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Nadie prometió nada
Niños héroes. Diego Zuñiga, Literatura Random House, Julio 2016

Por Patricio Jara

 


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Si aún es posible encasillar a Diego Zúñiga como un autor joven, esto será más por su capacidad de refrescar la mirada sobre ciertos temas antes que por lo que diga su carné de identidad. En tiempos cuando muchos de los narradores chilenos que rondan los 30 años han emprendido proyectos literarios que aún es muy pronto para sopesar (varios no pasan del segundo libro), Zúñiga destaca no sólo por su productividad —las novelas Camanchaca (2009) y Racimo (2014), además de la crónica personal y futbolera Soy de Católica (2014)—, sino también porque con Niños héroes, su primer y reciente libro de cuentos, da un paso en la consolidación de lo único importante a lo que puede aspirar un narrador comprometido con su obra: una voz que dé cuenta del mundo.

Zúñiga (Iquique, 1987) apela a la profundidad a partir de los detalles; apunta al rescate de la memoria y del pasado (a veces cercano, a veces lejano o bien situado en un lugar brumoso de la memoria) como aquel lugar indispensable para entender el presente como antesala de un futuro del que nadie nos ha prometido nada. Con esta idea, la narrativa de Diego Zúñiga resalta a la clase media más que como un grupo social, como un paisaje: allí donde muchos, en especial niños y jóvenes, libran a diario la batalla por la supervivencia.

Los buenos libros de cuentos nunca descuidan la sintaxis que produce el orden de los textos, como si en la forma en que se suceden las historias haya, también, una manera de contar. De ahí que parte de la sensación de irregularidad que nos provoca alguna colección de relatos tiene que ver, en cierto modo, con las decisiones del índice. En literatura, lo sabemos, el orden de los factores sí altera el producto.

En el caso de Niños héroes esto es prueba superada. El volumen abre con tres cuentos notables: “La ciudad de los niños”, una alegoría anclada en KidZania que lleva al extremo aquello de que los más chicos sólo siguen el ejemplo de los grandes. El segundo es “Un mundo de cosas frías”, en el cual una pareja recorre Santiago buscando en departamentos piloto la vida que nunca podrá tener. Zúñiga va más allá de la anécdota, sobrepasa la historia de amor juvenil marcada por el hastío hasta transformarse en un feroz retrato del falso progreso del Chile actual, en este caso representado por aquellos edificios de departamentos que brotan tan apiñados y frágiles como las ilusiones de quienes creen en una vida mejor a partir de la publicidad.

“Pequeñas ratoneras en las que nadie podía —ni debía— vivir, la verdad, quizá un estudiante, alguien de paso, una pareja que trabajara todo el día y que sólo necesitara un departamento para dormir y poco más”, dice el protagonista de esta historia, “pero sabíamos que esas parejas no existían y que a veces esos edificios se llenaban de estudiantes universitarios o de inmigrantes que vivían hacinados, y de familias que se las arreglaban para entrar, incluso con hijos, en esos treinta o cuarenta metros cuadrados, quién sabe cómo, pero hacían como si aquello fuera normal, como si eso estuviera bien”.

El tercer cuento es “Omega”, sobre el hallazgo de un curioso reloj que golpeará la infancia del protagonista. Es de los más breves, pero también de los más emotivos.

Otro segmento que destaca entre los diez relatos del libro lo componen historias de supervivencia derivada en fatalidad. “Lorrie Moore le lee un cuento a Catalán” y “Niños héroes” tienen bastante más que un extravagante personaje en común. De hecho, parecen porciones de una estructura mayor, como si fuera una novela que a mitad de camino entró a un túnel y asomó nuevamente a poco del final. Ambos textos son historias sobre crecer a tirones, aun cuando se trate de las fantasías de un autor joven enamorado de la (real) escritora estadounidense y que años después asomará en medio de una balacera en una estación de metro en México.

Niños héroes es un libro anclado en la ciudad de extremo a extremo, de arriba abajo, de manera que catalogarlo de “urbano”, adjetivo insípido a estas alturas, resulta un tanto mezquino. Los libros situados en Santiago (y en cualquier urbe) son interesantes en la medida que haya personajes que dibujen y desdibujen el espacio. En la ciudad que muestra Zúñiga sus habitantes tienen ideas sobre el mundo que les tocó vivir y eso los hace entrañables. Aquello queda demostrado en relatos como “Cabezas negras”, con la toma de un colegio que está en el barrio equivocado. Pero es sin duda en “La tierra baldía”, al cierre del volumen, donde el autor despliega todo su talento narrativo.

“A veces, muy pocas, usaba el metro, pero con el correr de las semanas me acostumbré a los trayectos largos y aprendí a dormir en las micros”, dice su protagonista, una chica que trabaja en una revista deportiva como correctora de pruebas y día a día cruza la ciudad para llegar a su trabajo. “Al principio me mareaba y luego me entraba la paranoia de que me iban a robar en cualquier momento, pero después de tantas horas una abandona las aprensiones y se deja llevar por el sueño: agarras firme la cartera, apoyas la cabeza en la ventana, cierras los ojos, duermes, dormitas veinte, treinta, cuarenta minutos, pierdes por completo la noción del tiempo y del espacio, sabes que vas en una micro pero no sabes qué lugar de Santiago vas atravesando”.

En una primera lectura, “La tierra baldía” es una historia de abandono cruzada por amores fallidos y pequeñas alegrías a las cuales aferrarse, pero al volver a ella asoman las diferentes capas que sostienen el libro, todas las cuales parecen recordarnos lo que se esbozó inicialmente: nadie dijo que la batalla por la supervivencia iba a ser fácil. Tampoco que iba a ser corta.



 

 

 

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