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El lenguaje poético de David Rosemann-Taub
David Rosenmann-Taub: El duelo de la luz. Ed. Pre-Textos 124 páginas

Por Eduardo Moga
Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, N°773, Noviembre de 2014


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David Rosenmann-Taub (Santiago de Chile, 1927) es uno de los poetas en lengua española más singulares de la segunda mitad del siglo XX y de lo que llevamos de XXI. Y no solo por la rareza de su obra, sino también por los azares y sobresaltos de su producción. En 1948, con apenas 21 años, gana el prestigioso premio de poesía del Sindicato de Escritores de Chile con el primer volumen de una tetralogía, Cortejo y epinicio, que publicará al año siguiente el español Arturo Soria, exiliado en Chile y editor de Cruz del Sur, la editorial más importante del país. Soria, no obstante, cree que «publicar el primer libro de un autor desconocido como volumen I no es la mejor manera de darlo a conocer», y sugiere dar al poemario el título de la tetralogía. El poeta está de acuerdo, y ese título, Cortejo y epinicio, se mantendrá en las futuras ediciones del libro (1978 y 2002). Sin embargo, entre esas dos fechas (y antes, entre 1952 y 1976, con la excepción de un breve cuaderno poético aparecido en 1962) Rosenmann-Taub no publica nada, aunque nunca deje de escribir: lleva haciéndolo, sin interrupción, desde que tenía tres años. Las suspensiones de su presencia pública –que han durado, en total, casi medio siglo– han trastocado la recepción y el conocimiento de su obra, y también de su figura, que algunos han llegado a creer una invención. Por fin, gracias al apoyo de la editorial LOM y la Fundación Corda, Rosenmann-Taub ha podido dar a conocer la tetralogía Cortejo y epinicio tal y como la había concebido: su primer volumen, el publicado en tres ocasiones con ese título, aparece en 2013 con el que le corresponde realmente, El zócalo; el segundo, El mensajero, ve la luz en 2003; el tercero, La opción, en 2011, y el cuarto, La noche antes, también en 2013. De este vasto conjunto, El duelo de la luz, como indica el subtítulo, es solo una antología, y una antología breve: de los ochenta poemas de El zócalo, solo se recogen diecisiete; de los ciento tres de El mensajero, dieciocho; de los ciento ochenta de La opción, diecisiete; y de los ciento ochenta, asimismo, de La noche antes, de nuevo dieciocho. Los antólogos han optado por ofrecer una representación equilibrada de los cuatro volúmenes, pero cabe preguntarse si no habría sido más apropiado recoger muestras proporcionales a la extensión de cada libro, dando por supuesto que los cuatro atesoran una calidad equivalente.

En todo caso, el criterio cuantitativo no menoscaba El duelo de la luz, que ha seleccionado algunos de los poemas más representativos de Cortejo y epinicio y, probablemente, de toda la obra de Rosenmann-Taub. El título de la antología proviene de uno de ellos, «Ficción», una de esas piezas en las que unas pocas palabras, combinándose sin descanso, articulan una relación innumerable de realidades y componen por entero el poema: «El duelo de la luz: la luz del sueño: / el sueño de la luz: la luz del duelo / –luz de la luz del sueño, luz del ritmo–»: / (…) el ritmo de la luz –duelo del duelo–». El juego léxico no es aquí solo juego: es totalidad. El lenguaje se aleja de la ilación racional, para desplegarse –para brincar– como un hecho autónomo que cubre todas las posibilidades de lo real o, mejor dicho, que suscita todas las posibilidades de lo real. No es el único en el que esto sucede: otro poema empieza así: «Yo: un trigal. / Tú: los trigales. / Yo: una voz. / Tú: toda voz. / Una voz en los trigales. / Un trigal en toda voz». Las repeticiones y alternancias construyen una monodia a la vez hipnótica y alborozada, un universo musical sostenido por el poema, pero que, al mismo tiempo, lo alumbra. Y los dos puntos, tan característicos de Rosenmann-Taub, sustituyen a las pedregosas conjunciones y preposiciones, reforzando así la unión de los términos, que ahora ya no es mera concatenación, sino acoplamiento íntimo, casi cópula.

