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dios

Don Sátula



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“La realidad es tan pálida
como dios jugando a ser poeta
con un roñoso juguete
llamado creación”


PARÁBOLA DEL BUEN CHARLATÁN

Por Francisco Gutiérrez Rojas

 

Mi taita me dijo: “No busques a dios. Él está en ti”. De haber podido cambiarme el A.D.N. ante semejante sandez, lo hubiese hecho. Me tuve que conformar con estirar el brazo para pedir que me llenara el vaso.
Recordé a la muchacha que afirmaba que dios se encontraba en el alcohol. Sabihonda de su devoción, sufría como cualquier asceta en la búsqueda del equilibrio entre lo humano y lo divino. A pesar de lo titánica de su tarea, no escatimaba en esfuerzos.
Entro al supermercado, compro cervezas de universitarios –la que vio días mejores. Me dirijo a la caja y detengo la vista en los ojos de una doncellita promotora de faz anorgásmica (no sin antes realizar una telemetría a distancia de mis días de lactancia). La escucho decir: “viejo verde”. Sus labios no se mueven: ventrílocua o telépata. Me inclino por la segunda (malditos cómics), musitando mentalmente la pregunta: “¿Dónde está dios?”. Sonríe sádicamente y se lleva la mano al corazón diciendo: “Aquí”.  
Consulta: ¿dios está en el corazón del ser humano? Poco duró la duda, ya que reconstruí en mi mente el viaje de la mano de la promotora desde uno de sus flancos hasta la parte alta de su seno izquierdo, donde descansaba la insignia roja y blanca de la Coca Cola.  
En el trayecto al sitio que mis vecinos llamaban casa, me topé con un piño de lo más misceláneo de la lo que pisa el planeta. La turba, no logró darme una respuesta a tan elevada y corriente interrogante (hasta los que trabajan en televisión se lo preguntan en algún momento).
De toda la manga que vi en el periplo hacia el hogar, una respuesta valiosa supe hallar. El oráculo en esta ocasión era un quiltro que copulaba con un can sodomita refinado y arrugado.    
El mensaje del comenunca no me quedó claro, pero me llevó a reflexionar en torno a viejas lecturas que versaban sobre el hedonismo, las pulsiones freudianas y la lucha de clases. Fue entonces que decidí ir a la ciencia. Craso error. La ciencia nunca ha dejado nada en claro, solo ensancha el espectro de incertidumbre. Este caso estaba a cuadras de campo de ser la excepción.
Tras varias cervezas, recordando el título de una vieja y célebre tonada, me duermo en mi sillón tras largas cavilaciones.
El ser humano es finito; el sueño y la cerveza, también. Ya la televisión muestra esa incomprensible y perfecta composición de puntos blancos y negros, acompañada del sonido a fritanga santarrosina que las juega de música incidental. Despierto con la boca deshidratada y torpemente tanteo el control. Busco inútilmente imágenes en la caja boba, pero no hay nada. No es común que sea así. No quiero perder el tiempo buscando una explicación.
Repentinamente, surge desde una esquina del aparato una puerta que se abre. Lentamente se hace más grande, llegando a ocupar toda la pantalla.  
En una minúscula parte del átomo de un segundo, veo un desfile pictórico completamente desconocido, pero que por alguna razón no necesita ser explicado.
Pude presenciar a un ebrio entrando eternamente a un bar perdido, a un héroe del celuloide gringo recibiendo una paliza de un grupo de escolares japonesas (con trajecitos marineros y todo), a una inmensa fila de uniformadas tras un cajero automático con forma de ojo, a un insecto gigante arrojándole despiadadamente manzanas a un joven desnudo tirado en el suelo, a un camión repleto de dinero detenido sobre la báscula de un vertedero, a una regordeta damisela embriagada de carne roja y jugosa en un Viernes Santo, a un tipo que arroja desde un escenario (al compás del rocanrol) el cadáver de su padre, a un grupo de idiotas entregando una ofrenda en el Centro Misionero de Adoración Familiar, a un chico libidinoso llevándose a la cama una muchachita digna de calendario con un poema robado, a un escritor extasiado por una dominatriz alba, luego a otro idiota acicateado por una mi bella genio sin dejar el recipiente, luego a una mujer vestida de La Parca que escribe por motivos incomprensibles, a un tipo sin rostro llevándose el pago del arriendo y un cigarrillo único en su especie, a un artista mutante pintando con flujo vaginal, a un hombre que llega tarde a su hogar sólo con fuerzas para besar a su dulcinea y enseñar el arte de la caballería a sus dos vástagos, a un hombre como yo conduciendo un auto por la desierta carretera hacia el norte en busca de un sepulcro y acompañado por dos espectros.
Todo eso vi y mucho más. Escenas imposibles de describir con un pincel o con otro lenguaje existente. Escenarios inexplicables y seres fuera de cualquier realidad. Sin embargo, una escena perdura en mi mente clara y precisa como ninguna otra cosa. 
En ella me vi a mí mismo platicando con un tipo de aspecto extraño en el segundo piso de una casa extraña, donde nuestra anfitriona nos hizo entrar pidiendo que ignorásemos la presencia de una anciana postrada y al borde del nicho. El lugar reunía seres de todo tipo, algunos resultaban familiares, otros desconocidos. Llamaba la atención dos ninfas silenciosas que no se separaban y ocupaban el pleno interés de mi interlocutor, al punto que posó la oreja en la puerta cuando entraron juntas.
Luego recuerdo al tipo recitando casi bucólicamente, pero con toda la impudicia de la oscura ciudad que nos cobijaba. Finalmente, lo veo alejarse con una bolsa de feria cargada de pilseners gélidas y confesoras. No sería la última vez que aquel ente aparecería ante mí. Otra vez lo vi acabando con la sed de todo un bar. También lo vi dando el discurso de Bolívar en un congreso nacionalista. O aquella oportunidad en que enamoró a una portentosa pelandusca de testa flamígera, y muchas otras escenas que sería tedio narrar.   
La puerta de la esquina de la pantalla se deja cerrar lentamente. Un ligero estallido ultrasónico me pone frente a  la pantalla, que ahora, deja ver una versión actualizada de “El Club 700”. Me muevo con frenesí y dejo salir de mi boca un aullido seco, despertando sobresaltado. La cabeza sobre el mesón,  el olor de la tinta escurriéndose por los papeles acribillados, el silbar de la guillotina en caída libre, el ruido de un escape abierto que ruge a lo lejos, una pregunta que no puedo recordar y el crujir de la puerta que anuncia a los primeros clientes del día.
El trabajo consiste en dar los cortes que emparejarán un libraco titulado “dios”. Los tipos se ven ansiosos, en la cara se nota que son independientes. Presiono el pedal y veo como la guillotina cae sobre “dios”: recién nacido y listo para mirar cara a cara al mundo.

