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CHUNGUNGO

Diego Zuñiga
Publicado en Casa de las Américas, N°300, septiembre 2020


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El 4 de septiembre de 1971, Salvador Allende despierta en Iquique, al norte de Chile, en medio de una gira presidencial que lo tiene recorriendo el país para conmemorar el primer año de su gobierno, el primer año de la Unidad Popular.

Ese día, la ciudad está revolucionada, pero no solo por la visita del presidente, sino porque se está desarrollando el décimo Mundial de Caza Submarina y el equipo chileno está puntero gracias a la actuación descollante de un muchacho que en esta historia se llama Martínez y le dicen Chungungo, Chungungo Martínez, el muchacho que ese 4 de septiembre, por la mañana, recibirá la visita del presidente Salvador Allende y luego saldrá a altamar a competir, en ese último día de mundial, donde vivirá una jornada excepcional, consiguiendo un título inédito para Chile, el primer título mundial del país en alguna categoría deportiva.

Pero ese muchacho alguna vez fue un niño que creció en el desierto y que aprendió a nadar en un río inexplicable, un río que atraviesa el Desierto de Atacama y que desemboca en el Océano Pacífico. Fue ahí donde Chungungo Martínez descubrió que tenía un talento. El talento de vivir bajo el agua.


Aprendimos a nadar en el río.

Fue un par de veranos antes de que se desbordara el Loa, cuando se llevó al primo de Herrera y a esa familia que no alcanzamos a conocer: una pareja joven, ella embarazada, mellizos, parece, que habían ido a probar suerte a Calama, pero se los tragó el río. Tuvimos que aceptar, después de la catástrofe, la prohibición de acercarnos; buscar en otros lugares la forma de perder el tiempo o acortarlo, cualquier estrategia era útil para no aburrirnos en verano, en medio de esas calles de tierra, el polvo que se nos pegaba en el cuerpo, Calama era eso, el polvo, el calor y el sol pegándonos como si se estuviera vengando de nosotros.

Pero aprendimos a nadar ahí, antes, en el río, en medio de las truchas y de aquellas aguas que se volvían más intensas en febrero: bajaba la nieve convertida en un torrente que aumentaba el caudal y aprovechábamos ese viaje, esa nieve, ese invierno boliviano que nunca vimos, pero que para nosotros era eso y solo eso: un poco más de agua donde nadar, un poco más de agua en un río que durante casi todo el año era un pedazo de tierra pantanosa, una grieta en medio del desierto.

Nadábamos en las zonas más profundas, en medio de los roqueríos que se formaban, pequeñas pozas donde podíamos hundirnos y desaparecer. Fue en ese lugar, una tarde en que nos dejaron solos, cuando descubrimos que Martínez era capaz de aguantar la respiración bajo el agua un tiempo que nos pareció al comienzo asombroso y luego sobrenatural.

Empezó como un juego –quién aguantaba más tiempo bajo el agua– y después se transformó en una competencia que nos mantuvo toda la tarde en el río, sin hacer nada más que eso: respirar profundo, taparnos la nariz y hundirnos hasta que se volvía insostenible estar así, bajo el agua, en la oscuridad, con los ojos cerrados, en una escena en que nos veíamos indudablemente ridículos, pero que interpretábamos con la mayor seriedad posible, pues nadie quería salir primero a la superficie, humillado por no haber resistido más tiempo.

La primera vez que lo hicimos, nos hundimos los siete –el hermano chico de Parra se quedó contando el tiempo en voz alta– y el que más resistió fue Castro –un minuto y veintidós segundos–, seguido de Molina –un minuto y diecisiete– y después el Rojo Araya –un minuto y once segundos–. El resto no fuimos capaces de aguantar mucho ahí abajo: como si el tiempo se detuviera, el silencio te aísla y solo escuchas, por momentos, el fluir del agua a lo lejos, muy a lo lejos, como si estuvieras suspendido en el vacío. Solo el sonido de las burbujas que van ascendiendo a la superficie te distrae; el tiempo detenido era así, la presión del agua en los oídos, el miedo a abrir los ojos y la sensación real, por primera vez, de la muerte convertida en ese aire con el cual nos llenamos los pulmones. La muerte era eso: tener conciencia de que aquello se podía acabar, de que apenas el aire fuera insuficiente tú te perdías en un lugar del que probablemente nunca regresarías.