Pero, antes de seguir examinando la poesía de Rosenmann-Taub, hay que establecer el propósito y sentido de una propuesta tan compleja como la de Cortejo y epinicio, que puede considerarse la columna vertebral de su producción, no solo por su elaboración diacrónica y su ambiciosa amplitud, sino también, y sobre todo, por el vigor y la coherencia de su propuesta estética, y por la profundidad de su visión existencial. En los «preliminares» de El zócalo, el autor hace constar: «Cortejo y epinicio: la esencia de lo que es, para el hombre, vivir en la tierra, en un particular tiempo y espacio, desde su ahora hasta su adiós». A continuación, señala que el volumen I, El zócalo, corresponde a la primavera, a la mañana, a los primeros veinte años de vida; el II, El mensajero, al verano, la tarde y de los veinte a los cuarenta años; el III, La opción, al otoño, el crepúsculo y de los cuarenta a los sesenta años; y el IV, La noche antes, al invierno, la noche, «y de los sesenta a los…». Por fin, Rosenmann-Taub dice de los cuatro volúmenes: «la experiencia de una conciencia siempre joven y madura, con sostenida energía. Un múltiple instante de lucidez: un extenso presente en un segundo intemporal. Nacimiento y agonía, amanecer y oscuridad. El triunfo de una derrota: un epinicio». Cortejo y epinicio es, pues, un recorrido existencial, el tránsito de una vida y la experiencia de su protagonista en el mundo. Sin embargo, es fundamental entender que ese camino es un curso, pero también, y sobre todo, una deflagración ontológica, un entrelazamiento nuclear de tiempos, un aleph borgiano en el que se concentran todas las edades y todos los momentos. El primer poema de El duelo de la luz, «Preludio», que es también el primero de la tetralogía, empieza así: «Después, después, el viento entre dos cimas», y acaba: «Después, después, el himno entre dos víboras. / Después, la noche que no conocemos / y, extendido en lo nunca, un solo cuerpo / callado como luz. Después, el viento». Lo primero que el poeta dice, antes de iniciar su vasto proyecto, es «después», como si ya previera, desde el principio, ese ouróboros del tiempo, la sinuosidad instantánea y eterna de lo ya vivido y de lo todavía por vivir. Esta conciencia de la unidad de todo o esta aspiración a la unidad de todo, incluso de lo más inaprehensible y ‑fluyente, como el tiempo, o de lo más contrapuesto, como la vida y la muerte, impregna toda la obra de David Rosenmann-Taub, que es una fabulosa celebración del ser y la nada, de lo que existe y lo que ha dejado de existir, o lo que lo destruye. El poeta ha señalado que cada libro de la tetralogía corresponde a una edad del hombre, pero también que las demás edades están en cada una de ellas. El poema «La traición», donde recuerda a sus padres –esenciales en la personalidad creadora y la obra de Rosenmann-Taub, que abunda en elegías familiares y evocaciones de la infancia– e imagina que se reúne otra vez con ellos, acaba así: «“¡He vuelto! ¡He vuelto! ¡He vuelto!”. Y era la despedida»: regresar es despedirse. Y en el dístico «Genetrix», leemos: «Acabo de morir: para la tierra / soy un recién nacido»: la muerte es nacimiento, y el nacimiento es muerte, como comprobamos en el extraordinario «Canción de cuna», donde esa identidad de vida y muerte se revela devastadora. No solo la reiteración del sintagma «niño podrido» lo vuelve sobrecogedor, casi inadmisible; también la introducción de constantes alusiones a la tierra, como depositaria de los cadáveres y anfitriona de las tumbas, como lugar en el que reptan criaturas negras, seres nacidos de la muerte: al niño se le envuelve en «retales de musgo», se le abriga con «pañales de hormigas» o se le pone un «babero de barro», cuya ominosidad aumentan las aliteraciones radicadas en la metáfora, de /b/, /ba/ y /ro/; y en las manos tiene «mil gusanos bonitos». Las connotaciones funerales brillan en los colores de panteón, en los matices helados: «esmeraldas y halos alabastrinos», «niño violáceo». El apóstrofe anafórico, que estalla en repeticiones en la última estrofa, identifica sueño y muerte, siguiendo una tradición milenaria: «Duérmete para siempre, mi niño lindo». La dimensión existencial de El duelo de la luz es uno de sus rasgos capitales. Para Rosenmann-Taub, el corazón es un muro y el yo «una oquedad que brilla». La muerte lo rodea y lo vivifica todo, y su presencia ominosa se manifiesta con singular nitidez en «Cómo me gustaría ser esa oscura ciénaga», que Sabrina Costanzo considera «la más exacerbada expresión de ese anhelo de muerte que a menudo se percibe en la obra» de David Rosenmann-Taub. Con una estructura compleja, que combina las estructuras iguales y la repetición de versos, pero que conoce también espasmos y zigzags, en forma de heptasílabos o estrofas que se apartan del modelo dominante, de tres versos, y del mayoritario metro alejandrino, Rosenmann-Taub encadena una plegaria inversa, que reclama la nulidad existencial, el éxtasis del no ser: una «oscura ciénaga» constituye la metáfora axial del poema, que participa de la metáfora universal de las aguas estancadas, según Gaston Bachelard, como representación de la muerte. El deseo de ser esa «oscura ciénaga» da cobertura, o sentido, a una sucesión de deseos regresivos, aniquiladores. Con anáfora que es, a la vez, ominosa y exultante, porque expresa un ansia, aunque sea un ansia siniestra, el poeta encadena diferentes manifestaciones de ese nihilismo radical: «Cómo me gustaría ser esa oscura ciénaga (…). // Cómo me gustaría jamás haber nacido (…). // Cómo me gustaría morirme ahora (…). // Cómo me gustaría rodar por el vacío (…). // Cómo me gustaría ser el cero del polvo». Sucesivas epíforas, constituidas por esos mismos sintagmas negativos, remachan la anáfora «cómo me gustaría»: «oscura ciénaga», «jamás haber nacido», «lograr morirme ahora», «rodar por el vacío», «ser el cero del polvo», y esas insistencias constantes, esos ritornellos, consiguen introducir un nuevo elemento de juego, casi infantil, en una composición luctuosa: el poema suena a cantinela, y su música desactiva el horror semántico. Dios aparece, en este poema, como reverso de la vida o sustancia de la nada: «Cavílame en tu nada», implora el poeta; y añade, para acabar el poema: «¡no me hagas volver nunca!». Toda la composición es el negativo de una alabanza o de una acción de gracias: una impresión con las manchas de luz y de oscuridad cambiadas, lo contrario de lo que vemos, y de lo que se verá. Pero, aunque subvertidas, luz y oscuridad, vida y muerte, siguen intensamente trabadas. La estrofa séptima constituye un juego barroco sobre la fusión o permutabilidad de ambas: «Dicen que fue la muerte la causa de la vida, / y la vida –¿la vida?– la causa de la muerte. / Pero, ahora, mi muerte la causa de mi vida». En la estrofa siguiente, esta imbricación se corporeíza, y el neologismo «deshijo» se convierte en el antagonista de ambos hechos, vida y muerte: «Yo qué: furgón deshijo –destello– de la muerte /. ¿Me repudias, ovario, por ímprobo deshijo? / Me has arrastrado al éxodo tan candorosamente…».

