Diego Zúñiga Camanchaca.
Santiago: Calabaza del Diablo, 2009.
Juan Manuel Silva Barandica
Aisthesis N° 47. Santiago, Julio de 2010
Instituto de Estética — Pontificia Universidad Católica de Chile
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Algunos podrán decir por el epígrafe que, claramente, adolece de la tradición angloamericana. Otros, que el minimalismo barajado con humilde pesadumbre está ligado a las relaciones sociales representadas por la novela realista (criollista o costumbrista) de principios de siglo. Por mi parte, me inclino a pensar que la sección de capítulos, fragmentos o escenas breves desde las que se construye una narración levemente estable, honrada con respecto a su condición de primera novela, justamente se debe a dicha experiencia. Valiosa la mesura con la que se organizan las acciones, los ligeros anacronismos y saltos temporales entre el recuerdo y la presencia de los personajes en la acción. También interesantes, los momentos en que la relación de madre e hijo se desdibuja — como en esa intrigante imagen de El Río de Augusto Gómez Morel, en la que los cuerpos anudados se reflejan en una botella— hacia el encierro o el incesto.
Es palmario el hecho de que en Camanchaca, a pesar de su aparente simpleza, se cruzan variadas texturas, tesituras y discursos. La proximidad de la ética en la figura de su abuelo y su dilección por las escrituras, la inminencia de la muerte y el trabajo — materia inexistente en la fatua y aburguesada narrativa joven (o no tanto) chilena—, diseñan un mapa de relaciones satelitales en relación al hecho de que un joven viaje junto a su padre para arreglarse los dientes en Tacna.
La elisión del formato clásico de capítulo, así como una voluntad de otorgarle a cada partícula la posibilidad de no calzar en un todo, es decir, de no ser efectivamente fragmentos sino escrituras en sí, unidades de sentido, parecieran configurar la expresión del sujeto central, ese yo que narra, más que desde la estable comprensión de la novela. Podría decirse que hay una simulación de referencialidad, de un discurso a veces íntimo o autobiográfico. Si bien es cierto que la narrativa ha incursionado en dichos modos de representar tanto para disolver el límite entre géneros así como para borronear la diferencia radical entre historia y ficción, en este caso, podríamos decir que como ocurre en la ciencia ficción y anteriormente en la literatura fantástica, esto se plantea para cuestionar la valía del mundo construido con un discurso subjetivo y aquella objetividad supuesta que causaría las subjetividades. En ese sentido, la muerte del tío y el enigma que encierra arrastra al resto de las acciones narrativas al relativismo de estar entre la imaginería y la ficción y la verdad testimonial. Tal juego con lo testimonial y referencial restituye al sujeto de la enunciación como actor social, ubicándolo entre sus pares como alguien que debe asumir responsabilidades que no comprende. Así, la reflexión sobre el trabajo en el alegórico juego de relatar los partidos de la Champions League, más que el arrebato juvenil de un periodista en ciernes, es la anticipación de un medio bajo el control del mercado, en el que vale más qué es lo que se entrega que cómo se entrega. Esta literalidad de la información, curiosa y paradójica, presenta el mundo del trabajo trazado por una normatividad protestante, acelerada y sin sentido, en el que se diferencia el oficio artesanal del hipermediatizado. Por ende, el juego, la relación de afectos o empatias con la información pasaría a ser una suerte de artesanía periodística, al lado de la tecnificación y reificación de las disciplinas de interconexión informática. Los medios median y sitian los sitios. Asimismo, la distancia clasista que sostiene las jerarquías en el mundo narrado corresponde al arribismo imperante en la clase media que busca emerger por los estudios universitarios. Subrepticia, entonces, la crítica que existe al referir lateralmente a la persecución de los pungas cuando el personaje visita la villa en la que viviera.
No basta decir que, aunque siga leyéndose la narrativa joven desde una aparente hi-peraburguesamiento, la aparición de cuestionamientos sociales y colectivos es inminente. Y si bien es cierto que en Camanchaca la construcción del sujeto expresa una interioridad, un simulacro de íntima revelación, las coordenadas que dirigen su viaje (parodiando el crecimiento del héroe) lo llevan a un punto muerto; digamos, revelan que las ansias y las ínfulas de progreso - en los niveles que se quiera— sólo aproximan la imposibilidad del cambio, esa restitución de un orden anterior, a saber, la exposición de las promesas incumplidas de la modernidad.
Camanchaca explora las diferentes taras que enfrenta el sujeto moderno ante la ilusión, ese sueño en que existe una crítica a la modernidad, sin disolver ese yo romántico y patético, ni menos ubicándolo en el terreno de lo freak, geek o ñoño. La dignificación de una diferencia, sin aspavientos, sí parodia la hiperbólica fijación del pensamiento postmoderno con respecto a sujetos que viven al margen de la ley (pensando en el prólogo de Neruda al Habitante y su esperanza), de esa legibilidad en la que los sujetos gordos, parcos y sin habilidad social son vistos como signos mal escritos en el gran libro de la civilidad chilena.
Hay certezas relativas a la importancia de una micropolítica familiar, quizás, por la dislocación de esas acciones reflejas. Del mismo modo, la voluntad de expresar sin alegorías nacionales ni grandilocuentes la historia, más que significar la carencia de grandes relatos está ligada con la posibilidad de volver a vincular dichas capas o niveles. Más que una tranquila sucesión de hechos, Camanchaca devuelve el sentimiento y las voliciones del espíritu a una narrativa chilena ahita de sensibilidades plásticas y binarismos a la hora de representar la suciedad de lo real. Pienso que, a pesar de ser primera, Camanchaca deja entrar en la oscuridad de nuestro sueño histórico, algo de toda la luz del mediodía.