Rafael Gumucio dice que Chile ha cambiado la poesía por la narrativa porque, en su opinión, los chilenos han dejado de vivir en la Luna para poner, de una vez por todas, los pies en el suelo. Realmente, Pablo Neruda, Gabriela Mistral y Vicente Huidobro cedieron el cetro a Roberto Bolaño, Alberto Fuguet y Pedro Lemebel, y una horda de nuevos novelistas se ha visto legitimada para demostrar que la buena literatura chilena no pasa únicamente por la lírica. El último ejemplo de este asalto al Olimpo lo encontramos en Diego Zúñiga, un autor que, no habiendo alcanzado la treintena, se ha situado a la cabeza de la generación posterior a Alejandro Zambra o Álvaro Bisama.
Zúñiga se dio a conocer en España con Camanchaca (Mondadori, 2012), una novela familiar de corte intimista que lo situó de un plumazo en el mapa narrativo latinoamericano. El libro narraba el viaje en coche de un chico que quería atravesar la frontera para visitar a un dentista peruano y que, mientras contemplaba el paisaje que se iba abriendo ante sus ojos, recordaba su propia infancia. Dos años después, Diego Zúñiga publica su segunda novela, Racimo, en la que regresa al mismo escenario —el desierto norteño, las barriadas de Iquique, los prostíbulos de Tacna— para contarnos, eso sí, una historia bien distinta.
Racimo es una novela inspirada —que no basada— en hechos reales. El autor se alimenta de uno de los sucesos más tristes de la reciente crónica social chilena, los crímenes de Alto Hospicio, para construir su propia ficción, demostrando con este salto del hecho histórico al relato inventado que le interesa más la ficción que la realidad, opinión que lo sitúa en las antípodas de la literatura de moda y que, quizá por eso, hace resaltar su obra por encima de la de los demás. Los hechos que inspiraron la narración se resumen diciendo que, entre 1998 y 2001, un hombre secuestró, violó y asesinó a catorce mujeres de Alto Hospicio (Iquique, norte del Chile), crimen tan deleznable que, sumado a la inoperancia —o indiferencia— de las autoridades del país, provocó una oleada de indignación.
A partir de estos sucesos, Diego Zúñiga construye su propia ficción, creando al personaje de un fotógrafo que, el 11 de septiembre de 2001 y por tanto el día más importante para la historia reciente del planeta, recoge de la carretera a una adolescente malherida que resulta ser una de las niñas que fueron secuestradas hace ya algunos años. La reaparición de esta chiquilla pone en pie de guerra a los habitantes de Alto Hospicio, quienes exigen a los carabineros que lleguen hasta el fondo del asunto, y permite que el narrador reflexione de un modo indirecto sobre la realidad social que domina Chile. Pero Racimo no es únicamente una novela de denuncia o un thriller de investigación. Antes bien, es un relato que, pese a su brevedad o precisamente gracias a ella, encapsula el alma de un país.
Se ha dicho en varias ocasiones que todavía falta por escribir la gran novela sobre la dictadura de Pinochet. Racimo no es esa gran novela —tampoco lo pretende—, pero sí que puede leerse como una ficción que muestra las consecuencias de aquella de época: miseria, corrupción, resignación… Con su estilo intimista y su economía de lenguaje, el autor nos transporta a un paisaje que, aun cuando pueda recordarnos a la Santa Teresa/Ciudad Juárez de Roberto Bolaño, apunta directamente hacia aquella Comala que Juan Rulfo llenó de muertos que parecían vivos. Porque es precisamente eso, muertos que parecen vivos, lo que Zúñiga muestra cuando convierte su literatura en un espejo de la sociedad chilena contemporánea.
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Catorce mujeres y un escritor
"Racimo" de Diego Zúñiga. Random House, 2015, 256 páginas
Por Álvaro Colomer
Publicado en Mercurio N°168, España, febrero de 2015