En La noche antes, la cercanía física de la muerte se hace muy presente en los poemas, que carecen, no obstante, de todo sentido trágico: parecen más bien expresión de ese «dolor alegre» que reclama uno de los poemas de El zócalo. La poesía de Rosenmann-Taub, barroca y vanguardista, lúdica y lúcida, ejemplo de paradoja y conciliación, conserva siempre un aire travieso, un gesto sonriente y bienhumorado, del que no escapa nadie. En el último poema de El duelo de la luz, que es también uno de los poemas finales de la tetralogía, el yo lírico se prepara para abandonar la casa y subir al «carruaje ligero de la noche». Las calles, la realidad perceptible, es un conjunto tumefacto y cartilaginoso: su blandura sugiere la inconsistencia del mundo. Así, las aceras ondean «en abusiva gelatina»; la niebla «unta los umbrales»; y «las calles agasajan / garapiñosas víboras». Tampoco es seguro que las casas sean casas: «¿Moradas // o desperdicios?», se pregunta Rosenmann-Taub. El poema se compone de ocho estrofas: las cuatro últimas son repetición de las cuatro primeras, aunque sus versos se dispongan de forma diferente. Los motivos son sencillos esta vez: el carruaje, la noche, las calles, los caballos, los astros. Todo configura un trayecto ascensional y definitivo. El protagonista del poema teme asomarse a la puerta, porque eso dará paso a un viaje sin término. Pero lo azuza una criada, que se dirige a él, coloquialmente, como a un niño: «Churumbel, no se atrase». La muerte, la inminencia de la muerte, se engarza –o se identifica–, otra vez, con el principio: el niño y el viejo son lo mismo. Y eso hace coherente el desdoblamiento de las estrofas: la segunda mitad es también la primera; lo posterior no sigue, sino que reproduce lo anterior. Por fin, el protagonista sube al asiento –blando, como las cosas que lo rodean– del carruaje, y siente que «los caballos / avanzan / como si no pisaran». Envuelto por ese silencio terminal, cierra los ojos, se queda dormido, y los astros, enlutados, lo reciben. La representación de la muerte es respetuosa aquí con la tradición literaria de Occidente: la simbolizan el silencio, la noche –que es también símbolo del útero materno: fin y principio, implícitamente entrelazados en la obra de Rosenmann-Taub–, el sueño, el luto de las estrellas –oscuridad y luz: extinción y nacimiento, otra vez– y las estrellas mismas, habitantes del cielo, la morada eterna.