Abrir los ojos bajo el agua era entender que uno se iba a morir, pero ninguno fue capaz de decirlo en voz alta. Parra quedó tan picado, que propuso que lo intentáramos de nuevo –sin hacer trampa, dijo–, y entonces descubrimos lo de Martínez.

Llenamos los pulmones de aire –en una coreografía exagerada–, nos tapamos la nariz y nos sumergimos al unísono, obsesionados con humillar sobre todo a Castro, sin imaginar que cuando volviéramos a la superficie, cuando todos emergiéramos casi ahogados por la falta de aire y el miedo a quedarnos para siempre allá abajo, Martínez iba a resistir más de tres minutos, eso contabilizaba el hermano chico de Parra, doscientos diecisiete segundos que nos parecieron una eternidad imposible radicada en ese cuerpo que a esa altura veíamos flotar boca abajo, con los brazos completamente extendidos, como si fuera un muerto que escupió el río frente a nosotros.

Creo que fue el Rojo Araya quien no aguantó más, lo tomó de los hombros y lo levantó, rápido. Martínez, ya fuera del agua, abrió los ojos y dio una larga, larguísima bocanada. Nos miró y, ya con aire nuevo en los pulmones, se empezó a reír fuerte. Eran carcajadas que ninguno de nosotros entendía, hasta que Molina le tiró agua en la cara y le dijo que no fuera imbécil, que nos dio miedo, que pensamos que estaba muerto.

Martínez siguió riéndose un rato y después se fue a nadar río adentro, solo, mientras atardecía. Jugamos un par de veces más pero ya sin él, quien nos miraba desde lejos.

Al día siguiente, cuando llegamos al río, a eso de las tres de la tarde, Martínez llevaba un par de horas nadando solo. Después de un rato nos preguntó si queríamos jugar de nuevo a lo de aguantar la respiración bajo el agua. Ninguno estuvo muy convencido, excepto Castro, que buscaba una revancha. Pero Martínez lo volvió a hacer. Incluso, se dio el lujo de resistir más: doscientos cuarenta y cinco segundos, sin mayor esfuerzo. Levantó la cabeza, sonrió y continuó nadando y sumergiéndose, mientras nosotros nos mirábamos incrédulos, sin entender muy bien qué tenía dentro de los pulmones como para resistir tanto tiempo bajo el agua. Sentíamos que era un poder sobrenatural y queríamos utilizarlo. Ya no sacábamos nada con competir entre nosotros. Era aburrido. Necesitábamos que todo el mundo conociera el talento de Martínez.

Fue, probablemente, Castro el que echó a correr la voz y un par de días después llegó su hermano mayor con unos amigos al río, dispuestos a competir con Martínez.

Eran mucho más grandes que nosotros, tenían dieciséis, diecisiete años y ya conocían el mar. Habían nadado en las playas de Antofagasta y en las de Iquique. Era una competencia desigual, pero confiábamos en Martínez, lo habíamos visto resistir más de cuatro minutos, nadie podría vencerlo.

El primer intento fue empate: aguantaron doscientos once segundos él y Rodríguez, hijo de pescadores, buzo, que salió del agua con los ojos rojos y estuvo tosiendo un buen rato, mientras Martínez respiraba hondo y trataba de mantener la calma. Nosotros lo alentábamos, palmoteándole la espalda, vamos, vamos, que ganamos, le decíamos.