 

 

 

DOMINGO ROJO FOREVER

Siempre rojo. En cualquier plaza o cama acañada.
En un Cristo de iglesia o desalmado indispuesto penetrando con permiso otánico (50+1).

Pizza bañada en rojo domingo de angustias y tiritones y desahogos en escritos miserables de un poeta de quinta a lo Lamborghini japonés, también se alquilan los sables con restos de tendones y glóbulos y asaltantes de farmacias que roban lo mínimo por ser domingo y tener que descansar

 

 

NINFA 100% COLESTEROL

Y me abres la puerta, nos ayudamos con las bolsas, ya hemos bebido un poco. Sólo un poco y nos miramos por dentro. Sabemos el destino de los cuerpos.
Hay una mesa, en ella un buen vino. Te miro. Sonrío. Te abrazo. Acaricio tu pelo. Te dejo ir a la cocina, siempre celoso de la cebolla, el aceite el orégano, pero te dejo. No tengo otra.
Camino por el patio en busca de carbón. Lo encuentro. Preparo la parrilla. La limpio. La engraso. La dejo reposar como testigo presencial.
Consigo papel en no sé qué lugar. Tomo una botella, la descorcho. Bebo, está dulce.
Desde la ventana tú lloras y me miras, la chilena siempre te hace sufrir. Me alejo de la parrilla y corro a abrazarte, hueles rico, te beso el cuello, transpiras y el líquido queda impregnado en la seda negra de tu blusa. Me alejas. Tienes hambre. Se te nota cuando tienes hambre.
Ya en el patio enciendo el carbón. Todo perfecto. Tú en el patio y sólo se nos ocurre mirarnos. Las manos de hombre, de mujer.
La sal, la cerveza, cilantro nuestros nombres y el viento del atardecer. Hemos sido egoístas, a nadie hemos invitado. Comemos.
La grasa en los dedos en tus labios el pan untado en el pebre, estamos deseosos de acabarnos todo. Las luces se encienden nos apretamos. Olemos a carbón y a vino y a cerveza. Nos besamos. Tan profundo que logro entenderte. Tan profundo que los sabores se nutren y apagan el desconsuelo y las tardes solitarias. Nos tenemos.
Me sonrojo y miro al cielo, otra vez, en desacuerdo imitando y volando, con el lápiz y la hoja y tú desapareces toda en grasa y sabores colesterólicos, románticamente colesterólicos y vomitables.
¡Estoy borracho aún no logro
entrar a mi casa!

 

 

Ma MAGDALENAS

A las 18 Hrs. en un día viernes, 300 mujeres abandonan la fábrica.
Todo es risas, cabellos húmedos, lápiz labial y cigarrillos. Sin embargo, las magnéticas tarjetas en sus bolsos les recuerdan que no son libres.

 

 

PADRE MUERTO

Ya sé que no estuviste en Managua ni en Beirut ni en Medellín ni en África ni en Ucrania ni en Tel Aviv ni en mi casa hace una veintena de siglos.
Escucha bien el silbido del viento empaquetado desde los dedos, desde las máquinas que no son ancestrales pero que ya te cambiaron y pusieron nuevas historias en nuestras mentes.
Estás ropero sin ropa. Niño violado, abandonado pero retratado en las prensas para que otros se enteren y no hagan lo mismo.
¡Padre muerto! ¿Alguna vez has guardado un crucifijo entre tus manos?

 

 

EL VAMPIRO PAGANO

Se le ve por Carmen arrastrando sus cadenas mohosas y gravitantes.
Su sólo ojo afeita la avenida.
Sus manos tienen asidas las botellas del tiempo y chorrean años, chicles, kioskos, siglos, el último milenio del tiempo... la ciudad de los césares.
Torpe en su caminar.
Las alas blandidas.
Derrotado post muro de Berlín.
Vencido por lo nuevo.
Ya no hay inventos entre sus sienes.
Está triste, muerto y vandálicamente enterrado.

 

 

dios

Huelo a pescado bill schopito y cebollas.
El cortejo fúnebre me ha dejado atrás para siempre.
No hay vuelta que darle al mundo, ni mundo en cada vuelta que se da.
Pero no grito ni sulfuro, fuerte y derecho, relojes puertas rotas y en cada país, pegado en el pecho de un milico, una chapita dice tu nombre.



 

 

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