En esta dilatada conflagración existencial, Rosenmann-Taub no olvida algunos ejes que le ayudan a sobrellevar el conflicto de vivir, o que lo nutren. Dios es uno de ellos. Pero su relación con la divinidad es, como poco, iconoclasta. En una entrevista concedida en 2002, dice el poeta: «El término Dios es terrenal. Lo que llamo divino es la expresión terrenal absoluta. No tiene nada que ver con el concepto de las religiones, en donde no hallo ninguna divina divinidad. (…) Aquello que me satisface, que me da tranquilidad, que me da alegría, sin pedirme compensación, yo lo llamo Dios». Rosenmann-Taub no deja de invocar a ese Dios, pero tampoco de burlarse de él, acaso por su naturaleza humana: en un poema de El zócalo, Dios se cambia de casa; en otro está resfriado; en «Epopeya: I», de La opción, borracho; en «Asfódelo», de El mensajero, es «inicuo, asqueroso»; en uno de La noche antes, es «triquiñuela de la enormidad». Rosenmann-Taub no teme ser blasfemo ni, cuando conviene, soez: cuescos y suciedades aparecen también en su poesía, como aparece todo: cosas, palabras, sentimientos. El erotismo está asimismo presente: en Cortejo y epinicio se reúne siempre en la sección titulada «En las lavas sensuales», aunque también esta pasión presenta una dimensión anómala –o freudiana: «En las lavas sensuales busco siempre el regreso / a los cielos profundos del río maternal. / Promontorio de cuervos, andábata leal, / volver anhelo al vientre por oasis de hueso», dice un poema de El zócalo. La metaliteratura constituye un tercer elemento de reflexión, aunque no sea tanto reflexión como salto, turbulencia, fabulación: «Sé, poema, dichoso y desgraciado», escribe Rosenmann-Taub en «Euritmia». Proyecta así esa estética del oxímoron –totalizante, reconciliadora– que caracteriza a su poesía, y que se ha manifestado ya en el «dolor alegre» de su sentir existencial, en la propia factura del poema, en su hacerse jubiloso y desgarrado. Y, conforme el poeta, ya en la vejez, siente que se acerca a la muerte, los versos se convierten en la última expresión de su ser: «calcinados mis versos, / sempiterno camino, / levantan, en la luz, su última rosa».