El segundo intento fue paliza: Rodríguez permaneció bajo el agua más de cuatro minutos, mientras que Martínez solo resistió poco más de dos. Salió, de hecho, tosiendo muy fuerte, ahogado, escupiendo, sin ningún control. Era preocupante: Martínez no se recuperaba del todo y Rodríguez seguió flotando boca abajo, los brazos extendidos, tranquilo, como en una pausa eterna.

Quedaba el tercer intento. Si Martínez ganaba, habría desempate. Sino, todo estaba perdido.

Iban a empezar, cuando escucharon los gritos.

Una vecina de Martínez lloraba, en la orilla del río, y decía algo que nadie lograba entender. Se movía de un lado hacia otro, agitando los brazos, un balbuceo imposible, descontrolado. Un hombre trató de calmarla, pero ella lo empujó. Seguía gritando. No había forma de descifrar qué pasaba hasta que alguien entendió: no estaba su hijo, un niño más chico que nosotros, no estaba en la orilla, se perdió, no está, gritaba la mujer, indicando el río, no está.

Empezamos a buscarlo por todos lados, los mayores se tiraron al agua y los demás rastreábamos entre los arbustos y las rocas, pero no aparecía, no estaba en ninguna parte, hasta que vimos que Martínez se sumergió por un largo rato, nadando por el fondo del río, y salió con el cuerpo. El niño: inconciente, pálido, violáceo, recuerdo eso, ese cuerpo oscuro, rígido, y Martínez sosteniéndolo en brazos, a duras penas, y dejándolo en la orilla, como pidiendo perdón por no haberlo encontrado antes.

Alguien le hizo respiración boca a boca y le golpeó el pecho una y otra vez, tratando de reanimarlo, ese cuerpo pequeño que lo estábamos perdiendo, todos a su alrededor, dando ánimos a los mayores, que no conseguían traerlo de vuelta. La madre ya no gritaba: se había puesto a vomitar al borde del río, mientras alguien fue a buscar un médico a la ciudad. Pero la vida estaba ahí, dependiendo de esos primeros auxilios, frente a nosotros, ese niño y la muerte, los golpes en el pecho, la respiración boca a boca, los golpes en el pecho y esos pulmones llenos de agua, esa agua que iba a escupir cuando ya habíamos pensado que todo estaba perdido, el agua de los pulmones y los pulmones llenos de aire fresco, vivos, ruidosos, al lado de ese corazón que parecía a punto de explotar, lo escuchábamos nosotros, entre medio de los gritos y la celebración por haberlo regresado a la vida. El corazón. Los golpes.

Creo que todos sentimos que ese niño éramos nosotros, que cualquiera podría haber estado ahí, al fondo del río, sin que nadie se diera cuenta de nuestra ausencia; lo sentimos, estoy seguro, a pesar de que después iba a ser solo una anécdota de verano, esas historias que a veces, aburridos, nos íbamos a contar con todos los detalles posibles, una historia que se iba a deformar con el tiempo, a pesar de mantener siempre intacto ese momento esplendoroso en que Martínez sale del agua sosteniendo aquel cuerpo sin vida, pues en ese preciso instante, como dijeron los médicos después, ese niño, en los brazos de Martínez, estaba muerto, clínicamente muerto, aunque no lo sabíamos, no queríamos creer que estaba muerto, y así fue, esos pulmones llenos de agua que explotaron para dar paso al aire nuevo en medio de nuestros gritos, de eso nos acordábamos siempre, de nuestros gritos de alegría y de esa mamá llorando con su hijo, abrazados. Le daba besos en toda la cara, en la frente, en las mejillas, en los ojos, en la boca, lo besaba, descontrolada, como si fuera todo lo que tuviera en la vida.

Martínez se iba a encargar, a lo largo de los años, de arrebatarle varios cuerpos al río y otros tantos al mar. Aunque de esto último nosotros nunca seríamos testigos.

 

 

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