía un narrador de Valparaíso, y con “olor a Valparaíso”, como decía mi abuela, que en paz o en desasosiego descanse. La razón es sencilla, sencilla como mi abuela porteña en la armazón de sus exquisitos almuerzos diarios: cada cuento de este libro transcurre en las playas, en los cerros, en los callejones, en el plan, o en algún cuarto de pensión usurpado a los gatos, que desde el techo rondan esperando la hora en que nos marchemos del lugar para entrar a mearlo todo. Son historias que están ahí a la vuelta de cualquier esquina del puerto. Paredes descascaradas, borrachos tirados en las cunetas y el olor a mar impregnando el aire como una peste. Diego Rojas con La noche no se mueve recupera para desnudar violentamente, y otras veces con ternura, la voz de los jóvenes –universitarios, en su mayoría– en sus conflictos personales, entre el licor, el desamor, las lecturas y los ojos bien abiertos al desastre que se acerca con los años, el absurdo, la pobreza; entonces, ¿para qué todo esto, para qué estos amigos que ahora te abrazan como despidiéndose de los días, entregándose a la noche, a la miseria, a la locura? Al final reciben su premio que no es otra cosa que el olvido, deseado con tanta fuerza, que para Diego fue mejor escribirlo y luego abandonarlo a su suerte en la casa de la desmemoria –ojalá no sea así– que no es otra que la de la estantería de libros.

La noche no se mueve es el libro de iniciación de Diego Rojas, el que años después, para muchos escritores ya más viejos y maduros, algunas veces duele, el que se quema junto a sus dedos, despotricando contra él como si fuese un enemigo, un vástago no reconocido, tal como la juventud ingrata, diría el viejo Carlos León Jr. con su bolsa con libros y pan cargada en la espalda, y el tablero de ajedrez en una vieja mochila de mano, vagando por la ciudad, esperando encontrar a alguien que quiera hablar de literatura y no de hambre, en alguna plaza del puerto.

Tengo fe de que esto no suceda, la misma fe que tengo cuando me siento a escribir sin saber qué/ni para qué.

Eso es este libro, el registro de esa temporada en donde el autor vio a compañeros de carrera con esquizofrenia desaparecer tras el mar, a la señora que pide cigarros en la esquina como lucha y bandera, al luchador que derrumba todo, su vida, las paredes de su casa, hasta sus certezas; también nos habla del estudiante que vive en la población marginal, tratando de llevar de elegante forma su relación marginal, en donde el amor se puede echar a la olla si las cosas se ponen difíciles, porque todo es difícil en este libro: la vida, los días y sus noches, el desesperante anhelo –nada de fácil–  de quedarse para siempre bajo las estrellas, vagando, escribiendo, creyendo que el día nunca vendrá a borrar todo de un solo latigazo.

El sueño que la Universidad vende es falso –como todo sueño que se venda–, lo terrible es que lo asumimos como si fuese verdad, despiertos, a pesar que vaya en contra nuestra y se nos parezca.

En La noche no se mueve regresan de alguna forma los aires de algunos personajes adorados por Luis Cornejo, pero esta vez puestos en la soñada juventud del que pudo tener una vida universitaria para después contarla lejos de esos bancos. Derrotados. Sabemos que, aunque hubiese sido así, para aquellos personajes de la periferia de Cornejo, las cosas no hubiesen cambiado, tal vez solo estarían vestidas con otro ropaje, pero llevarían sus mismos pies magullados de tanto caminar golpeando puertas.
En estos relatos la palabra felicidad se deja ver en un jardín desolado, arrinconada, pero, al mismo tiempo estos intentan sobrellevar la miseria de la vida con dignidad, con amor, sobre todo con calma; la calma del pulso de este autor, como si estuviese sentado en el techo escribiendo a espaldas de todos, sin gritos ni escándalos, ni rabia, solamente con calma, la que se supone nos da la distancia reflexiva sobre los hechos, solo eso pareciera pedir a este mundo.

Al terminar de leer este libro no puedo dejar de recordar a todos esos soñadores de mi juventud: a Arturo Rojas, que vivía de vender sus libros de poemas en los bares, encontrado en su habitación muerto de hambre a tres cuadras del Consejo de la Cultura; a la poeta Ximena Rivera rogándole a uno de sus  editores que le regalara libros para vender y poder comer;  al poeta Pablo Araya de rodillas pidiendo que no lo echen a la calle por no tener cómo pagar el arriendo; al hermoso dibujante Pato González comiendo puré sintético con la mano, por no tener cuchara en su casa; y a tantos otros más que terminaron sus días encerrados en cuartos de pensión, algunos solamente acompañados por la droga de su preferencia, estancados, perdidos, olvidados; la generación que no tuvo arte ni parte en Valparaíso,  confundida con consignas añejas y sospechosamente brillantes, articuladas en sesiones de partidos de ambos bandos (los que han gobernado este país con impunidad, hasta que la gente salió a las calles con la determinación de derrocarlos). La generación de los que entonces ahí se quedaron, tras una ventana, esperando a la noche como un camino que se abre para sus pasos, la de aquellos que entendieron de qué trata lo terrible del asunto, el asunto del artista.

Los personajes de Diego Rojas son perdedores, para la gran mayoría, pero sabemos que las mayorías siempre se han equivocado, es por esto que en este libro son salvados, tal como aquellos, que al menos con su obra siempre serán rescatados de algo que nunca sabremos bien que cosa fue, pero que al menos carga con un nombre: olvido.



 

 

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