Conviene subrayar la naturaleza singularísima del lenguaje de Rosenmann-Taub, que aúna la tradición del barroco, con su gusto por la densidad y la paradoja, y las corrientes más libérrimas de la literatura contemporánea. En él encontramos cultismos y arcaísmos, para los que no es infrecuente tener que recurrir al diccionario, y neologismos que solo el diccionario pragmático de la lectura y el contexto permite dilucidar: «cosmolágrima», «frufrúan», «­rmehalagüeña», «noír», «nosigas», «deveraveraveras», entre muchos otros. En la poesía de Rosenmann-Taub, la escansión convive con el verso libre, los sonetos con los romances, y los dísticos y monósticos con los poemas extensos. Con todas estas formas, y con todos los mecanismos de una ingente maquinaria retórica, Rosenmann-Taub aspira a una plenitud musical que sea también plenitud de sentido, más aún, que sea plenitud de ser. Su manipulación creativa transmuta líricamente la realidad: escenas domésticas o cosas insignificantes –una almendra, por ejemplo, en el poema «Hurgando el escozor de una turgencia»– se convierten en artefactos verbales de relumbres fabulosos y honduras inimaginadas. A veces, Rosenmann-Taub escribe poemas sin verbos: meras enumeraciones adjetivas o con sintagmas condicionales que subrayan, con esa omisión, la intensidad del objeto: así sucede en «Gleba» y «Naturaleza muerta». Por su parte, las aliteraciones, poliptotos, estribillos y rimas, entre muchos otros recursos rítmicos, sirven a la construcción sonora, cuyo resultado es, a veces, elusivo lógicamente, o incluso infranqueable, pero que estalla de significado sensual, de seducción orgánica. En muchos poemas no sabemos de qué está hablando el poeta –aunque algunos títulos nos den pistas–, pero sí que está hablando de algo decisivo: el poema nos captura igualmente, o incluso más, desnudo de su coraza racional. Así dice, por ejemplo, este poema de El mensajero: «Sojuzgando tristezas / y frambuesas, / embistiendo pistachos, apogeo / de su embriaguez total y cosquilleo / granadal, mi fragata / se aquilata, / crocantemente próspera, exultante, / Mustio pezón gigante». Sin embargo, Rosenmann-Taub ha defendido siempre el rigor de su quehacer y la justeza semántica de sus poemas, incluso de su naturaleza científica: «Se trata (…) de expresar con exactitud un determinado conocimiento. (…) No pretendo la belleza; pretendo decir la verdad de la forma más exacta posible», con precisión, con certeza, sin mentir, ha dicho en varias entrevistas de 2005. Y en 2001 había formulado este axioma: «¿Cuándo la poesía, poesía? Cuando ciencia». Rosenmann-Taub se acerca así a otros poetas cuya oscuridad obedece a un exceso de luz, como Góngora o el hispano-mexicano Gerardo Deniz, cuyos poemas son también el fruto de una precisión aplastante, la conjugación de una muchedumbre de saberes técnicos con un esmero obsesivo en la elección de las palabras adecuadas.


 

 

 

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